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Irrumpe Eric Alexander impecablemente vestido con traje negro, camisa gris claro y corbata melocotón. Está con su saxo tenor. Se acerca a la primera línea de fuego del escenario, manipula el micrófono y lo ajusta a la altura de la campana del instrumento. Mira a Grant Stewart, también munido de su tenor. Se observan de reojo con ese secreto entendimiento que solo los músicos tienen. Uno, dos, tres, cuatro… Y largan a todo trapo Cheese Cake, un imponente tema de Dexter Gordon. No se puede detener el ritmo, no se puede detener el hormigueo en las piernas que obliga a acompañar la melodía bullente de punch. Los teros ponen huevos de colores desusados. Cambia la digestión de las vacas. Detrás de los saxofonistas, en el centro del escenario, disfrutan el pianista Harold Mabern, el guitarrista Peter Bernstein, el contrabajista John Webber y el baterista Lewis Nash. Y si hubiese un primer plano de la platea —colmada— en ese momento de la noche, las miradas de asombro y éxtasis serían totales.
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Makoto Ozone y Paquito D’Rivera. El piano y el clarinete (o el saxo alto), uno de los grandes dúos que ha dado el festival. Y luego Makoto solo, interpretando Laura’s Dream, de Astor Piazzolla. El mismo tema lo tocó en dos días diferentes, y como debe ser, de un modo distinto, destilando el pulso de lo vivo, la libertad que garantiza la improvisación. La primera vez, con mayor acento melancólico; la segunda, con la energía desatada de un hongo nuclear.
Los solos de batería de Lewis Nash: acordes clarísimos y limpieza rítmica. Da la sensación de que además de tocar la batería, este señor está subiendo y bajando las escaleras con sostenida decisión. Una especie de movimiento circular de las manos por los parches, los platillos y a veces el aire, que por omisión material también es música.
Doce instrumentistas sobre el escenario. Una big band con el bandoneonista Raúl Jaurena como invitado especial. ¿Es tango, es jazz? Es buena, estupenda música. La artillería más pesada sale con A Night in Tunisia, de Dizzy Gillespie: los bronces y las maderas apuntan hacia el cielo. Las notas estallan como fuegos artificiales. Una vez más, la platea extasiada.
Cae una lluvia finita, apenas perceptible. ¿Se suspenderá el concierto? “De ningún modo”, contesta la organización. Y agrega: “Vengan con paraguas, y si no tienen, los compartiremos”. Es la situación ideal para escuchar al trío del pianista Tardo Hammer. La música es realmente cool, lo que contribuye a despejar el cielo. Dice Paquito, citando a Herbie Hancock: “El swing es muy difícil de definir pero muy fácil de identificar. Y no se vende en la farmacia”.
Dos contrabajistas: Reuben Rogers y John Webber. La mejor de las deferencias con el instrumento, aportado gentilmente por Popo Romano.
La música de Wayne Shorter fue interpretada por los Amigos de El Sosiego (Pipi, Popo, Urcola, Feldman, Mora, Boudrioua) como se merece: Dance Cadaverous, Footprints, El gaucho.
No importa cuándo fueron exactamente estos momentos, pero sí ocurrieron entre el miércoles 6 y el domingo 10 de enero en la finca El Sosiego de Punta Ballena, un paisaje ondulado, verde, con aire puro y sabor a campo, el lugar donde todos los meses de enero se concentra el mejor jazz del mundo. Y por si fuera poco, esta vez se celebró la vigésima edición de un festival que ha ganado su lugar entre los grandes acontecimientos artísticos a fuerza de sangre, sudor, lágrimas y enormes cantidades de talento. Si fuera músico, no lo dudaría: antes de morir quiero tocar en el Festival Internacional de Jazz de Punta del Este. Basta de teatros y sótanos.
Entretelones:
La señora de los baños químicos se presenta cada vez más amable con los usuarios, y eso que la tarea no es muy copada que digamos.
Los encargados de la seguridad, cada vez más perros. Gerardo Grieco quiso saludar a Paquito después del concierto y ni siquiera con la ayuda de Jaurena pudo hacerlo. Rebotó contra el patovica de turno. ¿Y si quería ofrecerle un suculento contrato al cubano por tocar con la Filarmónica?
Joel Frahm, el saxo tenor del cuarteto de Helen Sung, le dedicó un tema a la maravillosa carne que se come en el Río de la Plata. Frahm es bastante grande, una despensa donde pueden ingresar varios alimentos. Inmediatamente después, la pianista —que es pequeña— aceptaba las sugerencias del mozo en el restaurante: ojo de bife, chorizo, cerdo. Todo en el mismo plato. La buena música abre el apetito.
Paquito sigue tocando como los dioses, pero agrega a su prontuario condiciones inmejorables para ser un showman televisivo. El tipo te aconseja que comas un choripán o un chivito en el quincho mientras esperamos el siguiente concierto; lee las matrículas de los coches que están mal estacionados o han dejado encendidas sus luces y describe la caravana que una señora ha perdido (“Oro con diamante, pero el diamante ya no está”). Y además, cada tanto pone en aprietos al ministro de Economía, que siempre se sienta en la primera fila: “Oye, tú que sabes de números pero también de jazz, ¿este tema es de Cole Porter o de Gershwin?”.
Las presentaciones de los artistas muchas veces son un tanto exageradas. Paquito dijo de Makoto Ozone que era “uno de los mejores pianistas del mundo”. Está bien, es flor de pianista, pero también están Hazeltine, Mehldau, Jarrett, Mabern, McCoy Tyner, Charlap, Rosnes, etc., etc., etc.
Un conocido dice que fue a saludar a Harold Mabern, le dio la mano y casi se la rompe. “Un apretón de boxeador peso pesado”, dijo. Pero cuando se ven esas manos sobre el piano, el boxeador deja paso al delicado prestidigitador, al mago, al gran pianista.
Termina el festival. La gente se retira realmente satisfecha, y más aún quienes disfrutaron los cinco días. Un signo alentador, una señal de que todavía el cuerpo aguanta (al fin y al cabo, 20 años no son nada), es escuchar a Francisco Yobino, con mirada perspicaz, decir por lo bajo el nombre de un fenómeno que ya piensa contactar para la edición de 2016. ¿¡Piensa traer a E…?! Lo siento, no puedo dar más detalles.