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Cuando estoy por partir de mi pueblito en Rocha, los almaceneros conversan conmigo largamente. Sus comercios están casi vacíos, las cajeras esperan clientes con gran abatimiento. Los dueños se paran en la puerta para ver quién puede llegar a entrar.
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Y como me gusta escucharlos, les pregunto qué tal va la temporada. Me dicen, sistemáticamente, que la temporada ya se acabó. Que duró cinco días. (Imagino cuáles, aquellos que rodeaban el viernes de Reyes, donde auténticas hordas se cernían en los espacios públicos y penetraban caóticamente en los comercios).
No quiero hacer de abogado del Diablo, no quiero decirles que cada vez hay más casas en la zona, y que las casas tienen siempre gente. No quiero reproducir el despectivo discurso oficialista donde se da a entender que los trabajadores del turismo siempre “lloran”.
Escucho: los profesores aprendemos a escuchar a personas disímiles. Y la voz de los almaceneros no tarda en salir, es una voz queda, acompañada por una mirada sombreada por un entrecejo fruncido, quizás con lágrimas contenidas.
El propietario de un supermercadito que está abierto todo el año, y que en temporada contrata seis empleados me dice que sí, que cada vez viene más gente, pero que eso no significa que el trabajo y la inversión se recuperen.
Al contrario. Me pone un ejemplo: “Imagina este local lleno, tanto que tenemos que cerrar las puertas porque no entra más gente. Ponle que hay 200 personas, 10 compran, 20 roban, y el resto mira. Y solo se termina vendiendo atún, pan y fiambre. La gente con auto se trae todo del Chuy”.
Enmudezco, sé que se roba sistemáticamente en los almacenes sin sistemas de seguridad como los que ostentan los grandes supermercados de Montevideo. He visto cómo actúan, en grupo. Pero el hombre continúa: para él el gran ladrón es el Estado.
Me enumera la retahíla de costos que tiene que mantener un comercio así, ¡todo el año, además!, para que los habitantes del pueblo por lo menos tengan pan y papel higiénico. Me habla de impuestos con una gran cantidad de siglas, en primer término BPS. También aparece la palabra Bromatología, que según me explica es implacable en Rocha pero no en Maldonado.
Y llega a un punto trágico para toda esta gente: el uso extendido de tarjetas. La Ley de Inclusión Financiera se me convierte en sus palabras temblorosas en la ley de exclusión financiera. Me habla de que en cada compra con débito el 4% vuela a los bancos, no queda para ellos. Por lo menos el República acredita enseguida. Las otras tarjetas, las poderosas, cobran un 8% y tardan meses en pagar.
Yo pienso para mí que eso es una depredación. Este hombre es un trabajador desde el alba a la medianoche. Despojado. No puede subir los precios porque entonces nadie le entraría y así está preso en un círculo vicioso del cual solo se sale fundiéndose.
Recuerdo a otra almacenera de mi barrio, de Ciudad Vieja: “Nunca en mi vida he visto un gobierno más voraz que este. Es increíble: yo misma los voté”.