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Una chica normal

El caso de Swift es tan singular y contracorriente que espero indique que algo está cambiando en este mundo figurón, infantil y memo

Columnista

¿Son ustedes swifties? Para que vean lo fuera de onda que estoy, recién ahora me entero del fenómeno cósmico del momento: Taylor Swift. Las cifras de esta estadounidense de 34 años hablan por sí solas. A su edad la cantante y compositora ha logrado amasar una fortuna de 1.100 millones de dólares, buena parte de esta cantidad generada, además, solo en 2023. Para describir su éxito bastaría con reseñar que, si se hacen las cuentas de lo que recauda solo en Spotify, es como si cada habitante de este planeta hubiese escuchado tres canciones suyas en los últimos meses. La Reserva Federal, por su parte, reconoce que su actividad ha inyectado últimamente 5.000 millones de dólares a la economía de los Estados Unidos. Y, por si fuera poco, Swift es capaz de producir terremotos, y en el más literal sentido de la palabra. Se cuenta que los miles y miles de swifties­ reunidos en el estadio Lumen Field de la ciudad de Seattle provocaron una actividad sísmica de magnitud 2.3. Todo esto me tiene estupefacta, pero al mismo tiempo me alegra que exista alguien como ella. Sobre todo porque los milmillonarios de hoy en día, los Musk, los Zuckerberg, etcétera, no solo parecen unos nenes caprichosos sino que, además, dan miedo. Aún estoy esperando el “combate del milenio” que ambos anunciaron iban a montar para darse piñazos en el Coliseo de Roma y retransmitirlo urbi et orbi. Por suerte parece que al final Zuckerberg­ recapacitó diciendo que le parecía poco serio tan planetario duelo de superhéroes. En fin, en medio de tanto infantilismo y de la cada vez más alarmante admiración que producen las —y los— extramegarricachones (sean estos empresarios de gran talento como Musk o Zuckerberg o influencers inanes, me da igual), reconforta pensar que no a todos los que tienen un éxito planetario les da por la pavada. Y en esto, el caso de Swift es paradigmático. Ni siquiera la revista Time, que la nombró Persona del año 2023, ha conseguido­ arrancarle datos memos­ de esos que tanto gustan prodigar otras superestrellas. Sus declaraciones no son ni falsamente modestas ni tampoco parece creerse nada especial. Una chica normal. Esa es la impresión que uno saca al leer sus declaraciones. Por eso me alegro tanto de que sea la megaestrella del momento. Lo “normal” es ahora tan poco habitual que se vuelve precioso. El caso de Swift es tan singular y contracorriente que espero indique que algo está cambiando en este mundo figurón, infantil y memo en el que quien más éxito tiene es el que hace la bobada más grande. Un fenómeno tan digno de estudio el suyo que incluso se ha acuñado el término swiftonomics, que intenta explicar, desde el punto de vista económico, su singular caso. Pero aún hay más. Universidades muy destacadas ofrecen actualmente lo que podríamos llamar “Clases de Literatura con Taylor Swift”. En la universidad de Gante, por ejemplo, la profesora Elly McCausland imparte un seminario que estudia la relación de sus canciones con clásicos de la literatura inglesa. En las obras de Swift, McCausland ha encontrado ecos de Keats, Charlotte Brontë e incluso de Shakespeare. ¿Exageración? ¿Delirio? Si sirve para interesar a los estudiantes por la literatura universal, ¿por qué no? Al fin y al cabo, como afirma la crítica literaria Stephanie Burt, que en marzo ofrecerá en la Universidad de Harvard una clase sobre Swift: “Aquellos que están en contra de un proyecto así deberían recordar que todo lo que es preciado hoy en el Departamento de Literatura Inglesa fue considerado en su momento arte popular y sin prestigio, desde los sonetos de Shakespeare hasta los comienzos del género novelesco”. Para añadir un dato más a esta paradoja habría que decir que Taylor Swift, tal como ella confesó al recibir su doctorado honoris causa en Bellas­ Artes por la Universidad de Nueva York, es autodidacta y solo fue al instituto hasta los 15 años. Pero eso, al menos para mí, no solo no resta valor a su obra sino que lo multiplica. ¿Al fin qué si no simples autodidactas fueron en su día las Brontë, Joseph Conrad, Dickens e incluso el propio Shakespeare? También, y para hablar de nuestro propio terruño, Borges, Cortázar o Vargas Llosa. Ninguno fue a la universidad, ni falta que les hizo.