N° 2010 - 28 de Febrero al 06 de Marzo de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn las sociedades premodernas, es decir, en las sociedades que no estaban basadas por completo en el uso de la tecnología, la experiencia tenía un valor social relevante. Habitualmente (y sobre todo pensando en lo poco que se vivía en aquellas épocas) solían ser los ancianos del clan o la tribu quienes dirigían los destinos del resto. A quienes llegaban a determinada edad y tras haber atravesado determinada peripecia vital, se les suponía un mejor manejo del colectivo. O, más exactamente, una idea más acabada de lo que era bueno para el colectivo.
En las sociedades modernas, más complejas, en donde la tecnología pasa a ser central para la gestión y el mantenimiento de la vida colectiva, en donde el cambio se va acelerando cada vez más, en donde los roles sociales, sexuales, en donde toda la identidad personal es móvil, la experiencia pesa menos. Hablo de sociedades como la nuestra y como las de cualquier otro país occidental más o menos establecido, en donde la gestión de lo público y nuestra presentación en ese espacio se hace siguiendo la férrea lógica del costo-beneficio.
Es verdad, en un mundo en donde los cambios laborales son la norma, la preparación que un abuelo haya recibido hace 70 años para dedicarse a una función que hoy ya no existe, vale necesariamente bastante menos que en una sociedad de roles fijos a lo largo del tiempo. Más aún, en sociedades en donde la lógica social es invadida por la lógica tecnoeconómica, donde se supone que todo puede y debe ser tasado según la regla de la eficacia, la experiencia como motor de la gestión de lo social pasa a ser casi irrelevante.
El asunto es que no todos los ámbitos de nuestra experiencia colectiva funcionan del todo sobre esa lógica. De hecho, muchos no funcionan para nada en esos términos. Por ejemplo, una madre joven que está dispuesta a dar su vida para salvar de morir ahogado a su hijo de dos años es el inverso casi exacto de la lógica económica imperante: es totalmente ineficiente sacrificar la vida de un adulto productivo para salvar la de una cría que aún no puede valerse por sí misma. Pero esa madre existe y, si me apuran, es mayoría. Es decir, los afectos, las emociones no operan en nosotros según esa nítida lógica tecnoeconómica de la eficiencia racional.
Y, sin embargo, todos nuestros porotos están anotados a la posibilidad (¡la necesidad!) de la innovación tecnológica y la aplicación de su lógica performativa en nuestra vida social. Quizá por eso desde hace más de medio siglo las esperanzas colectivas se vienen poniendo en el capital transformador que se supone los jóvenes, solo por el hecho de serlo, cargan consigo. Si la experiencia es cada vez menos relevante en una sociedad en donde todo es cambiante, no parece tan errado creer que la esperanza del cambio se concentre en quienes no están contaminados por los efectos negativos y hasta disfuncionales que traería la experiencia.
Tengo en la cabeza la vieja clasificación de Daniel Bell, aquella de los tres ámbitos sociales que se mueven según lógicas contradictorias: el ámbito tecnoeconómico, con su búsqueda de la eficiencia, el político, que busca la igualdad, y el cultural, hedonista y centrado en la realización de los placeres. El problema es que esa clasificación, que es el centro de su clásico Las contradicciones culturales del capitalismo, ya no parece explicar mucho. La lógica del ámbito tecnoeconómico hace rato que devoró a las otras dos y hoy nadie sobrevive en política si no es eficiente y performativo. A la política en sí se le exige eficiencia antes que cualquier otra cosa y hasta en la cultura hace falta demostrar “viabilidad” para ser considerado artista o gestor. Coño, si hasta las relaciones personales empiezan a ser medidas en términos de eficiencia.
Uso la palabra experiencia, por un lado, como trayectoria, como la información acumulada a través de nuestro recorrido vital personal, que suma las experiencias previas. Y por otro, como vivencia, como el hecho de haber vivido tal o cual cosa en carne propia. ¿Por qué es importante este doble sentido? Porque tengo la impresión de que esa experiencia que venimos desechando sistemáticamente como sociedades desde hace tiempo, la desechamos como resultado de no dar relevancia a lo acumulado, entre otras razones por no haberlo vivido en persona.
Por poner un ejemplo claro: se puede saber a través de la historia que las dictaduras suelen ser mucho peores que las democracias para la vida colectiva. Ese sería un dato que podríamos extraer de la experiencia codificada como historia. Una transmisión de conocimientos acumulados previos que requiere de una narrativa escrita y racional. Un tipo específico de narrativa que, en una sociedad cada vez menos habituada a leer, viene cayendo en desuso.
Si a ese creciente desuso de ese tipo de narrativa, es decir, a la creciente imposibilidad de revisar de manera ordenada la experiencia acumulada, le sumamos la ausencia de experiencia en el sentido vivencial, la percepción sobre esos hechos pasa a ser puramente teórica, una opción más en el menú de objetos de consumo y no un punto central en la reflexión sobre qué clase de sociedad tenemos y queremos. Si solo he vivido en democracia, es difícil que pueda tasar correctamente el horror que es una dictadura. El que no sabe es como el que no ve, decía mi abuelo.
Es evidente que nuestras sociedades complejas no las puede dirigir un chamán o un consejo de ancianos. Pero tampoco parece tener mucho sentido descartar toda experiencia previa y guiarse según una lógica de helada eficiencia, ajena a lo social. Ajena a la lógica de la colaboración y el cuidado de la especie, que son dos de los motores internos que nos trajeron hasta acá. Sí, señor, a pesar de no se cuántas guerras, seguimos siendo una especie éxitosa en términos de supervivencia.
El problema de privilegiar la lógica tecnoeconómica de manera casi exclusiva por sobre la experiencia es que tiene unos efectos fulminantes a la hora de intentar construir mejoras en nuestra vida común. No es solo caer en una lógica puramente performativa, una que no se condice en absoluto con las motivaciones de esa madre que muere para salvar a un hijo. Además, nos aísla de la experiencia acumulada previa, esos hombros de gigantes sobre los que nos paramos para mirar hacia el futuro. Y también coloca en el terreno de lo aparentemente teórico todo aquello que no se vivió. Todo es provisional, no existe la verdad, solo versiones de los hechos, nada está establecido, no hay límite salvo la propia eficiencia. Esa eficiencia es lo único que se nos pide y es (casi) lo único que damos.
Ser viejo no es delito ni es una tara. Tener experiencia en las cosas de la vida no es un hándicap social ni mucho menos. De una conexión sensata con los mayores y su experiencia vital se pueden sacar mil enseñanzas útiles para el mañana. De lo acumulado y lo vivido se pueden sacar lecciones para no permanecer en un presente eterno sin conexión con el pasado. Por eso no me molesta que los jóvenes cometan sus propios errores. Me molesta que cometan los míos.