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Ben Stiller es un documentalista que ha caído en desuso. Da clases y habla del cine de Robert Flaherty. Presenta los ejemplos cinematográficos en un power point que nunca sale bien. Tiene un puñado de alumnos que le dan muy poca bolilla, pero entre ellos aparecen un joven y su novia que, para perplejidad de Stiller, no paran de elogiarlo. Han visto sus documentales. “Maravillosos”, le dicen. Stiller no sale de su asombro. “¿¡Cómo filmaste esos perros!?”, le pregunta el muchacho, interpretado por el narigón Adam Driver, en referencia a una toma del documental. También hay un tono de alcahuetismo. “Eh… estaban allí y los filmé”, responde Stiller como si lo tomase un periodista inquisidor por descuido. Nace una amistad.
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Naomi Watts es la esposa de Stiller. Su padre fue un prestigioso documentalista, mucho mejor que Stiller, claro. Stiller y Watts no tienen hijos pero ahora, con sus cuarenta y largos, tienen una pareja de amigos muy jóvenes que elogian los trabajos de Stiller, hace años sumidos en el orín del olvido. Van a fiestas ambientadas donde se escuchan vinilos. Van a ceremonias de ayahuasca. Se embelesan con sus nuevos amigos que ven la vida con un prisma fresco y también snob.
Nada de esto generará risotadas en el auditorio. El público que espera una comedia para largar carcajadas porque está Ben Stiller, saldrá defraudado. Es, como le gusta al director y guionista Noah Baumbach, una comedia asordinada, de la vida, donde a lo sumo te causa gracia algo y apenas te reís. Pero lo que no causa gracia hilarante sí provoca reflexiones, porque esta historia es más que nada sensible y muy inteligente. Y agradezcamos que está jugada en un tono de comedia: no son muy lindas ni fáciles de sobrellevar las cosas que aquí se plantean.
Baumbach siempre da en el clavo. Lo hizo con Una historia de familia (2005), interpretada por Jeff Daniels, Laura Linney y un púber Jesse Eisenberg, una película con ribetes autobiográficos (el divorcio de los propios padres de Baumbach) que tuvo una nominación al Oscar como mejor guión original. Ya se instalaba su predilección por las comedias lúcidas, amargas. Margot y la boda (2007) era la radiografía de una familia disfuncional, esta vez con Nicole Kidman, Jennifer Jason Leigh y Jack Black; también se decían cosas muy duras de un modo desenfadado, casi festivo. Greenberg (2010) es el retrato de un alma solitaria y tal vez sea la mejor actuación de Ben Stiller en toda su carrera. Y Frances Ha (2012), filmada en un perfecto blanco y negro, con las siluetas descollantes de Greta Gerwig y Adam Driver, es un ejercicio sobre la salida de la adolescencia, la eterna bohemia y el no saber hacia dónde ir. Las cinco películas, con excepción de Greenberg (107 minutos), duran una hora y media o menos. Se pueden decir muchas cosas en ese tiempo, algo que gran parte de los cineastas parece olvidar, enfrascados en las imperiosas, necesarias, imprescindibles dos horas o más. Y la mayoría de las veces para decir pavadas.
Las realizaciones de Baumbach tienen en común elencos sólidos, cuidados, una singular lucidez para cada planteo y un enorme cariño por sus personajes. Pero también un amor inigualable por Nueva York y sus barrios, principalmente Brooklyn (donde nació el director un 3 de setiembre de 1969), Tribeca y el East Village. Allí todavía perdura el saludo de los vecinos, las reuniones en el boliche de la esquina y el hábito de comprar en la misma panadería.
Así como en su momento casi todos los actores querían trabajar con Woody Allen, el gran comediante neoyorquino por excelencia y un capo con una carrera plagada de obras maestras (y también alguna porquería), las nuevas generaciones lo quieren hacer con Baumbach. Existe una fuerte identificación de los intérpretes con lo que hace el director, casi un sentimiento de pertenencia a ese mundo que ha creado y donde las cosas no son siempre afinadas ni certeras. Hay un plano de Naomi Watts en Mientras somos jóvenes que lo dice todo: escucha en silencio una conversación, vemos su rostro y el movimiento de sus ojos, que van y vienen. Toda la energía está puesta en esa mirada que se desplaza desde la sorpresa y el encantamiento hasta la confusión. Cuando los actores son capaces de dar tanto sin texto, es que se encuentran totalmente compenetrados con lo que hacen. Y notablemente dirigidos.
Allen y Baumbach son intelectuales con una clara predilección por incluir en sus historias apuntes y referencias a propósito de sus gustos culturales (música, literatura, cine). Mientras Allen viene del mundo del comediante enfrentado a un apretado auditorio en un boliche nocturno, el tipo que siempre tiene que escribir y decir una línea ingeniosa, Baumbach fue criado en un ambiente propiamente intelectual: dos padres críticos de cine. ¡Dos! Pudo haber sido el horror de Joseph Conrad, pero no lo fue.
Los personajes de Allen, sin importar el sexo ni la edad, siempre dicen cosas —más o menos irónicas, más o menos atinadas— de las entrañas de Allen. Los de Baumbach no, parecen respirar una mayor independencia. E incluso a veces no tienen nada que decir. Y eso es lo mejor.
Mientras somos jóvenes (While We’re Young). EEUU, 2014. Escrita y dirigida por Noah Baumbach. Con Ben Stiller, Naomi Watts, Adam Driver, Maria Dizzia, Adam Horovitz, Amanda Syfried. Duración: 97 minutos.