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    Turismo aventura

    T2: Trainspotting, de Danny Boyle

    Aquel comienzo brillante, con Renton (Ewan McGregor) y Spud (Ewen Bremner) escapando de los guardias de seguridad por las calles de Edimburgo, con Lust for life a tope, presagiaba algo distinto a lo que se veía por entonces en el cine. Lo fue. Lo sigue siendo. Trainspotting (1996), basada —con ciertas libertades— en la novela homónima de Irvine Welsh, es atrevida y original, dolorosa y divertida; una película de grandiosa potencia visual y con una exquisita e indestructible banda sonora. La historia de Renton y sus amigos entrando y saliendo de las adicciones, la estructura del relato, su energía, su velocidad, sus cambios de ritmo, la combinación de lo siniestro y lo cómico, de la suciedad y la violencia, de realismo y surrealismo —y la música, esa música, metida en la carne de la película— la volvieron de culto. Trainspotting también recibió absurdas y rancias acusaciones de ser una especie de celebración, entre pornográfica y ondera, de las drogas. Aunque, si algo celebra la película del británico Danny Boyle, que posteriormente ganaría el Oscar por ¿Quién quiere ser millonario?, es el valor del arte cinematográfico —y, sí, también del lugar de la música en la vida de las personas. Trainspotting tiene líneas notables (“Elige la vida…”, ya saben), para enmarcar, escenas sublimes y terribles (la inmersión en el inodoro del baño más sucio de Escocia, la bebé caminando por el techo), y sobre todo: tiene personajes. Y esos personajes tienen vida.

    Y esa es una de las buenas razones por las que T2: Trainspotting merece verse. Quienes vayan en busca de un dispositivo cool —uno de los efectos colaterales del éxito de Trainspotting fue su coronación como película cool—  posiblemente acaben expulsados por la fuerza negra de una película bastante triste. T2 conserva parte de la exuberante energía de su predecesora, están los truquitos y los fuegos de artificio que el realizador domina tan bien y que tantas veces otros directores han intentado emular (la imagen congelada, los audaces movimientos de cámara, los sobreimpresos, y está la música, esa música), pero tiene una mezcla de negrura y melancolía que llega a ser desoladora.  

    Los tiempos cambian. Trainspotting comienza con Renton corriendo en la calle. T2 comienza con Renton corriendo en un gimnasio. En ambos casos, está escapando. Ahora vive en Holanda, sus venas son 20 años más viejas y casi no quedan rastros del joven pálido, consumido y ojeroso, aunque no ha perdido ese carisma salvaje. Parece una versión mejorada de sí mismo. Pero recibe una señal que reafirma que no se está volviendo más joven. Un fuerte sentimiento de culpa lo lleva de nuevo a Escocia, a saldar las deudas con los amigos que traicionó. Parte de lo que sigue se basa en Porno, novela en la que ­Welsh retoma los personajes diez años después. Renton se reencuentra con Sick Boy (Jonny Lee Miller), que regentea un pub de mala muerte y realiza extorsiones con la ayuda de Veronika (Anjela Nedyalkova), inmigrante ucraniana. Y luego intentará zafar de Begbie (Robert Carlyle), que se escapa de la cárcel tras dos décadas de encierro; no puede decirse que el tiempo entre rejas le haya hecho bien al irascible y resentido Begbie, convertido en el villano de la película (por momentos T2 se vuelve una de horror y Begbie es el monstruo).

    Los veinteañeros drogadictos que robaban lo que fuera para financiar su adicción son ahora cuarentones que no han logrado hacerse cargo de las consecuencias de sus acciones (siempre hay alguien o algo a quien echarle la culpa). Pero siguen siendo adictos: Spud a la heroína, Sick Boy a la cocaína, Renton a la actividad física, Begbie a la violencia. Boyle concibe imágenes que evocan la primera parte y que a su vez crean nuevas imágenes de aquel pasado. Trainspotting es un espejo de su tiempo, y T2 también funciona como espejo, incluso de su predecesora. Como en la primera, en los créditos de apertura aparece el mismo grupo de amigos jugando al fútbol, solo que aquí se los ve de niños, en filmaciones caseras (y por ahí anda Tommy, a uno se le parte el alma), que aportan información extra y dan una idea de cómo será el tono de lo que viene. Hay una escena clave. Spud ve cómo un chico corre por la calle, seguido por un guardia. La acción remite a aquel escape con Renton. La historia se repite. Con una diferencia: ahora Spud observa. Y para quienes corren, Spud es un elemento del paisaje, un obstáculo a esquivar. Y precisamente Spud, que no parece ser una persona de gran potencia neuronal, revela talentos ocultos, y comienza a escribir sobre sus amigos. “Sick Boy sudaba a chorros”, anota en un papel, y así es como se inicia precisamente la primera novela de Welsh. Spud escribe y describe momentos que se ya se vieron en la anterior película y otros que no, reproduciendo textualmente líneas de la obra.

    En T2, la nostalgia es a lo que se aferran los que destrozaron las oportunidades y lo echaron todo a perder.  Ser turistas de su propia juventud, dice Sick Boy, a quien le gusta hablar como si la tuviera clarísima. Sick Boy —nombre real: Simon—, no escogió una carrera ni un trabajo, pero sí tiene un televisor enorme en su casa, donde también hay un futbolito, donde puede hacer turismo aventura en sí mismo. Mientras que en Trainspotting, Renton y el resto vivían sin futuro, en T2 se ven obligados a aceptar que el pasado ya no existe. Solo queda el presente. Y hay una escena melancólica y a la vez luminosa que lo sintetiza perfectamente: Renton, en su cuarto, pone música, esa música.

     T2: Trainspotting (Gran Bretaña, 2017). Director: Danny Boyle. Duración: 117 minutos.