Orgullo familiar
En una cafetería de la Ciudad Vieja, con el monótono sonido de las conversaciones ajenas y algún celular disonante de fondo, Martín Gurvich habla de recuerdos y anhelos, de su historia personal y familiar, de lo que fue y de lo que queda por venir.
Habla bajo, viste sencillo y es un apasionado de la obra de su padre. Desde los 18 años es vegetariano e hinduista. Vive en Bélgica, por razones del “destino”, pero viaja seguido a Uruguay.
Al inicio, fueron Martín y su madre, Julia Helena Añorga, los que impulsaron la creación del museo, un deseo que el artista dejó plasmado en su testamento. En palabras de su hijo, Julia era la mayor admiradora de José, tanto que le costaba desprenderse de los cuadros. Algunas veces se vendían, pero ella de inmediato compraba otro.
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Martín Gurvich, hijo del artista y fundador del museo, junto con su madre, Julia Helena Anorga.
Adrián Echeverriaga
Lo primero que hicieron para respetar el deseo del artista fue crear la Fundación Gurvich, en 2001. Para instalar el museo alquilaron un local en la plaza Matriz, sobre la calle Ituzaingó. En 2005 se inauguró el local con algunos pequeños auspiciantes. Si bien hubo interés por parte del Estado, el apoyo económico llegaría años después. “Era un local muy lindo, muy adaptado para hacer exposiciones”, recordó Martín. Pero al morir el dueño, un señor italiano, sus hijas quisieron aumentar el alquiler, algo que dificultó la misión de la familia Gurvich.
Gracias a un préstamo bancario compraron el local sobre la peatonal Sarandí, que pertenecía a la empresa Cutcsa, y empezaron a realizar las obras de remodelación. Con un proyecto de los arquitectos Rafael Lorente y Fernando Giordano, se eliminó un entrepiso y se construyeron dos pisos más, pasando de 500 metros cuadrados a casi 1.000.
En 2015 se inauguró el nuevo local, ahora con financiamiento del Estado, pero las autoridades de la época decidieron que fuera la fundación la que siguiera a cargo de la administración. Esto les permite tener una boutique y cobrar entrada, algo que Martín asegura que es tendencia en el mundo.
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Un museo abierto
Vivian Honigsberg, directora del Museo Gurvich, conoce cada rincón, pero no duda en aclarar que no es la curadora de la colección del museo, sino una gestora cultural, que tiene entre sus principales objetivos impulsar acciones para difundir la obra de José Gurvich.
Desde ese lugar, Honigsberg pretende crear un espacio abierto que permita diferentes lecturas de las obras y distintas formas de plantearlas al público. No quiere un lugar estático en el que solo se cuelguen cuadros.
La institución, que empezó siendo un museo privado, hoy es patrimonio del Ministerio de Educación y Cultura, tanto el edificio como las obras. “Es un proyecto público-privado”, aclaró Honigsberg, que permanece abierto gracias a lo que se recauda por concepto de entradas, más lo que se factura en la tienda y los aportes gubernamentales.
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Vivian Honigsberg, directora del Museo Gurvich.
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Cada tres años, el museo se propone trabajar en un eje temático distinto, y para el año de su aniversario, el concepto es el de identidad. Para ello, convocaron a tres representantes de la cultura uruguaya: el escritor Diego Recoba, la profesora de Historia Daniela Kaplan y el arquitecto Gabriel Peluffo. Cada uno eligió las tres obras que, a su entender, eran las más representativas de ese concepto. Los resultados fueron muy variados y quedaron plasmados en tres trípticos que se muestran en el museo.
Galería le propuso el mismo ejercicio a Honigsberg, que escogió un dibujo que representa una reunión en torno a una mesa en el barrio Cerro. La ilustración muestra a varias personas comiendo y tomando, con la bahía de fondo. Se trata de un cuadro de Gurvich no muy grande, en blanco y negro, con trazos simples pero claros. La directora comentó que la etapa del Cerro es una de sus preferidas, y esta ilustración en especial muestra el humanismo del autor. “Siempre está observando a la comunidad”.
