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    Tabaré-z

    Hace 50 años, Héctor Rodríguez, entonces mi jefe en el diario “Hechos” de Zelmar Michelini, con su incuestionable autoridad lograda con una sólida formación intelectual y ganada con décadas de actividad sindical al frente del Congreso Obrero Textil, me lo advertía: “No digo el mayor enemigo, pero sí el mayor contrapeso para el trabajador en huelga está en su hogar; es el que le plantea su mujer, que es la que tiene que llevar adelante la casa, la que tiene que resolver el tema de la comida para los hijos”.

    Cuando Héctor me decía eso, sentados en un boliche a la vuelta del diario, llevábamos varios días de huelga decretada por los sindicatos de la prensa en protesta por el cierre de un diario y en defensa de la libertad de prensa.

    “Cuando la reivindicación es salarial, económica —enseñaba Héctor—, tenés argumentos cuando tu esposa, que seguramente está haciendo milagros, te cuenta cómo van sus cosas en la casa y te pregunta cómo va la huelga. Tenés algo que darle, por lo menos esperanzas sobre cosas concretas: ‘si ganamos, si conseguimos solo la mitad de lo que pedimos, vamos a poder hacer...’ y ahí ponés en la lista todas esas cosas a las que se aspira y que se necesitan, en el día a día y en la casa de cada uno”.

    “El problema —continuaba— es cuando después de muchos días de huelga, tú le explicás que lo estás haciendo por la libertad de prensa. Te va a preguntar, y no sin razón, ‘¿por la qué?’. Y no es porque la libertad de prensa no sea importante, quizás nada hay tan importante, sino porque, en el día a día y en cada hogar, el pan y la leche son tanto o más importantes”.

    Héctor tenía buena parte de razón. Aunque, en lo que hace a la libertad de prensa y al derecho a la información, esa razón está limitada y es por poco tiempo, por el día a día y para analizar cómo encarar y resolver casos específicos. Él también lo veía así.

    Hay un argumento a favor de la libertad de expresión que es imbatible: los tiranos, los dictadores, los autoritarios son los mayores enemigos de la libertad de expresión, como lo confirma la historia y la actualidad. No hay que ir muy lejos; basta con mirar por los alrededores. Lo primero que hace el dictador es restringir, limitar la libertad de prensa e imponer la censura. Una vez cumplida esa etapa para impedir que los ciudadanos sepan lo que pasa, actúan a sus anchas: roban y matan, reprimen y torturan, mienten y mienten desfachatadamente y hasta pueden quitarles la leche y el pan de cada día si se les antoja. Y sin que nadie lo sepa.

    Sin embargo, mucha gente bien intencionada se adhiere a una cierta tendencia en cuanto a que a veces es preciso limitar la libertad de expresión para salvar o proteger otros valores y otros derechos también muy importantes. No piensan que censurar a los medios de prensa y restringir la información es decididamente violar la libertad de expresión y puede que hasta les parezca que a veces está bien. Ignoran lo que al final siempre pasa: que se pierde la libertad de expresión y, tras ella, se pierden todos esos valores y derechos que se quieren proteger, incluso hasta el pan y la leche.

    Dos noticias de estos días creo que justifican insistir sobre el tema. Una relativa al presidente Tabaré Vázquez y la otra al director técnico de la selección, el Maestro Óscar Tabárez. Nada más ni nada menos.

    Según nos cuenta Martín Aguirre en su columna del diario “El País” (24/7), el Maestro Tabárez está enojado con ese diario y ha comunicado que no hablará más con “El País”.

    No se trata de un hecho inusual, como bien destaca el columnista; cada tanto se conoce la “suspensión” de algunos medios o periodistas por parte de deportistas profesionales.

    ¿Tienen derecho a hacerlo? Y sí. La libertad de expresión implica que cada uno es libre de dar su opinión, exponer sus ideas y juicios, informar e informarse. También es dueño de callarse cuando quiera y de no informarse de nada de lo que pasa por el mundo y por su comarca. Es libre de hacerlo. Es su derecho.

    No es lo mismo, por supuesto, para con las personas públicas que gobiernan mandatadas y en representación de los ciudadanos y que manejan los dineros del Estado que aportan los contribuyentes. Estas tienen que dar cuenta de sus actos y están sometidas al escrutinio público.

