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    Verdad, memoria y archivos

    Sr. Director:

    Cuando yo era joven y estudiaba arquitectura a mediados de la década del 60, me llevaron un par de veces a pequeñas reuniones familiares con Rodney Arismendi, secretario general del Partido Comunista. Él nos explicaba que la historia era como un tren que marchaba hacia adelante, impulsado por leyes inexorables, propias del determinismo histórico y el materialismo dialéctico. Nuestro papel como militantes era solo oficiar de parteros para ayudar al alumbramiento de una nueva sociedad, más igualitaria y más justa: la sociedad comunista. La locomotora era el partido, conduciendo, y detrás venían los vagones de la clase obrera organizada y el pueblo. Más atrás la clase media, siempre vacilante, nos acompañaría hasta cierto punto y después quizás se desengancharía. Aquel paradigma de la historia, visto por Arismendi como un tren, era propio del mecanicismo del siglo XIX y la física de Newton, pero a mediados del siglo XX todavía tenía un inmenso atractivo: sabíamos que la burguesía iba a caer, como la famosa manzana, en el regazo de la clase obrera, y esa certeza era lo que nos daba fuerzas para militar por la salvación de la humanidad por mil años o más. Arismendi nos explicaba que teníamos que acumular fuerzas, conseguir la adhesión de mucha gente, en lo posible toda la clase obrera y toda la clase media, agrandar el partido, agrandar la izquierda, fortalecer los sindicatos, juntar todas las masas democráticas en un gran frente popular. La reforma agraria, la nacionalización de la banca y del comercio exterior eran algunas de las banderas que podían unir a la clase obrera con la clase media, los pequeños comerciantes y pequeños productores rurales. Las libertades democráticas del Uruguay eran el marco ideal para acumular fuerzas. No se debía ni podía pensar en una revolución socialista sin haber juntado la voluntad o el consentimiento de la mayor parte de la población. En algún momento, la crisis del capitalismo sería inevitable y las contradicciones del sistema estallarían y el régimen burgués mostraría su verdadera cara represiva, pero encontraría a las masas preparadas para combatir a la derecha y encauzar la revolución. Otros grupos más radicales, como los tupamaros, también me invitaban a sus reuniones. Ellos pregonaban el foquismo: un grupo chico, armado y bien dispuesto, en nombre de los intereses populares, también podía “acelerar las contradicciones del sistema”, obligar a la burguesía a sacarse la careta democrática y reprimir la rebelión. En el fragor de la lucha, las masas descubrirían la verdad y se sumarían al movimiento revolucionario. La tesis tupamara también interpretaba la historia como un engranaje, un progreso mecánico, acelerado o lento, pero sin retroceso y en una sola dirección: el socialismo. En algún momento parecía que Arismendi iba a denunciar a los tupamaros como provocadores que ponían en peligro la trabajosa acumulación de fuerzas lograda durante tantos años, pero no se animó, y decidió acompañar el foquismo tupamaro, la propuesta suicida del Che, con los resultados conocidos: los tupamaros, en su mayoría estudiantes e intelectuales de la clase media, se alzaron en armas a mediados de los 60 para derribar la “democracia burguesa”. El Parlamento convocó a los militares para combatirlos, y en pocos meses de 1972 ganaron la guerra, los derrotaron copiando los terribles métodos de tortura de los franceses contra los argelinos de fines de los 50. En febrero del 73 la mayoría de la izquierda acompañó la insubordinación militar contra el nombramiento de un ministro y acompañó los famosos comunicados 4 y 7 de los militares, presuntamente progresistas. El 27 de junio de 1973 los militares dieron el golpe de verdad casi sin resistencia, salvo una tardía huelga general de 10 días, como una voltereta absurda que quiso ser heroica. Arrasaron con el Partido Comunista, que no había usado sus armas, desaparecieron a 200 enemigos, torturaron y maltrataron a miles de militantes de izquierda, proscribieron a los líderes demócratas insumisos y se quedaron 12 años ejerciendo el poder por el poder en sí. Fracasaron en la gestión de gobierno, perdieron un plebiscito y pactaron con los partidos políticos una salida decorosa: amnistía para los tupamaros y amnistía para los militares (“ley de caducidad”). Pero verdad y justicia no se llevan bien. Contar dónde están los cuerpos de los desaparecidos es lo mismo que delatar a los generales que estaban a cargo, fechas, lugares y circunstancias de cómo mataron a los detenidos. Como los militares ganaron la guerra, para volver a los cuarteles le impusieron a Sanguinetti un pacto de silencio, y aquel pacto se mantuvo hasta hoy. Los militares guardaron sus archivos bajo cuatro llaves, y Sanguinetti, Lacalle Herrera, Batlle, Vázquez y Mujica cumplieron con su performance, negociando algunas condenas en los casos más flagrantes. Pero la decisión de publicar todos los archivos del Ministerio de Defensa que se piden al amparo del derecho de información es una jugada a tres bandas muy inteligente por parte de García, ministro de Defensa, y el presidente. Se termina con el relato sesgado de que los tupamaros se alzaron contra una dictadura. En los miles de archivos del ministerio, más los miles de archivos que se subieron a Internet por manos anónimas, sin perjuicio de la eventual minuciosidad burocrática, banalidad o truculencia de los informes militares, se podrán entresacar fechas, nombres, lugares, datos concretos, acciones y declaraciones que revelarán otra historia diferente o complementaria de la versión fake que domina en los museos de la memoria. Se abre todo un juego nuevo de memoria, verdad y justicia, y veremos si las dos tribus están a la altura del desafío. Discunfio.

    Daniel Heide