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La heterodoxa religión de Rosalía, que investiga para provocar mientras hace música
Con su nuevo álbum Lux, la artista catalana construyó un templo para fieles a sí mismos y levantó un confesionario donde se arrodilla el establishment cultural
Cuando le enseñó Motomami a su hermana Pilar, ella la cuestionó: “¿Por qué siempre rompes las canciones?”. No se supo bien qué quiso decir, pero era una reacción que al principio a Rosalía le chocó. Después, se dio cuenta de que su hermana tenía razón.
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Una canción pop tiene estribillo, puente y four-on-the-floor. El dembow es la base del reguetón. La montuna, del son cubano. El tumbao, de la salsa. El tresillo, del flamenco. Y dentro de ese universo por defecto, ella, en sus propias palabras, sufría una especie de Tourette musical; una compulsión creativa que le impedía quedarse en cualquier molde. Rosalía buscaba que en su música convivieran todas las demás músicas, y desafiando algunos conceptos que al final no eran tan rígidos, lo consiguió. Esforzada en que las reglas de la industria y sus disqueras no la “encorseten”, hoy la catalana es una de las artistas más escuchadas del mundo —con más de 30 millones de oyentes mensuales solo en Spotify y un patrimonio estimado de 8 millones de dólares a este mes, según Celebrity Net Worth.
Después del boom internacional de sus interpretaciones del flamenco en El mal querer (2018), y del empoderante croquis de su personalidad que fue Motomami (2022), a sus 33 años la artista presenta Lux: su trabajo más ascético, despojado de todo y orientado hacia un ideal mucho más elevado, con toques sinfónicos por parte de la eminente Orquesta de Londres.
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De desbocada a devota, dentro de su propia apuesta plural, mutante e indefinida, no resulta muy preciso catalogar este disco simplemente como algo a lo que Rosalía no tiene a su público acostumbrado (¿lo acostumbra a algo?).
"No basé mi carrera en tener hits/ Tengo hits porque yo senté las bases. Ya no tengo nada más que decir/ Pa’ decirlo hace falta mucha clase”. Bizcochito, de Motomami (2022)
El año 2025 se prestó para la experimentación (y valentía) antialgorítmica. Bad Bunny tenía todo para seguir concentrado en hacer canciones que TikTok pudiera levantar para sus trends, sin embargo, DtMF (su último álbum lanzado en enero, escrito con la intensidad e introspección de quien escribe una nota en el celular de madrugada) no vino para eso, sino para decir algo personal —habla de Puerto Rico, la migración, la pérdida de identidad cultural, la memoria— y educar desde la música. ¿La mejor parte? Igualmente funcionó en la aplicación de la nota musical.
Ahora es el turno de Rosalía. Con Lux invita a valorar la música instrumental, aquella vieja teoría que alguna vez aprendió. Invita a valorar la riqueza cultural, y hace un llamado indirecto a investigar, leer, y saber de política, historia, filosofía o religión. Y todo eso habla de ella.
Creer y crear se conjugan igual para la primera persona del singular: yo creo. A los 19 años, habiendo completado el Camino de Santiago en la Catedral de Compostela, Rosalía pidió al Señor vivir de la música.
Rosalía, la niña que primero aprendió a escuchar
Rosalía Vila Tobella nació el 25 de setiembre de 1992 en Barcelona, y creció en el pequeño municipio de Sant Esteve Sesrovires, al norte de la ciudad, donde todo (menos el éxito) se encontraba a la vuelta de la esquina: la empresa familiar —una compañía dedicada a la producción de carteles de señalización—, el parque, la escuela de música, el mismo bar que de grande frecuenta con sus amigos, el casino donde habría actuado alguna que otra vez, autoconvocada, con su guitarra.
Allí empezó a formar su manera de mirar y de escuchar el mundo, y aunque hoy se mueve entre España, Miami y Los Ángeles, sigue pasando algunas temporadas cortas en su hogar.
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Con su hermana Pilar pasaba horas haciendo collages de revistas de moda y hoy es su estilista personal. Desde muy chica mostró un fuerte impulso hacia la música. Con cuatro años, sus padres la anotaron en una escuela de danza donde tomó clases de jazz moderno hasta los 15, escuela que hoy guarda un mural lleno de recortes y fotos de su estudiante más famosa.
Después comenzó la formación musical más formal en la Escuela del Raval. En su casa sonaba David Bowie por parte de su madre, Bob Dylan y Janis Joplin por parte de su padre, Pavarotti por la abuela, y ella salía a caminar por el barrio escuchando Daddy Yankee.
Su padre siempre la animaba a cantar. Videos familiares publicados por ella misma la muestran inventando coreografías en el jardín, bailando Ricky Martin y jugando con la cámara.
Recién a los 13 años descubrió a Camarón de la Isla, considerado por muchos como el mejor cantaor contemporáneo. Ingresó en la Escuela Superior de Música de Cataluña y se especializó en flamenco. El suyo era todo un ecosistema sonoro que explica a la perfección su libertad conceptual posterior.
