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Quizás muchos recuerden de sus infancias ese juego llamado ni si ni no, ni blanco ni negro. Para quienes no lo conocen o no lo recuerdan, su nombre lo dice todo: consiste en entablar una conversación en la que no se puede pronunciar ninguna de las palabras que el nombre del juego menciona. Ideal para largos viajes de ruta, las estrategias más usadas son: decir “afirmativo” en lugar de “sí”, “negativo” en vez de “no”, hablar de “el color más claro de todos” para evitar decir “blanco” o “el más oscuro” para evitar decir “negro”. Queda eliminado de la conversación el jugador que utiliza alguna de las palabras prohibidas.
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Entre los padres que están criando hijos en la época actual, a veces parece que el juego se volvió a poner de moda. En realidad, ahora sí se puede decir “blanco”. También se puede decir “negro”, aunque a veces se prefieren otros términos, como afrodescendiente. Se puede decir que sí, y de hecho es lo que más se dice. Pero el “no” está prohibido. Un adulto no le puede decir que no a un niño. Sin embargo, el niño sí le puede decir que no al adulto. Las reglas cambiaron. Hasta cambió el nombre del juego. Le dicen “crianza respetuosa”.
Imaginen un bebé que gatea o que apenas aprendió a caminar y está a punto de meter sus deditos minúsculos en un enchufe. ¿Cómo le dirían que no lo haga sin usar la palabra no? Dudo que funcione gritarle: “¡negativo, hijo, negativo!”. Ah, porque tampoco se puede gritar en este nuevo juego, faltó aclarar. Jamás levantar la voz. Jamás de los jamases en la crianza respetuosa. En un tono siempre sereno, el adulto debe ponerse a la altura del niño, mirarlo a los ojos y decirle algo así como: “Hijo, si tú colocas los dedos dentro de esos orificios, podrías sufrir una descarga eléctrica, y eso podría traer aparejados severos daños en tu salud o incluso la muerte”. Quienes conviven con niños que gatean o caminan a paso de borracho pueden confirmar que para el final de esta frase el niño ya estará electrocutado. Aquel infante curioso que busca la adrenalina y el peligro no se desvía de su objetivo por más de un par de segundos.
Imaginen un bebé que gatea o que apenas aprendió a caminar y está a punto de meter sus deditos minúsculos en un enchufe. ¿Cómo le dirían que no lo haga sin usar la palabra no? Dudo que funcione gritarle: “¡negativo, hijo, negativo!”. Ah, porque tampoco se puede gritar en este nuevo juego, faltó aclarar. Jamás levantar la voz. Jamás de los jamases en la crianza respetuosa. Imaginen un bebé que gatea o que apenas aprendió a caminar y está a punto de meter sus deditos minúsculos en un enchufe. ¿Cómo le dirían que no lo haga sin usar la palabra no? Dudo que funcione gritarle: “¡negativo, hijo, negativo!”. Ah, porque tampoco se puede gritar en este nuevo juego, faltó aclarar. Jamás levantar la voz. Jamás de los jamases en la crianza respetuosa.
Porque hay otra regla de oro: si se le pone al niño una negativa, es obligatorio explicarle el porqué. El niño necesita entender las consecuencias de sus actos, dicen muchos de los pediatras y psicólogos que escribieron las reglas de la crianza respetuosa. ¡Pero primero que saque los dedos de ahí, por el amor de Dios! Está bien, no conviene infundirle miedo para que respete al adulto. El adulto tiene que respetar al niño con sus tiempos y sus decisiones (¿nadie pensó que ese chiquito que metió sus dedos en el enchufe quizás simplemente estaba harto de esta vida? Déjenlo, pobre). Él tiene que dejar de hacer lo que está haciendo sin que se le diga que no, porque se espera que tenga la madurez suficiente como para atender y entender y aprender y aprehender. Mientras, los adultos seguimos sin incorporar que dejar todo para último momento nos juega en contra, que si tomamos de más nos podemos emborrachar y hacer papelones. Que el consumo de alcohol, tabaco y otras drogas es perjudicial para la salud, y un sinfín de cosas. Pero la criatura de dos años tiene que entender todo. Y sin un no de por medio.
Cuesta entender y aceptar las nuevas reglas de juego. Más aún para quienes fueron criados con penitencias, noes y una única explicación. “¡Porque yo lo digo!”, decía el padre o la madre y ese era el fin del asunto. Por eso también las familias eran antes más puntuales, llegaban a tiempo a todos lados. Ahora hay que disculpar a los adultos que llegan tarde a las reuniones de padres. Por favor, discúlpenlos. Seguro estuvieron un buen tiempo tratando de explicarles a sus niños por qué no podían meter los dedos en el enchufe.