Sobre hooligans y políticas de Estado

Sobre hooligans y políticas de Estado

escribe Fernando Santullo

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Nº 2094 - 22 al 28 de Octubre de 2020

Termino de comer y, justo antes de ponerme a escribir, leo un comentario del periodista Diego Muñoz sobre la expulsión del director técnico de Peñarol y su intento de pegarle al árbitro del partido que su equipo iba ganando. Veo el video, en donde salen los jugadores tranquilizando al enloquecido técnico, recordándole que van ganando y que armar lío no los beneficia. Ahí me acuerdo de Diego Forlán y me quedo pensando en lo difícil que es en este país que los procesos virtuosos sean largos y lleguen a producirse. Y como, al mismo tiempo, la quietud, los larguísimos períodos de poco y nada son también una marca de la casa. Porque esa es una verdad que muchas veces se olvida: las cosas siguen ocurriendo mientras “los cambios” no llegan. No es que todo quede en suspenso, en el vacío, detenido. Lo que se hace mal y se quería cambiar, se sigue haciendo como antes. Mal.

La verdad, no parece que esta doble dinámica, la de la dificultad de crear procesos en el mediano plazo y la facilidad para seguir haciendo las cosas tan mal como siempre, sea algo inconcebible o improbable en un país en el que buena parte de la gente se entrena durante su juventud para ingresar al Estado y una vez ahí, hacer lo menos posible hasta su jubilación. Es decir, intentar por pasiva que nada cambie demasiado. O que parezca que cambie sin que cambie demasiado y así se puede seguir como hasta ahora.

Ahora, que un par de cuadros de fútbol, incluso siendo los más importantes del país, no logren desarrollar procesos virtuosos, no es algo que pueda hacerse extensible a la sociedad toda. De hecho, no es extensible ni siquiera a todo el fútbol local, en donde otros equipos han logrado, en la escala que le permiten sus escasos recursos, hacer las cosas bien. Es más, existe otro ámbito específicamente futbolero en donde, con bastantes más recursos, hemos visto un proceso crecer, desarrollarse y consolidarse. Ese ámbito es la selección, en donde el director técnico ha logrado construir un espacio distinto, ajeno a los vaivenes chiquitos y amarronados del fútbol local.

Un espacio en donde, más allá del estilo de juego en particular, se ha impuesto una forma de hacer las cosas, con método, esfuerzo y esmero. Y si no, no ocurría, también con terquedad, resistiendo el embate de una opinión pública y un periodismo acostumbrados al resultado inmediato. Una opinión pública que en buena medida sigue creyendo que el fútbol que mira hoy es el mismo deporte de hace 60 o 70 años, cuando se jugaba en unos pocos países. Cuando a los mundiales se iba por invitación y una parte de los jugadores eran semiprofesionales, cuando no amateurs.

Por supuesto, se puede pensar que la selección uruguaya juega feo, esto es, que no juega a lo que el señor que opina le parece lindo. Lo que es más difícil de negar es que el famoso “proceso” de Óscar Tabárez le devolvió una dignidad a la selección que hacía tiempo que no tenía. Un “proceso” que logró que, otra vez, los logros de la selección sean material de orgullo colectivo. Y que hasta los jugadores, estrellas millonarias del deporte, se partan el alma por venir a hacerse patear los tobillos por un cuadro que es más suyo que aquel que les paga las cuentas todos los meses, todos los años.

Ese “proceso” es mucho más difícil de ver en equipos que no logran aislar su plan de la presión del medio. Y es que si algo ha demostrado Tabárez es que, pese a su cada vez más recurrente costumbre de soltar frases célebres para la prensa, tiene una espalda ancha y generosa para aguantar chaparrones. Muy seguramente los técnicos despedidos de Peñarol y Nacional, el mencionado Forlán y Gustavo Munúa también la tengan o logren desarrollarla. Pero eso ocurrirá lejos de los equipos de sus amores, en donde intentaron hacer algo distinto y fracasaron por dictamen externo. Porque una cosa es querer generar un proceso que asegure recursos, medios, estrategias y demás para, luego sí, lograr resultados de forma sostenida, y otra, muy distinta, es querer ganar cada partido de la nada, a pura “hombría” o alguna de esas pavadas cortoplacistas de cuando el fóbal era otra cosa.

Es tentador trazar un paralelismo más bien arbitrario (pero intuitivo) entre la imposibilidad de construir procesos deportivos de largo aliento en un país en donde es también prácticamente imposible construir procesos políticos y sociales amplios y de arco largo. En donde cuando entra un gobierno hace todo lo posible por marcar paquete y demostrar cuán mal hizo las cosas el que estaba antes. Y, ojo, en donde el gobierno que estaba antes ya hizo lo propio y se dedicó a llamar cualquier clase de cosa (preferentemente “facho”) a cualquiera que cuestionara mínimamente algún aspecto de su proyecto político.

Un país en donde se proclama desde la fachada de un ministerio que X asunto es “política de Estado”, pero que como no se pactó con nadie más esa política (ni casi ninguna otra cosa) lo primero que hace el que entra al ministerio es ir y sacar el cartel. O reducir el presupuesto para ese asunto, algo más grave y delicado que simplemente sacar o dejar un cartel. Las políticas de Estado son un pacto entre todos aquellos que tienen posibilidades de gobernar. Llamar política de Estado al deseo partidario es solo eso: confundir el Estado con el gobierno y a este con el partido.

Convengamos que si en Uruguay existe algo parecido a una “política de Estado”, suele ser de facto y por la negativa. Es decir, no como resultado de un pacto entre partidos sino como efecto del abandono de cualquier pretensión de cambio por parte de esos partidos. O como resultado del mutuo interés partidario. Por ejemplo, Ricardo Gil Iribarne, presidente de la Juna Anticorrupción (Jutep), decía que el sistema político uruguayo es refractario a ser investigado, a someterse al escrutinio público. La miseria de presupuesto que tenía la Jutep con la administración previa y el vacío en que se encuentra en este gobierno parecen confirmar su declaración. Por eso es un bello ejemplo de “política de Estado a la uruguaya”: no hace falta acordar nada cuando ya todos están, tácitamente, de acuerdo en algo. Cambian las caras (algunas) y la retórica (no mucho), pero los hechos siguen siendo los mismos.

Otro paralelismo caprichoso pero no del todo loco: en un mundo en donde la supervivencia de un país pequeño y con pocos recursos depende de su capacidad de ofrecer excelencia y calidad en rubros específicos, la ausencia de políticas de Estado en las áreas clave es arrancar perdiendo dos a cero. En un mundo en donde las ligas profesionales tienen casi siempre más dinero e infraestructura que los cuadros uruguayos, el único camino parece ser la apuesta por la calidad deportiva. Y para lograr eso hacen falta procesos de largo aliento.

Ojalá el (otra vez, cuando no) denostado proceso encabezado por Tabárez sirva al menos para reconocer la necesidad de dedicarle tiempo, dinero, recursos y esfuerzo a todo aquello que no es inmediato pero es vital. Sin políticas de Estado, los ciudadanos terminamos como los jugadores de Peñarol, pidiéndole al técnico que se comporte como lo que es y no como un hooligan.