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    Una dama distraída

    Columnista de Búsqueda

    N° 1932 - 24 al 30 de Agosto de 2017

    , regenerado3

    Los intelectuales pensando la política no es igual a los intelectuales ejerciéndola. El mejor ejemplo es el de la pareja Sartre-De Beauvoir, dos figuras indiscutiblemente atractivas para la literatura y en parte para la filosofía. Creo que La náusea y A puertas cerradas son piezas originales, vigorosas; opino que también lo es ese insuperable trabajo sobre Flaubert con el que cuesta bastante coincidir, pero al que no puede dejar de reconocérsele pertinencia crítica, audacia al tratar las cuestiones de estilo como ligadas a ciertas incidencias personales y conocimiento profundo de la función última de la literatura. Con su ocasional pareja personal y permanente pareja de aventuras intelectuales ocurre exactamente lo mismo; las Memorias de una joven formal, La mujer rota, Todos los hombres son mortales, Los mandarines, El segundo sexo, son libros con los que por momentos se controvierte, pero que nunca cesan de atrapar por sus precisas observaciones, por el giro inteligente de sus modos de interpretar gestos o juzgar intenciones personales o culturales.

    Esos dos lúcidos escritores, sin embargo, fueron los más torpes y perversos intelectuales metidos al ejercicio de la política. Acabo de leer el muy interesante estudio, casi un panegírico pero igualmente serio, de Danièle Sallenave Simone de Beauvoir, contra todo y contra todos (Galaxia Gutenberg, Océano), que trata de ubicarnos en ese ademán harto socorrido y por fortuna convenientemente desmonetizado, llamado el compromiso del escritor. Para la autora, Simone de Beauvoir fue una suerte de Juana de Arco que debió enfrentarse a los terribles muros de la intolerancia, del egoísmo, del miedo y de la generalizada indiferencia. Se entiende la inocentada: ella piensa en la mujer que escribió las páginas más impecables y vigorosas sobre la condición de la mujer en una época en la que faltaban ideas sobre el tema y también interés resuelto en tratarlo; y Simone de Beauvoir tuvo lucidez, tuvo coraje y en muchos puntos propuso invencibles argumentos sobre el tema.

    El problema viene cuando minimiza, disimula, consiente, perdona y hasta encomia —todo en el mismo registro— la tenebrosa inclinación de la escritora por los peores momentos de los regímenes totalitarios comunistas. No se comprende cómo Sallenave no se da cuenta de la diferencia que existe entre defender la dignidad y derechos de la mujer y defender al mismo tiempo los crímenes, las torturas, los encarcelamientos arbitrarios, la intolerancia, la obsesiva torpeza funcional, el espionaje a la población civil, el burocratismo asesino y los discursos propagandísticos de los gobiernos de Stalin, de Mao-Tse Tung, de Fidel Castro. A Simone de Beauvoir y a su consorte de equívocos no les faltó ninguna abyección a la que prestarle su efusiva adhesión y su prestigio: apoyó a Stalin en la época de las grandes purgas y luego en los mismos años en los que su gobierno ejecutaba a escritores e intelectuales por razones puramente ideológicas; apoyó a Mao-Tse Tung en el Gran Salto Adelante, aquella horrible experiencia de laboratorio distributivo que se llevó la vida de 45 millones de personas en cuatro años y luego con la Revolución Cultural, que costó otro tanto de mártires y barrió con los tesoros culturales de la antigua China; apoyó a Fidel Castro en los gloriosos tiempos de los fusilamientos diarios, cuando el paredón y los pelotones celebraban la consolidación de su sistema destinado a terminar con toda disidencia y diferencia en el seno de la sociedad cubana. La fascinación que tuvo por los dictadores comunistas en sus noches más oscuras no conoce parangón en la historia de la cultura moderna; no hay otro par de intelectuales como el tándem Sartre-De Beauvoir, tan entusiasta para con la violencia extrema aplicada como forma de domesticación social, de control político, de avasallamiento. Es un caso único por la precisión clínica de esas abominables untuosidades: en los tres casos que acompañaron a las aventuras comunistas, eligieron los momentos de mayor violencia y dolor, no cuando los regímenes se acomodan a un statu quo represivo y vegetan, sino que ellos acompañaron en las fases de alta tensión, de crispado furor, de odio galopante.

    Nada de esto le quita méritos, repito, a muchos de sus libros; ni le resta un ápice de interés al estudio de Sallanave. En un mundo imperfecto, una buena escritora que ha sido muy cínica y en cierto modo vil, y una biógrafa empeñosa, ordenada e ingenua, no deslucen demasiado.