Un pueblo que se hizo mentiras al solitario

Un pueblo que se hizo mentiras al solitario

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2099 - 26 de Noviembre al 2 de Diciembre de 2020

Mientras todo era incógnita y desde Europa nos llegaban imágenes de profesionales de la salud que lloraban porque los pacientes se morían ante la ausencia de camas de CTI, en tanto el miedo de que algo así nos ocurriera e ignorábamos qué tan grave era y a quiénes más atacaba el coronavirus, casi todos nos comportamos como ciudadanos modelo. Al influjo de los elogios que el gobierno lanzó en sus conferencias de prensa, la actitud del pueblo uruguayo daba la vuelta al mundo en informaciones que nos mostraban muy lejos del infierno que se vivía incluso en naciones desarrolladas.

Pero bastó que el tiempo pasara y con él supiésemos algunas cosas de la pandemia para que las conductas ya no fueran las del comienzo.

Aburrimiento de una cuarentena que no tuvo ni de cerca la severidad de otras naciones, Argentina sin ir más lejos; la evidencia de que los contagios y los muertos no eran tantos; que los más afectados eran los más viejos y enfermos y no los más sanos y los niños; eso y algún que otro elemento vinculado al virus para que desde el seno del mismo pueblo que había sido erigido en la principal causa del escaso impacto del coronavirus surgieran comportamientos que en algunos casos rayan con lo ilegal. Fiestas clandestinas; jóvenes de las clases acomodadas y presuntamente más instruidos en bacanales de alcohol y bardo; ramblas llenas de gente a los abrazos; reuniones familiares multitudinarias; incluso bares que desembozadamente funcionaban sin la distancia requerida entre sus mesas. Y todos sin barbijo ni distancia ni medidas de prevención.

El pueblo consciente y educado mutó en una legión de irresponsables e ignorantes que esperan por vacunas cuya efectividad ronda entre el 70% y el 90% cuando dos personas enfrentadas que usan barbijo tienen un riesgo inferior al 6% de contagio. La vacuna está ya en nuestras manos y cuesta muy barata, lo que un tapabocas, pero esperamos por la solución cómoda, fácil, ajena.

Ahora, ¿es para sorprenderse? ¿Realmente cambiamos nuestra actitud? ¿O no resulta evidente que de solidarios tenemos muy poco? En definitiva, formamos parte de un planeta y una sociedad que tiene recursos para alimentar seis veces a la población mundial, pero más de 1.000 millones de humanos pasan hambre.

Y aquí, en casa, ¿podemos ignorar que esos segmentos de la sociedad que viven al margen y donde con el paso de las décadas han creado engendros sociales que meten miedo se crearon en buena medida por la ignorancia con que los tratamos? Llegaron un día del interior y los desplazamos a los márgenes de la ciudad. Políticos, investigadores, vecinos vieron año tras año cómo el hijo del hijo y el nieto del hijo se quedaban allí, perdían la cultura del trabajo, caían en garras de la delincuencia y se fueron haciendo cada vez más resentidos, porque todos los veíamos, o los mirábamos sin verlos. No actuamos ni por responsabilidad, ni por interés ni por solidaridad.

Aquí la solidaridad se grita a los cuatro vientos cuando alguna campaña permite mostrarnos por TV haciendo beneficencia. La insolidaridad se paga.

Con la pandemia, las ollas populares, que al comienzo surgieron como hongos tras la tormenta para paliar los efectos económicos que trajo consigo el Covid, empezaron a quedarse sin insumos, salieron de las primeras planas y hace tiempo que llegan noticias de varios comedores que ya llevan días en que tienen que ingeniárselas para darle algo a los nenes porque ya no tienen más leche en polvo.

¿Qué otra razón hay más que la incapacidad y la falta de solidaridad para que en Uruguay un niño se quede sin un vaso de leche?

Parece que ya no queda nada de aquella preocupación de principios de año por los más débiles, como tampoco queda nada de aquellos días de temor, con la familia sentada frente al televisor para ver qué nos anunciaba el gobierno.

Cuando estábamos bien, o quizás por eso, estábamos todos poniendo el tema en lugares destacados. Ahora que las cosas empiezan a estar mal, se baten récords de enfermos y el dato aparece en un comunicado que a veces abre el noticiero y a veces no, y que en cualquier caso pasamos por encima como si fuera el resultado de nuestro equipo el fin de semana.

Por más alaraca que se haya hecho con una presunta responsabilidad colectiva, por más autoelogios y envidiosas miradas ajenas, la realidad es implacable y porfiada: nunca fuimos distintos a lo que de verdad somos. Más bien que siempre fuimos iguales a nosotros mismos.