    El jugador de fútbol profesional, por ejemplo, no está sometido ni obligado a eso. El sueldo no se lo paga el Estado, sino que se lo paga su club o una institución, empresa, o contratista privado. El deportista, como cualquier ciudadano común, tiene derecho a hablar si quiere y con quien quiera, y a no hacerlo también. Tiene derecho a cuidar su imagen, a defenderse. También asume riesgos, como el de generar una discusión pública (son personas pública y notoriamente conocidas). La gente puede pensar, incluso, que solo les gusta que la prensa hable bien de ellos y no los critique. Es probable, asimismo, que muchos perciban que, en ciertos casos, ese derecho lo ejercen con algunos medios y periodistas mientras con otros no, y preguntarse por qué sucede así. Sus “hinchas”, además, pueden sentirse desairados porque “suspendió” al diario o al periodista que ellos siguen.

    Con el técnico de la selección puede pasar algo parecido en muchos aspectos, pero no es totalmente igual. Se trata de la selección. Del cuadro que representa a toda la nación y en función del cual muchas veces desde los gobiernos se toman variadas medidas en su apoyo, en uso del poder que les confieren los ciudadanos y atendiendo, sin duda, a los requerimientos y deseos de la mayoría de ellos.

    ¿Puede el director técnico de una selección vetar el ingreso de un medio o un periodista a una conferencia de prensa en la que va a hablar de la selección? Y, cualquiera sean las circunstancias, ¿puede discriminar a medios de información y a periodistas? Pienso que no y más si lo hace porque lo critican en cómo hace su trabajo. Incluso si lo injurian, calumnian o difaman y se niegan a corregirlo, puede recurrir a la Justicia, y mejor aún, al resto de los medios. Si tiene razón, dejará al desnudo a los mentirosos frente al mayor de los tribunales, que es el de la gente, que se da cuenta y se encarga de castigar a quien lo merece. Para empezar, dejando de creerles.

    Como todos, soy hincha de la celeste y creo que con el Maestro Tabárez al frente nos ha dado muchas alegrías, más de las que creíamos y de las que nos habíamos despedido allá por 1954. Pero decididamente no estoy de acuerdo con que el Maestro me diga qué diario sí y cuál no debo leer para informarme de nuestra selección.

    En cuanto al presidente Tabaré Vázquez, preocupa su insistencia en calificar de “opositora” a la prensa que informa cosas que no le gustan. Los acusa de una especie de partidarización o politización, restándoles autoridad e independencia como medios informativos y reduciéndolos a meros voceros de la oposición política. Los presidentes tienen facultades que no tiene cualquier ciudadano, en función del poder que estos mismos les han delegado, pero también tienen obligaciones inherentes a ese cargo. Es como pasa con los militares, a los que el pueblo confía las armas, pero les restringe la posibilidad de meterse y hablar de política. O con los jueces que deben ser muy medidos en sus declaraciones, ante el riesgo de prejuzgar y así autolimitarse en el ejercicio de la función específica que se les ha confiado.

    La libertad de expresión no es plena para militares y jueces, ni tampoco lo es para los presidentes, por igual o con más razón. Aunque digan cosas ciertas o que a muchos les parezca que lo son: “los argentinos son una manga de ladrones del primero al último” o “esta vieja es más terca que el tuerto”. Quizás sean más las coincidencias que los desacuerdos con esos juicios, pero de todas formas hubo que pedir excusas y dar explicaciones. No fue cualquiera que los dijo. Si lo hubiera dicho un ciudadano común e incluso un medio de prensa, no pasa nada, están en su derecho y en uso de su libertad de expresión. Pero si se trata de un presidente no es lo mismo. Y no es diferente ni menos grave; quizá es mucho más grave cuando un presidente ataca y descalifica a la prensa o a cierta prensa: la que no le gusta lo que dice o la que no es oficialista. Cuando lo hace, está afectando la libertad de expresión. Aunque lo haga sin esa intención, plantea un riesgo y es muy probable que, por tratarse de quien lo dice, genere reacciones en cadena que se traduzcan en abusos concretos y mayores (discriminar tanto al brindar información como en la asignación de la publicidad oficial).

    En la Venezuela chavista, en el Ecuador de Correa y en la Argentina de los Kirchner, los presidentes desde la tribuna o por cadenas de radio y televisión señalaban con el dedo y con nombre y apellido a periodistas, medios, activistas sociales y opositores, a los que luego la turba (incluida la prensa oficialista y periodistas adictos y al servicio) hostigaba y escrachaba, a los que se “ninguneaba” en todos los planos en las oficinas estatales, a los que los inspectores fiscales elegían como presas de caza y, peor aún, a los que los jueces comenzaban a investigar o ya directamente procesaban el día siguiente.

    Eso no pasa en Uruguay, felizmente, pero son ejemplos a tener en cuenta para no transitar por caminos que pueden llevar a destinos indeseables.