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La Ley de Muerte Digna que se acaba de aprobar en el Parlamento tal vez sea una puerta para comenzar a hablar más de la muerte, a aceptarla, y así todos suframos menos
Un niño estaba en la etapa terminal de su enfermedad. El equipo médico había hecho todo lo que estaba a su alcance, pero, aunque a veces tengamos la fantasía de que no, la medicina tiene sus límites. La familia pidió que le dieran el alta para que se fuera rodeado de sus amigos y primos, en un entorno de alegría y amor. La decisión para el cuerpo médico fue difícil, de muchas dudas, pero aceptó. La familia invitó a los médicos a su casa, a la reunión que había organizado para que el niño se sintiera acompañado, amado y contento en el momento de morir. Y así fue. Un ritual extraño en esta sociedad medicalizada al extremo. Un ritual humano, amoroso, feliz.
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La muerte de un ser querido es dolorosa. Según las condiciones y circunstancias en las que se da esa muerte, puede llegar a ser muy traumática y extremadamente difícil de superar o puede ser el paso natural de una vida que llegó a su fin. Claro que en qué momento llega ese fin, ese punto en la línea de tiempo, es un factor determinante en el dolor.
Hay una idea de la muerte para cada religión o corriente filosófica. El desconocimiento total y completo de qué sucede después de la muerte, si es que sucede algo, deja esta discusión en el plano de lo espiritual, de lo metafísico.
Ahora, más allá de las religiones y las ideologías, existe una visión global y compartida por la sociedad occidental de que la muerte es algo tan espeluznante que no podemos siquiera hablar de ella. Como si no hablar hiciera que nos afectara menos. Probablemente sea todo lo contrario.
Las sabidurías ancestrales, en las que la ciencia era casi inexistente y la medicina provenía de la naturaleza, con la que se vivía en estrecha conexión, tenían una relación con la muerte bastante más cercana y humana que nosotros hoy. Ellos entendían que la muerte era un proceso más de la naturaleza, la reina madre que controlaba y decidía todo: qué comían y cuándo, las lluvias, las inundaciones, las sequías, los vientos. Todo estaba determinado por la naturaleza, entonces el respeto hacia ella era absoluto. Pues al vida y la muerte estaban bajo su control.
La desconexión con la naturaleza que hemos ido profundizando en las últimas décadas y la idea equivocada de que podemos controlarlo todo hacen que no aceptemos algunos procesos naturales de la vida.
La desconexión con la naturaleza que hemos ido profundizando en las últimas décadas y la idea equivocada de que podemos controlarlo todo hacen que no aceptemos algunos procesos naturales de la vida. La desconexión con la naturaleza que hemos ido profundizando en las últimas décadas y la idea equivocada de que podemos controlarlo todo hacen que no aceptemos algunos procesos naturales de la vida.
El avance de la medicina ha logrado controlar bastante a la muerte. La esperanza de vida hoy es notoriamente superior a lo que era 50 años atrás. Se ha logrado la cura de muchas enfermedades, diagnósticos tempranos, vacunas, mayor conocimiento sobre el tratamiento de las patologías que antes eran mortales. Esto nos ha dado muchas buenas noticias. Pero también nos ha dado la falsa ilusión de que la medicina científica (diferente a la natural que aplicaban nuestros ancestros) puede curarlo todo, puede vencer a la muerte. Lo ha hecho y lo hace todo el tiempo, pero a veces pierde.
Estas luchas entre la medicina y la naturaleza se juegan en el terreno de la primera, en hospitales, sanatorios, unidades de cuidados intensivos, donde pelean pacientes, médicos, enfermeras, técnicos, familiares. Tanto lucha el personal médico que a veces no repara en las condiciones en las que el paciente se encuentra, que muy a menudo se despide de esta vida solo, casi desnudo, enchufado a máquinas. Entonces, básicamente la muerte debe suceder en un hospital, entre médicos, lejos de la vista del resto de la sociedad.
En la nota que publicamos esta semana escrita por Federica Chiarino, el filósofo Miguel Pastorino opina que la sociedad uruguaya “ha quitado la muerte del horizonte cultural, porque la medicalizó, porque la encerró en el CTI, en lugares antinaturales, artificiales, en casas velatorias”. Es así como nos cuesta hablar de la muerte, verla, vivirla, aceptarla. A pesar de que sabemos que no podemos escapar de ella.
Otro rasgo de la sociedad de hoy que confabula en este sentido es la continua búsqueda del placer y del bienestar. En un mundo hedonista, tener que enfrentar dolor y sufrimiento nos perjudica. Tratamos de evitarlo a toda costa. Pero cuando ya es inevitable, la poca preparación nos deja casi sin herramientas para manejar nuestra salud mental. En la nota, la especialista en cuidados paliativos Valentina Lestido asegura que las familias que no hablan de la muerte sufren más, y que el mayor sufrimiento lo tiene quien se opone a la muerte.
La Ley de Muerte Digna que se acaba de aprobar en el Parlamento, y que pone a Uruguay una vez más a la vanguardia en la región en términos del derecho, tal vez sea una puerta para comenzar a hablar más de la muerte, a aceptarla, y así todos suframos menos.