Nº 2085 - 20 al 26 de Agosto de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la película Los niños del Brasil, basada en la novela de Ira Levin, se narraba un plan para crear un nuevo Hitler. El procedimiento, organizado y liderado en Brasil por el malvado doctor Menguele (protagonizado por el formidable Gregory Peck), era difícil de ejecutar y al mismo tiempo era simple: se trataba de repetir en un número grande de casos, las situaciones de vida que había atravesado el Hitler real, el original, para así, por pura semejanza replicada, poder crear un número amplio de noveles Hitler que, como Cerebro, conquistarían el mundo. Claro, eso implicaba matar un montón de gente y hacer un montón de cosas espantosas, cosas nazis digamos. Como se trataba de una ficción, nadie cuestionaba la imposibilidad de que tal semejanza fuera reproducible en un contexto social por completo diferente al que dio lugar al Hitler original. Es decir, para disfrutar la película (yo la disfruté) uno debía suspender por un rato su incredulidad y creer que esa clase de reproducción de la semejanza era posible.
Traigo el recuerdo de esa película al presente porque estoy teniendo problemas para encontrar un candidato que realmente me represente en estas elecciones municipales que se vienen. Y estoy teniendo problemas porque ninguno de los candidatos es un hombre de 52 años, barba canosa, pasión por el black metal noruego, hijo de exiliados, lector compulsivo de ciencia ficción y policiales, que pese 100 kilos y que tenga exactamente mi misma trayectoria de vida. Me cuesta encontrar ese candidato que, con la incredulidad suspendida hace ya rato, sea mi mejor representante por pura semejanza.
No me relajen por sectario, delirante o ingenuo: esto que le pido al candidato es exactamente lo que demanda esa nueva versión de la representación política, la que considera que si en la población existe un 10% de afrouruguayos, la única forma de que estos tengan representación social es ocupando ese 10% que les corresponde en todos los ámbitos de decisión que el país tiene. Y lo mismo para cualquier minoría o colectivo: no existe representación posible si no es a través de aquel aspecto de la identidad propia que mejor cotiza en un momento dado en el mercado de las identidades. Es decir, la ficción de que era posible crear múltiples Hitler reproduciendo sus condiciones de vida, su experiencia vital y su aspecto físico (todos lo niños tenían ojitos de Hitler, era una de las cosas que más miedo daba), se ha trasladado sin mucha explicación lógica a la idea de representación democrática y la venimos comprando como quien compra un nuevo modelo de celular.
Esto tiene el problema adicional de que esa idea más bien simplista de la representación, suele darse de frente con los resultados de sus políticas específicas. Por seguir con el ejemplo afrodescendiente: aquellos indicadores en donde la comunidad afro del Uruguay ha mejorado, la educación, por ejemplo, son aquellos que han sido sujeto de políticas universales por parte del Estado. Es decir, aquellos en que lo que ha pesado no ha sido el aspecto específicamente afro de la política sino el carácter ciudadano de la misma. Pero incluso en las políticas identitarias específicas, quienes desde el gobierno las decidieron, no siempre eran idénticos (no siempre eran trans, afro o mujeres) a los sujetos de esas políticas. En ese sentido, su representación fue buena (se tradujo en mejoras) con independencia de su semejanza.
Esa idea narcisista de que la representación se construye por pura semejanza y exclusivamente con aquellos aspectos de la identidad que la academia/partidos/grupos de presión deciden son relevantes, plantea un problemón a la democracia representativa. Lo hace en la medida en que diluye la complejidad de la representación, una representación que para tener sentido, necesariamente debe dar cuenta de la complejidad de nuestras sociedades. Unas sociedades en que la identidad ciudadana es siempre múltiple y en donde los intereses políticos en juego no siempre son reducibles al color de la piel o a los genitales que la lotería genética nos regaló.
Para colmo de males, los partidarios de la representación en plan niños del Brasil se presentan como los únicos auténticos decididores de cuáles son los aspectos de la identidad que se pueden invocar en el combate político y cuáles no. Con lo cual se colocan, cómodamente, afuera del debate. Son quienes deciden cuál es el tablero sobre el que se juega y quienes deciden cuáles son las reglas. Cuando decidimos jugar ese juego, que hasta hace 40 años era solo ficción, es que ya dimos por buenos el tablero y las reglas. Es decir, dejamos de discutir qué clase de representación deseamos y nos limitamos a ver cómo hacemos para encajar nuestras propuestas en la camisa de fuerza que empujan los identitarios.
¿Estoy queriendo decir que la representación tradicional es suficiente así como está y que es el mejor mecanismo democrático posible? No, estoy queriendo decir que el tema de la representación es demasiado complejo como para reducirlo a la mímesis, a la idea de que quien mejor me puede representar es aquel que es más parecido a mí, aquel que pasó por mis mismas experiencias de vida, aquel que comparte el aspecto de mi identidad que mejor cotiza en estos días en el mercado político. Digo que si la idea de la representación tradicional falla y provoca el desencanto del votante, quizá no sea una gran idea tirarla al tacho y cambiarla por una versión for dummies de esa misma representación. Y ni me meto con los problemas de decisión y gestión que una democracia directa y asamblearia trae en sociedades de más de 200 personas.
El problema entonces es mejorar la representación, no votar a los “más parecidos”. Entre otras cosas porque a diferencia de la representación democrática tradicional, la mirada identitaria no cree en la existencia de un espacio común en el cual se pueda construir. Las políticas de la identidad entienden el intercambio político como un conjunto de actores representados por los “suyos” que reclaman, sorpresa, donde está lo “suyo”, la parte que le toca a cada uno en el reparto. Por supuesto, esa lógica es irreal y eso se puede comprobar en nuestra práctica política de cada día, que pese a algunos trompicones ha permitido que un país que hace poco más de un siglo no era capaz de brindar la menor garantía política a sus ciudadanos, se haya convertido en uno que lidera los estándares democráticos en la región y ranquea alto en el mundo.
No votamos niños del Brasil, votamos candidatos con programas y partidos detrás que les permitan instrumentar esos programas. No votamos a los más parecidos y desechamos a quienes no tienen el color adecuado o la genitalidad correcta. No votamos a la gente por lo que es, sino por lo que dice querer hacer. Votamos a quienes proponen las ideas que, entendemos, tienen más posibilidad de resolver aquello que reconocemos como un problema a resolver. Votamos a quienes mejor nos pueden representar, no a quienes nos devuelven nuestra imagen desde el espejo.