Su primera exposición masiva fue en el concurso Tú Sí Que Vales de Televisión Española, a los 15 años. Interpretó flamenco, no impresionó a los jueces y ahí mismo en el desplante juntó valor y cantó a capellaNo One, de Alicia Keys. Pasó a la siguiente ronda y hasta ahí llegó. Fue un golpazo, pero ese rechazo la llevó a repensar todo y a estudiar más: composición, armonía. Quería controlar cada capa de lo que hacía.
rosalia grammy
La catalana se hizo de cinco premios Grammy con Motomami.
En todo ese proceso abusó de su voz y terminó con las cuerdas vocales lastimadas. Pasó un año en rehabilitación, sin cantar, año en el que aprendió a escuchar y lo único que hacía era ponerse música.
Cuando le dieron el alta no perdió tiempo y reaprendió a cantar, a respirar, a usar el cuerpo como instrumento. Esa disciplina la llevó, años después, a presentarse en una pequeña exhibición de talentos en la que estaba el cantante español Raül Refree. Él quedó fascinado con ella y terminó siendo el productor del primer disco de Rosalía, Los ángeles (2017), un álbum de flamenco experimental que lanzó de forma independiente, despertó la curiosidad de la industria y fue la antesala de El mal querer, grabado además como tesis de grado —lo presentó como una relectura vanguardista del flamenco a través de un relato literario medieval.
Ganó cinco premios Grammy, se convirtió en la artista española más influyente de su generación y abrió una era que tres años después —el tiempo que Rosalía espera entre álbum y álbum— rompió con Motomami. Volvía el reguetón, la cumbia, el hip hop, la electrónica, la bachata y toda la idiosincrasia del pop mezclados en un disco que fue puntuado por encima de Beyoncé.
Si no hubiera sido música, Rosalía habría estudiado filosofía o teología. Y es que su sensibilidad está en todo lo que hace, desde su forma de sentir y ser mujer, la lectura que hace de la espiritualidad, hasta en su interés por las mujeres borradas de la historia.
Chica, ¿qué vistes? La moda en clave motomami
Bailaora con estética urbana; su forma de vestir es igual de experimental que sus canciones. Crop-tops, sweatpants, jumpsuits y otras prendas con nombre más estadounidense que una burguer con cheddar; transparencias, medias, redes y volados; zapatos de tablao; látex; chunky sneakers, botas de suela gruesa, y una obsesión por revivir gemas icónicas de los años noventa de casas como Fendi o Louis Vuitton.
Vistió de Dior, Jacquemus, Dolce & Gabbana y Hermès. Su magnetismo captó la atención de las publicaciones de moda más influyentes como fenómeno musical y visual: fue tapa de Billboard, Fader, People, Rolling Stone y Vogue. El color rojo o borgoña es central en su imagen, y es la embajadora del nail art extravagante y maximalista.
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De la ropa casi de duelo de Los ángeles (2017) a la teatralidad de El mal querer, donde la moda se vuelve parte del guion. Esa fue la humilde antesala de Motomami; una estética deportiva, de cuerpos más expuestos, cascos, cuero y motos.
Rosalía vuelve a la moda parte del guión.
La trayectoria visual de Rosalía se puede ver como un ascenso espiritual. Ahora con Lux, su vestuario se convierte en ceremonia; la artista adopta una iconografía inspirada en lo sacro, que representa un compromiso con la música similar al de un sacramento. Un cambio radical pero ideal para acompañar la narrativa que está construyendo: un tránsito de la rebeldía urbana motorizada hacia una presencia mística y poderosa. Aunque poderosa ya era.
Una pop-friki-star: hacer música con método científico
La verdadera apuesta estética de Rosalía es a la autonomía femenina. La catalana disecciona el dolor con precisión quirúrgica y da un mensaje empoderado, de frente en alto, con un pulso visceral que pone a vibrar todo el tren inferior. En su música la vulnerabilidad tiene ritmo, es expansiva, porque lo que duele libera. Y eso no crea una moda, instala un concepto.
Ella convierte ideas en sistemas, abecedarios o mitologías, universos enteros en los que consigue ser suave y agresiva, mainstream y experimental, sensual y religiosa. Canciones llenas de referencias cultas que a la vez pueden hacerse virales en TikTok.
Eso lo logra por ser una estudiosa obsesiva: hace trabajo de campo, entrevista, lo graba todo como si armara un archivo sonoro del mundo. Ese método cuasi antropológico la distingue; su música es investigación. Observa, formula, experimenta, analiza, saca conclusiones y divulga.
Pero el perfeccionismo de Rosalía no es del todo vocacional, sino que tiene también que ver con su trastorno de déficit de atención con hiperactividad (TDAH). Esa tensión entre disciplina y caos, rigor y atrevimiento, crea ese desorden interno que le funciona como material creativo.
Ese método cuasi antropológico la distingue; su música es investigación. Observa, formula, experimenta, analiza, saca conclusiones y divulga.
