Saldando deudas

Saldando deudas

Emma Sanguinetti

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Nº 2212 - 9 al 15 de Febrero de 2023

Esta columna podría comenzar con la clásica fórmula de los libros infantiles “Érase una vez, en un país lejano”. Un país en el que un joven inmigrante judío-alemán podía empezar su vida laboral como cadete de una empresa de venta de lapiceras y a los treinta y pico convertirse en uno de los marchands más influyentes de su tiempo. Y todo sin dejar de vender lapiceras, al menos al principio.

No se trata de un cuento de hadas sino de una historia en tiempos recios, la del ascenso nazi en Alemania y la del Uruguay al que llegó Kurt Speyer (1923-1990) en 1937 huyendo del horror y la barbarie. Es también la historia de la Galería Bruzzone fundada por él en 1960 y la de sus artistas, que entre las décadas del 60 y el 70 confiaron en que su instinto y su visión iban a ser capaces de revolucionar el mercado del arte.

Esa es la historia que relata Óscar Larroca en Kurt Speyer. El legado de un marchand (Ediciones Galería Latina, 2022) y que acompaña con una compilación documental y fotográfica, entrevistas y notas de prensa. Larroca, artista visual, docente y ensayista, viene construyendo un corpus editorial fundamental para nuestra historia cultural. En 2021 publicó Después del estreno (Ediciones de La Plaza), una espectacular recopilación en tres tomos de los textos críticos de Jorge Abbondanza publicados entre 1965 y 2014. En ese año también llegó El mirador cavante (MNAV), un imponente libro-catálogo que acompañó la exposición homenaje del maestro Manuel Espínola Gómez en el Museo Nacional de Artes Visuales, amén de ser el curador de la muestra.

Tres libros en dos años; un crítico, un pintor y un galerista. Algo así como la sacrosanta trilogía del arte, la que no se agota en sí misma, porque es a la vez un tiempo y una perspectiva histórica. La de un Uruguay en el que se escribía con la floritura de lenguaje y la densidad conceptual de Abbondanza, en el que se creaba con la autonomía de espíritu de Espínola Gómez y se ponían en práctica las revolucionarias ideas de Speyer, capaz de venderle en 1960 un cuadro de José Pepe Echave a un mozo de bar en cómodas cuotas. Érase una vez, en un país lejano…

Desde ya aclaro que al reseñar este libro me comprenden las generales de la ley; conocí a Kurt Speyer y frecuenté su galería en compañía de mis padres desde niña —el libro cuenta con un texto de Julio María Sanguinetti—. Del mismo modo, me une una larga amistad con Pablo Marks, editor y director de Galería Latina, quien se formó desde la adolescencia bajo la tutela de Speyer. No obstante, me lanzo porque estamos ante una historia que no solo debe contarse, sino difundirse, multiplicarse y expandirse. Porque hasta Speyer y Bruzzone no había artistas que vivieran de su trabajo salvo José Cuneo y alguno que otro más. Las galerías solo tomaban obra en consignación y el núcleo de compradores se reducía a una pequeña elite de coleccionistas de buena posición económica.

Speyer lo cambió todo; ingenioso y audaz comerciante, percibió que algo no funcionaba en la ecuación. El artista tenía que vivir de su arte y para eso inventó un mecanismo por el cual le pagaba un sueldo mensual para que pudiera olvidarse de las diarias preocupaciones. A su vez, había que ampliar y democratizar el mercado, por lo que el comprador debía tener facilidades para pagar. Así empezó a vender cuadros en cuotas a través de cuentas corrientes personales, y para proteger la cotización de sus artistas, cuando el comprador quería revender le tomaba la obra y le ofrecía otra en canje, evitando los desequilibrios de los precios en remate. Pero todo eso no bastaba y creó el Club de Arte, un ingenioso mecanismo de difusión, educación artística y comercialización. A un ritmo de vértigo, el club organizaba una exposición por semana —solo en 1978 fueron 45—, las que eran acompañadas por fichas de información coleccionables, charlas y visitas a talleres. Por una exigua cuota mensual el socio se convertía en titular de una cuenta, accedía a descuentos y contaba con la primera elección de compra.

Speyer solo trabajó con artistas nacionales y consiguió posicionarlos a todos, figurativos y abstractos, informalistas y expresionistas; basta leer la abrumadora lista que da cuenta de todas las grandes figuras del arte nacional de entre los 60 y los 80, desde Luis Solari a Nelson Ramos, desde Vicente Martín a Jorge Damiani, por citar tan solo a algunos.

No es novedad que arte y dinero se repelen en igual medida de la que se necesitan; la clave de Speyer fue el equilibrio y la honestidad, la ecuánime ponderación entre el valor simbólico de la obra y su valor económico. Una armonía que se proyectó a la relación entre sus artistas y sus clientes, los que fueron todos y sin excepción amigos entrañables hasta su muerte. Lo de Speyer fue una proeza en territorio minado, una historia que hoy, al contarse, viene a saldar una deuda con su legado y con aquel lejano país en el que un mozo de bar compraba arte en cuotas.