—Cuénteme la relación con sus padres.
—Desde los dos años estaba pegado a mi madre, con la cual tuve el Edipo más franco del mundo pero sano (risas). Ella fue mi primera profesora de piano. Por otro lado, mi padre me llevaba a los conciertos, a los ensayos, a la ópera. Era inevitable que yo fuera músico. Cuando tenía cinco años mi madre me hizo dar un concierto en una escuela de Quilmes; fue el único concierto en que no tuve miedo. Cuando ella vio que yo podía afrontar al público, me llevó a estudiar con Scaramuzza, que también le había enseñado durante 16 años a ella. Luego él me enseñó trece años a mí.
—¿Apenas comienza con Scaramuzza lo sorprende la polio?
—Sí, cuando tenía siete años. Durante un año mi padre me llevó en brazos a las clases. Después empecé a caminar mal. Siempre caminé mal pero lo hice a través de 50 países, así que mi pobre pierna me llevó por todos lados (risas).
—¿Siendo niño siguió dando conciertos?
—A los 8 años mi padre me llevó a dar un recital en la Radio Nacional del Estado. A los nueve y medio di otro concierto radial con el Tercero de Beethoven, dirigido por Bruno Bandini, un profesor y músico argentino bajo cuya dirección debutaron en la radio estatal todos los pianistas argentinos. Luego, a los diez años, me presenté en público en el Palacio Paz en Buenos Aires, bajo la dirección de Scaramuzza, con una formación del Teatro Colón que papá había seducido para que no le cobraran (risas).
—La música y el piano para un niño deben haber sido muy absorbentes. ¿Su infancia fue como la de los otros niños?
—Me importaba un pito la infancia de los otros. A mí me gustaba la música y la gente grande. No me interesaban nada los chicos ni ir a jugar a las figuritas o a las bolitas en la calle.
—¿Es cierta la fama de severo de Scaramuzza?
—No era solo severo: era arbitrario y malhumorado, pero muy sabio. Sabía tanto de anatomía como de piano. A veces se pasaba media hora explicando cuáles eran los músculos que participaban en un simple movimiento del brazo o de la mano. Y también era un hombre frontal. Cuando ya tenía 18 años le dijo a mis padres: “Si ustedes no toman en serio a este chico es porque son estúpidos”. Era así de cariñoso (risas).
—¿Cuándo se fue a Europa?
—A los 19 años, habiendo tocado unos 200 conciertos en Sudamérica.
—Y allí siguió sus estudios con Marguerite Long...
—Así es. Ella cumplió una tarea dulce, suave. Como planta que hay que educar y enderezar, a mí me pusieron muchos tutores y me dieron una educación férrea. Marguerite tuvo la linda tarea de ir sacando los tutores uno por uno y permitirme crecer en libertad. Esta fue la culminación de mi educación: liberarme de ataduras, conocer un mundo que no conocía y que por estas latitudes no existe.
—¿A qué se refiere?
—Marguerite tenía un grupo de señoras muy amigas que la visitaban y le llevaban bombones y masitas. Yo vivía en la ciudad universitaria y era muy feliz allí, pero en lo de Marguerite me fui haciendo amigo de todas esas señoras. Las que tenían piano me permitían que fuera a estudiar a la casa de ellas o me invitaban a tocar. Y así conocí y me relacioné con lo más conspicuo de la nobleza francesa. Conservo aún amigos de esa época con los que hablo por teléfono dos o tres veces por semana. No cuento esto por esnobismo sino porque simplemente se me dio así; salir de pronto de la ciudad universitaria y entrar en un mundo extraordinario que hasta los años 68 o 70 no tenía vergüenza de ser lindo y lo demostraba. Así fui aprendiendo cosas sin que nadie me enseñara.
—¿Por ejemplo?
—La primera vez que me invitaron a una gran comida pensé: qué asco el olor inmundo a queso podrido, qué decadencia (risas). A los dos meses los estaba reconociendo uno por uno y comiéndolos feliz. Muchas de esas personas se peleaban por tenerme en su casa. Yo le debo a Francia mi desarrollo personal y musical.
—Pero además vivió en Mónaco...
—Sí, me invitaron a vivir allí y me fui. Es el lugar más lindo del mundo. El sol, el orden, es una Suiza bien organizada, entre Italia y Francia. Una mañana estaba estudiando en la Ópera Garnier de Mónaco y veía el cielo azul, el mar azul, la playa, la gente en el agua y le dije a mamá: “Un día voy a vivir aquí”. Ella me contestó: “Te queda grande”. Me quedaba grande pero lo hice.
—¿Tiene una rutina diaria?
