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Aceptar el proceso que implica la adolescencia, con todas sus dificultades y vicisitudes, es la manera de estar cerca, de convertirse en un faro, en un equipo de rescate listo para actuar, para enseñar, para educar
Noelia y Valentín bailan juntos en el living de la casa. Bailan canciones de La Nueva Escuela, la banda uruguaya de plena que a él le gusta. A ella siempre le gustó bailar de todo. Sus cumpleaños, hasta hace poco tiempo, eran grandes bailes, que sus amigos esperaban todo el año para ir a mover el cuerpo al ritmo de cualquier género, lo que fuera con tal de divertirse. Ella, la reina de la pista.
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Valentín, hijo suyo y del músico Nicolás Ibarburu, creció rodeado de música, instrumentos y baile. El arte lo lleva en la sangre y ya arrancó su carrera de cantante de trap con el nombre Valuto.
Es un día cualquiera en medio de la semana. Valentín llega del liceo a la casa de su madre, que está cocinando el almuerzo. Suena la música y ninguno de los dos puede evitar moverse, y así, el aperitivo de ese día es un baile al son de los ritmos que están de moda hoy entre los jóvenes. Bailar da felicidad. Y esa es una manera en la que madre e hijo se conectan.
En el estudio donde se están haciendo las fotos para la nota de tapa de esta edición especial del Día de la Madre suena Palito Ortega a pedido de Valentín. Él tampoco tiene prejuicios, pues la música siempre es música. Y ambos bailan.
El vínculo entre una madre y su hijo o hija adolescente no siempre resulta tan fluido y alegre, pero a pesar de que la adolescencia suele recibir adjetivos como dura, difícil, conflictiva, tiene un lado muy luminoso. La clave está en dar el espacio y las condiciones para dejar crecer, adaptarse al cambio, entender que el proceso también lo tienen que hacer los padres y disfrutar de ver esa transformación. Porque se experimenta un profundo sentimiento de orgullo cuando la madre ve cómo su niño o niña se va convirtiendo en adulto, va tomando decisiones, va resolviendo situaciones con las herramientas y los valores que les transmitió.
La clave está en dar el espacio y las condiciones para dejar crecer, adaptarse al cambio, entender que el proceso también lo tienen que hacer los padres y disfrutar de ver esa transformación. La clave está en dar el espacio y las condiciones para dejar crecer, adaptarse al cambio, entender que el proceso también lo tienen que hacer los padres y disfrutar de ver esa transformación.
En la nota que Magdalena Cabrera escribió para este número, en la que profundiza en el vínculo entre padres e hijos adolescentes con especialistas, la psicóloga Lorena Estefanell, entre sus varias metáforas tan gráficas y certeras, utiliza una bien contundente: “Tenemos que pensar que en un adolescente la expansión tiene que tener cierta dirección, porque ellos todavía no son adultos. Significa que todas las estructuras de su mente que están dándole dirección a su comportamiento todavía están inmaduras. Entonces, como es un barco que sale a altamar pero todavía no tiene un capitán experto, necesita un faro, necesita una torre de control, necesita una guía”.
Estefanell continúa con la metáfora del barco: “Si la adolescencia es el ensayo para la vida adulta, ¿qué es lo mejor que puede tener un adolescente? Es sentir que si se mete en problemas, en tierra firme hay un faro, hay un equipo de rescate, y que él puede pedir la ayuda cuando quiera”.
Muchos dirán: está bien, es lo ideal, suena muy lindo, pero ¿cómo se logra eso? Una clave que esta psicóloga nos da es que el error suele estar en que el adulto pone sus necesidades emocionales por delante de las de su hijo. Tiene miedo de que si pone límites, el hijo no lo quiera (error garrafal), no se banca la frustración, el berrinche, el mal humor, la cara de odio.
Resistir al cambio, a la crisis en el buen sentido, que implica el pasaje de la niñez a la adultez, es querer ir en contra de la naturaleza. Aceptar ese proceso, con todas sus dificultades y vicisitudes, es la manera de estar cerca, de convertirse en un faro, en un equipo de rescate listo para actuar, para enseñar, para educar. Para convertirse en la compañera de baile del hijo.