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El síndrome de Ícaro

Ocurre que una sociedad como la nuestra, en la que se valora la autosuperación, la competitividad, y también el exhibicionismo, es terreno abonado para los Ícaros de este mundo.

Columnista

Aquí me tienen, en una isla griega con toda mi tribu. Las chicharras cantan, reverbera el mar y estamos, ay, a 37 grados a la sombra. Situación y ambientación ideal por tanto para —gin-tonic mediante, eso sí— escribir un artículo con este título.

Como recordarán, Dédalo, el padre de Ícaro, fabricó para ambos unas grandes alas de pájaro que les permitieron volar y huir del malvado rey que los había encerrado en el laberinto de Creta. El muchacho estaba encantado con la aventura, pero Dédalo le advirtió del peligro de elevarse demasiado porque el sol derretiría la cera que utilizó para adherir las alas. El resto de la historia la conocen: Ícaro desobedeció y acabó ahogado en el Egeo.

Esta vieja leyenda me ha servido para prevenir a mis nietos de lo que llaman el síndrome de Ícaro. Uno que ha existido siempre, pero que ahora lleva camino de convertirse en epidemia. Los afectados por este síndrome son personas que tienden a ignorar las advertencias y a subestimar los riesgos en un afán de conseguir metas cada vez más ambiciosas. Gentes a las que les da, por ejemplo, por escalar un pico inaccesible; tipos que se lanzan por una cascada en un barril; o que deciden romper el récord mundial de comer hamburguesas (actualmente está en 32 hamburguesas en 38 minutos, así que calculen). Eso sin olvidar a los devotos de los selfies dispuestos a jugarse la vida ante una ola gigante o hacer el pino en la cornisa de un edificio de 120 pisos.

Los retos posibles son miles y los Ícaros modernos millones, y subiendo. Según aquellos que han estudiado el fenómeno, este tipo de comportamiento “no obedece solo a una ambición desmedida, sino que se trata de una combinación de factores psicológicos que incluyen una confianza excesiva en las propias capacidades y una necesidad compulsiva de ponerse al límite”.

Personas dispuestas a llegar al límite no por un afán (equivocado o no) de superación, sino solo por un puñado de likes Personas dispuestas a llegar al límite no por un afán (equivocado o no) de superación, sino solo por un puñado de likes

Existen dos tipos de Ícaros. Por un lado, aquellos que tienen una formación previa y bastante sólida en la disciplina en la que desean demostrar su arrojo y pericia. En este apartado se incluyen profesionales y/o deportistas de riesgo, como pilotos de acrobacias, expertos en actividades que van desde inmersión en apnea, salto sin paracaídas, wind fly, etcétera. Son personas que compiten contra sí mismas y que necesitan emprender retos cada vez más arriesgados e imposibles. Paradójicamente, su mejor seguro de vida —la confianza que tienen en sí mismos y en sus capacidades— es al mismo tiempo su peor enemigo, porque entre confianza e imprudencia no hay más que un paso.

Y luego están los Ícaros sin preparación ni formación alguna que al grito de “¡¿quién dijo miedo?!” emprenden las bobadas más locas. Son los yonquis de adrenalina, gentes en busca de emociones intensas, da igual en qué actividad. Porque lo importante no es el qué sino el cómo, de modo que lo mismo les da por el parkour extremo que por pincharse agujas por todo el cuerpo a ver qué pasa.

Curiosamente, en el estudio que acabo de leer sobre el síndrome de Ícaro, no se menciona un factor que me parece determinante en este tipo de conductas, y es el exhibicionismo. A mi modo de ver, es posible que haya un reducido número de Ícaros cuyo afán sea llevar a cabo una gesta imposible solo por el placer de probarse intrépidos/valientes/estoicos, etcétera. Pero la gran mayoría no son más que figurones. Personas dispuestas a llegar al límite no por un afán (equivocado o no) de superación, sino solo por un puñado de likes: que la gente me admire aunque sea por hacer el imbécil, aunque me juegue la vida y de paso también la de los demás.

Ocurre así mismo que una sociedad como la nuestra, en la que se valora la autosuperación, la competitividad, y también el exhibicionismo, es terreno abonado para los Ícaros de este mundo. Y allá que se van volando hacia el sol, sabiendo perfectamente que sus alas están pegadas con cera. Pero da igual: todo sea por el fugaz placer de volar más alto que nadie y dejar al personal boquiabierto. Y si sale mal, siempre podrán presumir de que vivieron rápido y dejaron un bonito cadáver. Seguro que eso también cosecha millones de likes.