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    Una mesa

    Columnista de Búsqueda

    N° 1911 - 23 al 29 de Marzo de 2017

    La curiosidad y la suerte quisieron que Goethe se encontrara en 1817 con unos bocetos del Cenacolo, de Leonardo Da Vinci. Unas décadas antes, cuando viajó a Italia, se desvió hacia Milán —ciudad que no le gustó, que le pareció vacua, marmórea, ampulosa— para visitar el refectorio de la Santa Maria delle Grazie, el convento domínico donde se atesoraba el célebre fresco. Lo que entonces vio allí fue la pálida evocación de lo que había pintado Leonardo, una obra injuriada por manos viles e inexpertas que en su afán de querer salvarla terminaron por añadir más deterioro a la célebre escena en la que Jesús denuncia enigmáticamente la traición y sella el legado de su pan como continuidad y testimonio de la salvación.

    A partir no de su experiencia casi fallida de 1770 y sí de un libro de bocetos encargado para reproducir fielmente el Cenacolo en un mosaico de la baja Sajonia, Goethe compone unos comentarios sobre la obra (Goethe, La última Cena de Leonardo, editorial Casimiro, distribuye Gussi) que constituyen, no se dude de esto, una apertura a su comprensión y también a su debido goce. Le ahorro al lector —porque quizá las conozca y si no las conoce, poco importa a los efectos de este comentario— las palabras acerca de las peripecias del lugar donde fue pintada; el efecto del humo nauseoso de aquellos pucheros ardientes sobre los antiguos y sagrados colores, el abandono generalizado del lugar, el uso imperdonable y prepotente del refectorio como establo donde dormirían caballos y bueyes, la liberación de Napoleón, que tuvo la decencia de por lo menos tapiar el lugar; los criminales intentos de mejorar la pintura a cargo de inescrupulosos que la retocaron con acuarelas innobles, que la rasparon hasta prácticamente borrarla, que la reconstruyeron como si fuera una ilustración de folletín. Nada de esta tragedia, que a Goethe le conmueve, me interesa tanto como sus apreciaciones acerca del proyecto creativo de Leonardo.

    El autor propone a nuestra imaginación tres aspectos tomados de la cotidianeidad; su premisa es que Leonardo trabajó desde la inmediatez de su vida doméstica, sin forzar nada en favor del carácter simbólico, sino sumando detalles naturales de cercanía. Dice del olvidado refectorio: “A lo largo del estrecho corredor, en el fondo de la sala, se encontraba la mesa del prior, y a uno y otro lado las mesas de los monjes, todas sobrealzadas por una grada. Y cuando aquel que entraba se volvía sobre el cuarto muro, sobre unas puertas poco elevadas, la cuarta mesa, la de Cristo y sus discípulos que parecían formar parte de la comunidad. Notable conjunto debían ofrecer a la hora de las comidas esas dos mesas, del prior y la de Cristo, una frente a otra. (…) El mantel de arrugados pliegues con rayas y flecos provenía de la ropería del convento, en tanto que las fuentes, los platos, los vasos y el resto de la vajilla eran copia de aquellos de los cuales los monjes se servían. Leonardo no se propuso reproducir un ropaje antiguo y genérico. Instalar sobre almohadones aquella santa asamblea, también habría sido una gran torpeza en aquel lugar. No, esta debía acercarse al presente: Cristo debía celebrar la cena en el convento de los domínicos de Milán”.

    Otro punto señalado por Goethe es el tratamiento de los cuerpos. Observa que solamente hay dos figuras de pie en la escena, y le encuentra una explicación en todo punto admirable: “la expresión de sentimientos morales pertenece exclusivamente a la parte superior del cuerpo y los pies constituyen un obstáculo a tal fin. Así, el artista ha creado once medias figuras, cuya parte inferior queda oculta por la mesa y el mantel, y cuyos pies apenas se distinguen en medio de una luz tenue”. En el mismo plano quiero ubicar el tercer aspecto que me impresionó de la mirada del escritor, cual es su conocimiento directo de la idiosincrasia de las gentes de Italia: “el gran recurso mediante el que Leonardo animó el cuadro es el movimiento de la manos. Esto tan solo un italiano podía hallarlo. Entre sus compatriotas, todo el cuerpo es inteligente, todos los miembros participan en la expresión de los sentimientos. (…) Leonardo, que observaba con la mayor atención todo lo que era característico debió advertir especialmente estas costumbres nacionales”.

    Recomiendo la lectura de este opúsculo. Es toda una lección acerca de la inocencia y claridad con la que debemos acercarnos a una obra de arte; que cuando sincera siempre es algo más cercano que un resistente laberinto de signos.