N° 2034 - 22 al 28 de Agosto de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCreo que ya lo he dicho en alguna columna previa, pero tengo la impresión de que los uruguayos (los que conozco, los que leo, los que se mueven en mi entorno) suelen esperar de manera más o menos pasiva que los partidos políticos sean quienes resuelvan los problemas sociales que los rodean. O, por lo menos, parecen confiar de manera más o menos ciega en las capacidades de esos partidos antes que en las capacidades de transformación que tienen los ciudadanos a su alcance en tanto sociedad civil.
Detrás de esta convicción, que por lo general no parece demasiado meditada (no como resultado de una reflexión sino más bien de la costumbre), parece latir casi siempre la idea de que existen soluciones que, de manera inevitable, están asociadas a las ideologías que promueven los distintos partidos. Así, mucha gente cree que para los distintos problemas sociales existentes hay siempre soluciones “de derecha” o “de izquierda”. Y de ahí que lo normal sea sentarse a esperar que aparezca un partido de uno u otro color a solucionar este o aquel entuerto. Mucho me temo que las cosas no siempre tienen colores partidarios y que, peor aun, esperar respuestas coloreadas puede ser un desesperante camino a la nada.
Pienso en un ejemplo que tiene ecos tan recientes como la renuncia del director de Desarrollo Ambiental de la Intendencia de Montevideo Fernando Puntigliano hace apenas unos días. Desde hace 30 años, el Frente Amplio es gobierno en Montevideo. A lo largo de esas tres décadas, la administración municipal ha sido incapaz de garantizar de manera continuada y solvente el servicio de limpieza de la ciudad. Ha intentado cosas, algunas han introducido mejoras, pero el servicio sigue siendo básicamente inaceptable. Con independencia de cuáles sean las causas de este problema (que son múltiples e involucran a ciudadanos, sindicatos y, por supuesto, actores políticos), la responsabilidad de que ese servicio sea prestado de manera adecuada es la de la intendencia y de nadie más.
Lejos de reclamarle al municipio que sea capaz de cumplir con una de sus tareas más básicas y esenciales, el debate social sobre este tema gira, de manera circular, en torno a las relaciones entre la intendencia y el sindicato que agrupa a sus trabajadores, Adeom. Por cuestiones ideológicas opuestas, para los fieles de un sector el problema se reduce a la intransigencia del sindicato mientras que para los fieles del otro sector, a que el gobierno quiere destruir al sindicato y abrir la puerta a la limitación de la actividad sindical y la privatización de los servicios. Lo que ambas visiones (de claro cuño político partidario) parecen obviar es que el servicio debe ser provisto de manera adecuada por el municipio con independencia de lo que piense o haga el sindicato. Y que ese servicio nos es (muy bien) cobrado a cada uno de los ciudadanos, sin que importe nuestra filiación partidaria.
Los problemas que esa institución pública llamada intendencia tenga con el sindicato o con el Papa, son un asunto interno que no debería impactar de ninguna manera en la calidad del servicio que recibe el ciudadano. Esta idea no es de derecha o de izquierda, es solo sentido común que acompaña otra idea: no importa quién gobierne, los impuestos se pagan para que la organización del Estado correspondiente cumpla con su tarea. Limpiar las calles no es de derecha, dejarlas sucias no es de izquierda y viceversa. Tener limpia la ciudad es el mínimo aceptable para cualquier urbe que se precie de serlo y de respetar a sus ciudadanos. No es un gesto ideológico, es hacer el laburo por el cual se paga un montón de dinero en impuestos.
Lo primero que hicieron los socialistas catalanes cuando llegaron al gobierno del Ayuntamiento de Barcelona, allá a comienzos de los 80, fue averiguar cuánta gente trabajaba allí y en qué. Luego, inspeccionaron a quienes aparentaban trabajar, pero en realidad hacían otras cosas en ese horario. Y luego hicieron un sumario administrativo a quienes no trabajaban y los despidieron. Esa no fue una medida “de derecha” ni “de izquierda”. Fue una medida que ejecutó el consistorio socialista por simple sentido común: saber cuántos trabajan, en qué trabajan y si realmente trabajan o no. De lo contrario era simplemente imposible saber hacia dónde debían arrancar en la gestión. Tras tres décadas y unos Juegos Olímpicos, Barcelona enfrenta varios problemas de tipo municipal (la creciente violencia callejera es uno de los más recientes), pero la organización efectiva de la limpieza no es uno de ellos.
En Montevideo, en cambio, aceptamos mansamente que nos digan que la basura desborda los contenedores (y que antes se acumuló por décadas en basurales esquineros) porque las autoridades tienen un conflicto con un sindicato poderoso. Y que si alguien cuestiona la antipatía de muchas de las medidas que toma ese sindicato, es porque le hace el juego a la derecha. Y que si afirma que la responsabilidad final del servicio no es del sindicato sino de la autoridad, es un zurdo que le está lavando las manos a los radicales de Adeom. Pareciera que es imposible pensar el asunto no en términos del clásico Nacional vs. Peñarol (sí, ya he usado el ejemplo antes, pero no es mi culpa que Uruguay sea tan Uruguay la mayor parte del tiempo) sino como una cuestión de calidad de vida ciudadana. Es decir, como una cuestión que nos interpela en tanto ciudadanos y no en tanto (para seguir con los burdos términos de moda) progres o fachos.
Una y otra vez canjeamos la posibilidad de sostener una mirada propia como ciudadanos de este país, por el cheque en blanco que les damos a ineptos a un lado y otro del espectro político. Una y otra vez nos convencen de que el problema de que las calles no estén limpias (y casi cualquier otra cosa) se debe a que existe una batería de ideas de derecha y otra de izquierda que son mutuamente excluyentes. Una y otra vez dejamos en manos de quienes han hecho de la primacía de esos partidos su medio de vida, la aplicación de unos mínimos por debajo de los cuales no tiene sentido hablar siquiera de “servicios públicos”. Como dice la banda Bad Religion en su tema Punk Rock Song: “Las caras siempre distintas, la retórica siempre la misma / Pero lo tragamos todo y vemos que nada cambia / Que nada ha cambiado”.
Disculpas si esta columna suena más bien nihilista, pero me agobia ver que como ciudadanos no somos capaces de movernos del lugar pasivo que nos asignan los partidos y aceptamos, resignados, sus gestos en el vacío destinados a que todo siga igual. Para ellos, un buen negocio (ese bendito statu quo del que todos forman parte), para nosotros, basura en las calles y hacernos cargo de su falta de sentido común. Peor aún, de su falta de sentido de Estado. “Esta es solo una canción punk rock / Escrita para la gente que puede ver que algo anda mal / Como hormigas en una colonia hacemos nuestra parte / Pero hay muchos otros malditos insectos ahí afuera”, remachan en ese mismo tema los Bad Religion. Si esta columna resultara al menos eso, una simple canción de punk rock, ya me daría por satisfecho. No se conforma el que no quiere y yo no quiero.