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    Tradición musical enhiesta

    Desde Viena

    Estar en Viena después de varios días en Berlín es como tomarse un sedante suave. El idioma es el mismo, la ciudad es limpia y ordenada, el transporte público funciona a la perfección, la gente de ambas ciudades es físicamente parecida. Pero las diferencias asoman claramente: en Viena circulan menos jóvenes, y el austríaco parece más serio y compuesto que el alemán. Es raro escuchar una carcajada en un restaurante o en un café vienés, mientras que en las cervecerías y los restaurantes alemanes el ambiente lúdico está siempre presente. No podemos afirmar que ese temperamento más apocado venga de residuos genéticos imperiales, pero algo ha de tener que ver con el carácter de la gente esa proliferación empalagosa de palacios y palacetes que rodean la ciudad y que hacen a su historia. Los mismos que los turistas se atosigan por conocer recorriendo distancias torturantes en interiores y exteriores. Quizás alguien invente en un futuro un medio de transporte que no polucione ni insulte la dignidad imperial, y permita hacer esos recorridos de una manera más humana.

    Si la comparación anterior puede resultar antojadiza o generalizadora en exceso, es interesante ver cómo de alguna manera la misma se refuerza cotejando el comportamiento del público melómano en los conciertos. En el Konzerthaus de Viena, sir Andras Schiff ofreció un magnífico recital en un piano Bechstein: una sonata de Haydn, la opus 109 de Beethoven, la K. 545 de Mozart conocida como Sonata fácil y la D. 958 de Schubert. Si tenemos en cuenta que la obra compuesta en primer lugar fue la de Mozart en 1788 y última la de Schubert en 1828, el recital de Schiff puso la lupa en un período breve de 40 años que abarca el clasicismo y el comienzo del romanticismo. Volviendo al carácter de la gente, si en la Filarmónica de Berlín ya de entrada la audiencia fue extrovertida y en el final fue una fiesta, en cambio el público del Konzerthaus aplaudió con corrección lo que fue un despliegue pianístico y musical de primer orden de principio a fin. Recién con Mozart el aplausómetro subió un poco y con Schubert se afianzó el entusiasmo. Era la última obra del programa y pianistas de esta jerarquía no suelen ser generosos con los bises, pero Schiff, que mantuvo un altísimo nivel en todo aunque se le notó mas cómodo en Schubert, sorprendió con tres fuera de programa entre los que brilló el Impromptu Nº 2 del opus 90. En suma, media hora más de piano celestial fuera de libreto que, ahora sí, la gente premió con un griterío entusiasta.

    Asistir a una representación en la Ópera del Estado de Viena es meterse por unas horas en la Viena imperial. Subir las imponentes escaleras entre paredes y columnas marmoladas, faroles y arañas de elegancia intimidatoria, entre mujeres enjoyadas y lujosamente vestidas y hombres de traje oscuro y algunos de smoking negro o blanco, no es algo que se vea todos los días.

    Más memorable aún si lo que pudimos ver fue esa obra maestra mozartiana que es Don Giovanni. Una puesta notable donde lo que predomina es la media luz o directamente la semioscuridad, detalle al que otros directores de escena no atienden y que es relevante si se tiene en cuenta que varias escenas transcurren en callejones de la Venecia nocturna o en interiores de palacio alumbrados a vela. Esa penumbra se logra con una luz azulada sobre los telones de la escenografía, que a su vez muestran una amplia gama de azules y grises, todo lo cual ambienta la tragedia que caerá sobre el protagonista. En los momentos festivos como el casamiento de Zerlina y Masetto o la cena final en lo de Don Giovanni, un telón negro invade el escenario, luego se abre en el medio un triángulo donde aparece el contraste con la luz brillante y el vestuario colorido, y el triángulo enseguida se agranda hasta invadir todo el escenario, suplantando al telón negro por completo. El vestuario es por momentos híbrido y atemporal: en Giovanni conviven al comienzo una musculosa y una capa y en Leporello un pantalón ceñido y tiradores. Con el transcurso de la obra el vestuario de época irá imponiéndose con solitarias excepciones como la de Zerlina y Masetto.

    Un verdadero deleite la orquesta bajo la batuta del joven alemán Cornelius Meister, un joven de 35 años que hizo un Mozart ágil, aireado y vital. Qué placer el balance perfecto en todo momento de la orquesta con las voces. Qué distendido para el escucha uruguayo saber que ese balance no sufrirá contratiempo alguno en toda la obra porque están dados todos los factores acústicos y artísticos para que así sea.

    El barítono checo Adam Plachetka hace un Don Giovanni correctísimo en lo vocal y en lo escénico. El bajo barítono italiano Paolo Bordogna, debutante en esta prestigiosa sala, construye un Leporello al comienzo algo vacilante, que va agrandándose y termina redondeándolo con un dominio total de escenas y contraesce­nas. Muy correctos la Elvira de la soprano ucraniana Olga Bezsmertna y el Comendador del bajo norteamericano Ryan Speedo Green. Poco convincente el Masetto del tenor surcoreano Tae-Joong Yang. Estupenda en voz y actuación la soprano rusa Aida Garifullina, de tan solo 27 años, en el rol de Zerlina y las palmas de la noche para la soprano moscovita Hibla Gerzmava (Ana) y el tenor alemán Benjamín Bruns (Ottavio). Este último fue para mí el gran descubrimiento de la noche. Pocas veces he visto alcanzar tanta expresividad y dulzura en las arias Dalla sua pace e Il mío tesoro.

    Dentro de su general compostura, el público vienés maneja de forma implacable su aplausómetro. Y cuando los cantantes salen a saludar de a uno, se hacen ostensibles las diferentes intensidades de entusiasmo, según el destaque del solista. Podrá resultar poco amable pero así debe ser.