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Esta mirada sobre los cambios en el entorno, que también provocan otras transformaciones, es lo que abordan con los niños en el área educativa que desarrollan. Al Museo Gurvich asisten niños de escuelas públicas y privadas para participar en talleres y actividades que se incrementan en el período lectivo, pero que también se mantienen durante las vacaciones.
Sobre la tarea con los niños, aseguró que, lejos de subestimarlos, intentan llevarlos a la reflexión crítica: “Hacen el recorrido por el museo y terminan en el taller. Tratamos de que sea una mediación educativa que tome el eje de la identidad”.
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Por otro lado, han formado una especie de circuito con los museos Torres García y Figari, con los que planifican actividades para los más pequeños y para la gente del barrio. “Habitar el territorio también tiene que ver con nuestra identidad”, aseguró Honigsberg, quien, como gestora cultural, tiene una visión de cómo deberían funcionar los museos. No cree que atraer al público pase por abrir los fines de semana ni por no cobrar entrada. “Nosotros somos parte de la Dirección Nacional de Cultura y me parece que es importante generar acciones en conjunto. Nosotros hacemos travesías creativas con las áreas educativas del Torres García y del Figari. Somos tres museos que convocamos a un mismo público desde tres lugares diferentes”, sostiene.
Otro de los desafíos que enfrentan estos centros de arte es la tendencia de la sociedad al consumo de contenido rápido que ofrecen las redes sociales. Al respecto opinó que los museos deben incorporarlas pero no convertirse en un lugar de “espectáculo”; deben ser un sitio de reflexión, un lugar para ser recorrido con tiempo y paciencia.
El hombre y su obra
Gurvich nació en Lituania en 1927. Junto con su madre y su hermana, llegó a Uruguay a los cinco años para reencontrarse con su padre, quien había huido de las persecuciones raciales y del hambre. Luego, de grande, dejó Montevideo y vivió en varias ciudades del exterior. “Pasó por diferentes comunidades, y eso conformó tanto su identidad personal como su identidad plástica. Esas etapas se ven en el transcurso de su obra”, apuntó Honigsberg.
Aunque su origen era judío, no practicaba la religión, pero su espiritualidad se manifiesta en algunas obras religiosas creadas a partir de su visita a Israel.
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La musicalidad también está presente en las obras. Era fervoroso seguidor de Ígor Stravinski, tocaba el violín y la flauta. En tiempos de vacas flacas, en Israel, llegó a ser pastor de ovejas, lo que lo llevó a practicar el jalil, un instrumento típico israelí parecido a la flauta. “Él tiene muchas frases que tienen que ver con el vínculo entre el ritmo de la música y el de la pintura: es parte de su obra”, asegura Honigsberg.
La historia del museo está plagada de idas y vueltas, casi como la vida de José Gurvich y su familia. Sin embargo, Martín asegura que no sintió las vicisitudes económicas por las que pasaron sus padres.
La época de Nueva York y el regreso a Uruguay son los momentos que Martín más recuerda. En especial el segundo, porque le costó adaptarse al opresivo ambiente de la sociedad uruguaya golpeada por la dictadura. Además de las barreras idiomáticas, ya que no hablaba muy bien español, debió cambiar la libertad de las escuelas estadounidenses por la rigidez de la educación uruguaya. Pasaron los años, viajó, se radicó en Bélgica y, con el tiempo, consiguió cumplir el deseo de su padre. “Yo creo que estaría muy orgulloso y muy satisfecho de todo el esfuerzo que hicimos, mi madre primero y después yo, para que su obra se difunda”.
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Una visita obligada
El Museo Gurvich esta ubicado en la calle Sarandí 522.
Esta abierto de lunes a viernes de 10 a 18 horas y los sábados de 11 a 15.
Las entradas generales cuestan 220 pesos, los estudiantes pagan 110 y los niños menores de 12 anos entran gratis; los martes el ingreso es gratuito para los residentes uruguayos.
Además de trabajar con niños, desde 2022 llevan adelante un programa llamado Proyecto Cárcel, que incluye un taller anual de cerámica y desarrollo personal en la Cárcel de Mujeres en Colón.