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    Un proyecto polémico

    Sr. Director:

    Días atrás este medio tuvo la amabilidad de publicar nuestra opinión (o más bien advertencia) sobre el proyecto de ley conocido como “Excesiva onerosidad superviniente” o “Teoría de la Imprevisión”.

    Ese mismo día asistíamos más tarde a una presentación en los medios por parte de su promotor, el diputado Sr. Pedro Jisdonian, quien insistiendo en las bondades de su proyecto argumentaba que se trata de una protección a quien habiéndose comprometido por un contrato a cumplir determinada obligación, esta se haya visto afectada al grado de imposibilidad de su cumplimiento, por un evento posterior, extraordinario e imprevisto, que justificaba la intervención de un juez para rescindir por ese motivo el contrato celebrado. Como ejemplos mencionaba guerras, terremotos, inundaciones o pandemias.

    Una vez más debemos contestar sus dichos, por cuanto no es cierta tal afirmación.

    Si la situación prevista en el proyecto fuera en realidad la que él alega, este sería totalmente innecesario, pues ella ya se encuentra claramente legislada en nuestro actual Código Civil.

    Como dispone el vigente artículo 1.549 (en materia de “Imposibilidad del Pago”): “La obligación, sea de dar o de hacer o de no hacer, se extingue sin responsabilidad de daños y perjuicios, cuando la prestación que forma la materia de ella viene a ser física o legalmente imposible”.

    Si ello no fuera suficiente, además, nuestra ley vigente agrega en su art. 1.343 (en materia de responsabilidad por incumplimiento de contratos), que “No se deben daños y perjuicios, cuando el deudor no ha podido dar o hacer la cosa a que estaba obligado o ha hecho lo que le estaba prohibido, cediendo a fuerza mayor o por caso fortuito (art. 1549)”.

    De esta forma, cuando el obligado por un contrato no puede cumplir con su obligación por haber ocurrido un evento posterior extraordinario, irresistible e imprevisible para las partes a la hora en que celebraron el contrato, nuestra ley vigente ya prevé claramente que este no se deba cumplir (pues devino imposible) y que el deudor no será responsabilizado por dicho incumplimiento (el cual no le es imputable).

    ¿Cuál sería entonces la necesidad de legislar autorizando a los jueces a resolver algo que la ley actual ya dispone?

    El tema está siendo mal planteado por su promotor —tal vez mal informado de lo que acabamos de exponer—, pero con su aparente invocación de “justicia” lamentablemente está ganando adhesiones que no se justifican.

    La verdad es que el proyecto no se ocupa (pues ya lo hace la legislación vigente) de situaciones en que un evento extraordinario y no previsto haga imposible el cumplimiento de un contrato, sino de cuando este suceso lo hace apenas más oneroso o más difícil de cumplir, siendo igualmente aún posible dicho cumplimiento.

    Se trata, vale decir, de cuando el cumplimiento resulta “más oneroso” en términos relativos para alguna de las partes, aunque cumplible al fin.

    Pero como decíamos en nuestra nota anterior, las partes ya cuentan actualmente con un mecanismo legal para hacer las previsiones que crean necesarias, mediante todo tipo de cláusulas por las que se aseguren el mantenimiento del valor de sus respectivos compromisos contraídos (Ley 14.500). Por ejemplo, pueden fijar el valor de su prestación en moneda extranjera, en UR, en barriles de petróleo o sacos de arroz o cualquiera otro que crean razonable, así como acordar cláusulas “gatillo” en previsión de que cualquiera de estos valores pueda dispararse por encima de determinados índices y establecer libremente las consecuencias que ello tendrá sobre lo contratado.

    Si las partes no lo hicieran —pudiendo legítimamente hacerlo—, puede deberse ya bien a la negligencia o desinterés (que la ley —ni mucho menos los jueces— no debería compensar) o por una desigual relación de poder por la que alguna de ellas no esté en situación de hacer valer a la otra sus condiciones a la hora de contratar (libre consentimiento).

    Pero ello ya no es materia de “imprevisión” ni de “onerosidad superviniente” sino del equilibrio y paridad entre las partes a la hora de contratar, independientemente a la aparición de posteriores eventos extraordinarios. De esta materia se ocupa, como puede, nuestra legislación de Defensa del Consumidor.

    En todo caso, el proyecto no trata de la imposibilidad de cumplimiento de contratos (ya regulada por la ley actual) sino de poner a consideración de una autoridad, ajena a las partes, que decida si estos son justos o injustos al momento en que estas deben cumplirlo, apreciación totalmente relativa y subjetiva.

    Lo que en definitiva hace la ley propuesta, es precisamente habilitar a los jueces la competencia para decidir lo que a dichos magistrados les parezca justo o injusto, por encima de la libre voluntad de las partes al contratar.

    En todo caso no es cierto que se pretenda regular, como mal se informa al público, la aparición de eventos extraordinarios e imprevisibles que impidan o hagan imposible el cumplimiento de lo pactado o de las responsabilidades por no haber podido cumplir en tales casos con lo convenido, lo que sería innecesario por cuanto de ello ya se ocupa expresamente nuestra legislación actual a través de los institutos de “caso fortuito” y “fuerza mayor” supervinientes, por los cuales el cumplimiento no es exigible y ni siquiera puede reclamarse la reparación de cualquier daño que pueda resultar de la falta de este.

    El riesgo de la potencial y personalísima disparidad de criterios a que ello puede conducir es evidente. Derrumba cualquier certeza en las transacciones y expropia a los contratos privados de su naturaleza más elemental, cual es el de ser el mecanismo útil para la previsión de riesgos por las partes que lo celebran y que por él se comprometen, y el derecho legal a hacer que estos se cumplan tal como se acordaron, a salvo de que cualquier Magistrado o autoridad las pueda “interpretar” y rehacerlas discrecionalmente de forma ajena a lo pactado libremente por ellas.

    Las cosas claras y que no se venda un gato a quien piensa que compra una liebre.

    Fernando Arbiza