—No, gracias a Dios mi vida ha sido una rutina genial muy diferente cada día. No soy cartesiano en mis cosas. Soy una persona que acepta seguir lo que le es dado. Tengo la impresión de ir en un trineo en medio de un bosque, sobre la nieve, siguiendo un sendero que yo acepto y que me va llevando. Así fui transitando por todas las indicaciones que me dio Marguerite Long hasta que un día me dijo que me tenía que presentar al concurso.
—¿Y usted qué hizo?
—Le dije que estaba loca pero papá me hizo un gesto de silencio y me dijo: ‘Si ella piensa que tú puedes, ella se va a ocupar y tú vas a poder’. Y concursé y gané y a los seis meses salió toda la carrera de golpe.
—Hace un momento dijo que en el único concierto que no sintió miedo fue en uno que dio a los cinco años. ¿Tiene pánico escénico?
—Pánico no. Sí el temor a la nota falsa que tenemos todos. Más grande es el nombre de uno, más grande es el temor porque uno lleva a cuestas la mochila de su propio prestigio. Es una consecuencia lógica y muy linda pero que a veces pesa.
—¿Le importa hablar de sus colegas pianistas?
—Hablo de todo lo que quiera salvo de política.
—¿Sus preferidos entre los que ya no están?
—Escuché en vivo a Rubinstein, a Backhaus, a Kempff. También escuché y conocí personalmente a Vladimir Horowitz, para mí el más grande de todos. Tenía una ciencia pianística que no tuvo nadie. Hacía gritar de amor al piano con los fortissimos más enormes que no eran solo fuertes: eran vibrantes, vívidos. Parecía que el piano se iba a romper pero estaba cantando. Era único. Aparte de eso fue un hombre que sufrió bastante. Tenía miedo escénico, lo que hizo que se retirara durante años de las presentaciones públicas. Tenía al lado un sargento que era su mujer Wanda, la hija de Arturo Toscanini. Horowitz era un hombre que se cuestionaba muchas cosas. Pero no es que lo admire por esto. También fui muy amigo de Rubinstein, pero él era un hombre feliz. Y a mí me llega más aquel que sufre.
—¿Y entre los pianistas del presente?
—Hay millones de pianistas, muchos asiáticos, que no se saben expresar. No me gustan los hacedores de notas. Uno tiene que ser el medio de paso de la emoción que sintió el genio del compositor que está interpretando. Amo a Martha Argerich. Somos amigos desde que tenemos seis años. Ella también estudió con Scaramuzza. Somos distintos: ella es un diamante que brilla en todo lo que hace; yo soy un obsesivo de la expresión.
—¿Música en vivo o grabaciones?
—La música en vivo tiene más importancia. El disco es música en conserva, bien hecha pero en conserva. Es un medio de reproducción que gracias a Dios va cambiando y mejorando. No lo voy a ver pero dentro de un tiempo van a lograr que apretando un botón aparezca holográficamente María Callas cantando la Tosca aquí (ríe y señala el escenario del Solís). Pero la presencia del artista en la música en vivo no se ha podido reemplazar.
—¿Qué directores lo han marcado?
—Lorin Maazel tenía la batuta más clara y la sabiduría y la autoridad implícitas en él, sin manifestarlas. George Szell tenía fama de malo pero conmigo se portó como un ángel. Colin Davis, Antal Dorati.
—Después de los ensayos, ¿queda algún lugar para la improvisación en la noche del concierto?
—Siempre hay una parte de improvisación. Gracias a Dios nunca se toca igual. A veces uno está más impregnado de angustia o de alegría o de amor o de inquietud o de paz. Dentro de esos estados de ánimo y respetando el marco justo, siempre se toca diferente.
—¿Le gusta la pintura?
—Después de la música es de lo que más quiero. Renoir, Pissarro, Botticelli.
—¿Qué está leyendo?
—“Pérfidas uñas de mujer”, una colección de ensayos sobre cine, literatura y arte de Hugo Beccacece, filósofo y periodista argentino.
—Cuénteme una imagen que tenga grabada de Vicente Scaramuzza.
—(Piensa) Una tarde me dijo maldades durante dos horas. Cuando llegó mi madre a buscarme, él me tendió la mano y yo no se la di. Disfruté cuando le vi la cara de asombro y le dijo a mi madre a media voz: “Y no llora”. Una vez en la vereda lloré junto a mi madre, pero no quise hacerlo frente al maestro.
—¿Y una de Marguerite Long?
—A mí la gente fea no me gusta y Marguerite fue la persona más fea que más quise. Ella se ponía detrás mío mientras yo tocaba, ponía una mano suya sobre uno de mis hombros y decía en un susurro: “Qué lindo lo que estás haciendo”. Yo la escuchaba y me brotaba la música de las entrañas.