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Domingo 1 de diciembre, poco después de las 21 horas. Surge una pregunta en el Estadio Centenario, que acaba de aguantar el último coletazo lluvioso del día. ¿Cómo podrá hacer Lenny Kravitz para mantener el nivel luego de arrancar su primer recital en Uruguay con una aplanadora rockera como Are You Gonna Go My Way?
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Dos horas después llegaron las respuestas. Las casi 20 mil personas que colmaron la tribuna Olímpica estaban totalmente entregadas, coreando, aplaudiendo, siguiendo el ritmo y moviendo los brazos a imagen y semejanza del Ministro del Rock and Roll. Todo esto durante la larguísima coda de Let Love Rule, su primer éxito y el único bis de la noche. Ya no necesitaba cantar, había llegado, visto y vencido.
Entre un momento y otro se sucedió un recital contundente, con escenario, luces, pantallas y banda al tono. Lenny trajo, detrás de sus lentes de sol y debajo de sus dreadlocks, sus tres décadas y media de carrera a Montevideo con su Blue Electric Light Tour. Vino a matar y mató.
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Lenny junto al guitarrista Craig Ross
Mauricio Rodríguez
Alguna vez este neoyorquino se definió como “mitad negro y mitad judío”. Alguna vez, algún ejecutivo discográfico con poca visión de futuro dijo que la música que él hacía no era lo suficientemente negra para un público negro, ni lo suficientemente blanca para un público blanco. No es la única contradicción en él, deliberada o no. Abajo del escenario, este hombre nacido el 26 de mayo de 1964 gusta de llevar una vida alejada del arquetipo del rockstar: no tiene un historial de hoteles destrozados, grandes escándalos, una fila de mujeres reclamando exámenes de paternidad para sus hijos ni necesidad de cambiar de sangre. Según ha dicho, ha cortado de raíz un consumo de drogas que llegó a tener niveles peligrosos. Pero arriba de las tablas, ah, sí, ahí la cosa cambia.
Sabedor de que además de su música, su atractivo físico —no hay Cristo que pueda explicar cómo se puede tener 60 años y estar así— es otro de sus puntos a favor, tiene bien estudiadas y puestas en práctica todas las “poses” posibles: con el guitarrista, con el bajista, con él mismo, todo para deleite de fotógrafos y fanáticos, para las revistas y para el Instagram. Claro que semejante envase está lleno de contenido; Lenny toca (guitarra eléctrica, guitarra acústica, bajo) y canta como los dioses y todas las canciones, desde Let Love Rule de 1989 hasta las tres del álbum Blue Electric Light de este año (TK421, Paralyzed y Human) suenan casi exactamente como los discos (en algunos casos sin el casi, porque también apela a pistas previamente grabadas en algunos pasajes).
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Mauricio Rodríguez
“Montevideo, estoy muy feliz de estar acá con ustedes. Es una celebración, otros días de vida, otro día para amar. Está es nuestra casa esta noche y todos somos uno. Entonces empecemos… i'm trying… agradeciendo a Dios”, fue la más larga de sus concesiones al castellano en la noche, la que resumió su declaración de principios. No se habían sucedido ni media docena de temas y ya había demostrado una de sus características más notables: su tremenda eclecticidad, esa que le hace pasar del rock más furioso al pop más elaborado, a los guiños soul y de ahí al funky, en perfecta continuidad. No en vano fue fan de Prince, un postgraduado en esa versatilidad; de hecho, antes de la fama, su nombre artístico era Romeo Blue, su inocultable homenaje al genio de Minneapolis.
También en este escaso tiempo ya se había mostrado como un divo y como un dechado de simpatía a la vez (aquí ha logrado aventajar a su admirado: Prince era divo, nomás). Ya había comenzado a ponerse a la gente en el bolsillo. Alguien en particular no olvidará nunca este recital. “Lenny, dejé a mi marido en casa solo para conseguir un abrazo tuyo”, rezaba en inglés el cartel de una fan en la platea. Lenny lo vio, la hizo subir al escenario, cumplió el pedido y se sacó una selfie con ella. Ovación total.
Alguien podría pensar que luego de haber dejado atrás la intensidad argentina, su anterior escala del tour, esa que significó dos sold out en el Movistar Arena de Buenos Aires, un público eufórico como muy pocos en el mundo y un presunto romance con la actriz y modelo Eva de Dominici, venir a esta orilla del Río de la Plata a enfrentar a una audiencia que suele estar a tono con la penillanura suavemente ondulada del país podía ser un golpe a su ego. Eso estuvo muy lejos de pasar: la gente tanto deliraba con sus poses y contoneos pélvicos (los sutiles y los ostentosos) como cantaba bajo su batuta Stillness Of Heart, apenas acompañada por la guitarra de Craig Ross.
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Los músicos que lo acompañan son cosa seria. Ross intercala con el propio Lenny eso de ser la primera guitarra, pero con el solo en la conmovedora Believe ya le alcanza para ganarse el sueldo. Lleva más de 30 años con la estrella. En algunos casos, parecía que -al igual que el jefe- su solvencia iba de la mano con su excesivo buen ver: el surcoreano Hoonch The Wolf Choi, bajista y tecladista, destaca tanto por su técnica como por lucir sus abdominales marcados; también alarde de físico hace el saxo barítono Michael Sherman, muy parecido a Malibu, el de American Gladiators; la baterista Jas Kayser (merecidamente muy aplaudida a la hora de las presentaciones), además de dejar chiquito a su instrumento, es sumamente bonita. ¿Eso habrá tenido que ver a la hora del casting? Del resto, el tecladista George Laks no erra una nota, el saxo tenor Harold Todd la descose, el trompetista Cameron Johnson es otro capo, hasta los coristas Amiri y Rahiem Taylor se lucen, en fin…
“Esta es mi primera vez acá (en Uruguay), no sé por qué se demoró tanto”, dijo el artista ya en la segunda mitad del show. “Este es el inicio de una nueva relación”, agregó ante una multitud derretida. “Realmente te amo, Uruguay”, añadió. Tamaña dulzura fue sucedida por una arremetida final de éxitos, desde el potente Always On The Run (escrita “junto a un compañero de liceo”, un tal Slash), al sofisticado It Ain't Over 'til It's Over; desde el romanticismo rockero de Again (que le significó un Grammy en 2001), al funk-pop-alternativo de Fly Away (que ya le había valido otro en 1999).
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Mauricio Rodríguez
Con una bien nueva —Human, con toques de new wave— y la ya señalada Let Love Rule, la más vieja de todas, culminó su romance de dos horas y poco con Montevideo. Lo hizo caminando entre el público más cercano al escenario (el de las entradas más caras, obvio), repitiendo (¿hasta el empalago?) sus declaraciones de amor a los fans, al país que acababa de conocer y al que prometió volver, y al propio amor. Recién ahí el Ministro del Rock and Roll, magnético como un predicador evangélico, reverenciado y reverente, dio por terminada su ceremonia.