Rosalía es una artista que decide sobre sí misma. Trabaja con un equipo mayoritariamente femenino y familiar: su madre es su mánager, su hermana la estilista, y su crew está formado por bailarinas, productoras y creativas. “No me voy a cansar de luchar hasta ver la misma cantidad de hombres y mujeres en una sesión de grabación”, dijo en varias ocasiones, y Motomami nació también de esa convicción.
Una teofanía
Unas semanas antes del lanzamiento de Lux, Rosalía hizo un vivo en TikTok, plataforma en la que suele subir bastante contenido —ya se la ha visto tomar vino con amigas, probar chuches bizarras—. Se estaba maquillando, utilizando la cámara frontal de espejo, con The Strokes de fondo, cuando invitó a ponerse los cinturones “porque nos vamos de rally”. A partir de allí la siguió el teléfono.
Bajó por un ascensor, se subió a un auto que tenía un rosario colgado en el espejo retrovisor y por la ventanilla se comenzó a ver el barrio de Sol, en la Gran Vía de Madrid. Iba hacia plaza Callao. Cuando llegó, la multitud que estaba prendida al vivo ya rodeaba el auto porque habían adivinado el destino.
Rosalía se bajó, se abrió paso y corrió entre el enjambre luciendo un vestido blanco que ondeaba con su impulso. Era como un culto espontáneo que veneraba confundido a una santa errática. En las pantallas de los edificios que circunvalan la plaza se proyectaba una cuenta regresiva, que al llegar a cero mostraba la portada de Lux. Para entonces ella ya había desaparecido y saludaba desde las ventanas de un hotel un rato después.
Sabe jugar, y usando las pantallas se revela contra ellas y busca el encuentro, la presencia. ¿Hace cuánto que viene vistiendo de blanco en cada aparición? La catalana sembraba pistas de su nuevo álbum desde hace dos años, cuando se presentó en un desfile de Dior en París con un estilo que en Vogue definieron como “puritano”. También llamaba a la participación con pequeños guiños, como postear una foto suya leyendo una partitura en un bar, que invitó a sus seguidores conocedores de música a intentar descifrarla. Así, en lugar de viralizar un par de pasos de baile replicables casi que industrialmente, Rosalía impulsó la pausa, el análisis, el estudio, el talento.
Es un mantra, un gesto de fe para los que todavía creen en lo tangible; un álbum con 15 tracks en su versón digital que trae 18 canciones (tres de yapa) en cualquiera de sus formatos físicos (vinilo y CD).
Con este mismo sentido, la segunda canción de Lux, Reliquia, se “coló” durante una hora en Spotify antes de que el disco saliera. ¿Estrategias de marketing? Tal vez. La mente de la diva catalana obra de maneras misteriosas. Solo ella podía confiar en que, en pleno siglo XXI, organizar listening parties podía ser una idea exitosa. Invitó a periodistas, amigos (celebrities) y seguidores sorteados, en varias ciudades como Nueva York, Ciudad de México, San Pablo y Buenos Aires. Estas escuchas eran en salones blancos con cortinas sobre las que se proyectaban las letras del disco, y en la puerta se entregaban rosarios y encendedores como souvenir.
En el encuentro de Barcelona se montó como un pequeño altar, y mientras ocurría la escucha, una mujer descansaba encima. Canción tras canción comenzaba a moverse lento, cambiando de pose, hasta que finalmente se reveló que era Rosalía. Ella misma participando y ofreciéndose como signo, haciendo que su música, su nuevo disco, encarnara.
ROSALIA
¿Quién decide qué es el pop? ¿Y quién es Rosalía cuando decide desobedecerlo?
AFP
Ya se habló suficiente de Lux, pero es que la apuesta que está haciendo la artista con ese disco dice mucho más sobre ella que cualquier biopic. Es un mantra, un gesto de fe para los que todavía creen en lo tangible; un álbum con 15 tracks en su versón digital que trae 18 canciones (tres de yapa) en cualquiera de sus formatos físicos (vinilo y CD).
Es la materialización más pura y dura de su obsesión investigativa. Por ejemplo, la catalana consideró que Lux debía contener un aria —una composición musical para una sola voz, acompañada por un instrumento u orquesta, muy común en la ópera o el oratorio— y retomó clases de piano, técnicas clásicas de escritura vocal y hasta italiano para poder componer Mio Cristo piange diamanti.
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Frente a las críticas por apropiación cultural, usos religiosos y de otros idiomas, las declaraciones de Rosalía fueron firmes: “Pertenezco al mundo y el mundo está conectado. ¿Por qué me vendaría los ojos?”.
En un ecosistema musical que exige inmediatez y canciones diseñadas para retener la atención en segundos, su propuesta —este disco y, a esta altura, toda ella— es profundamente anticomercial. No porque no vaya a gustar masivamente, sino porque es, sencillamente, libre. ¿Quién decide qué es el pop? ¿Y quién es Rosalía cuando decide desobedecerlo?