La clave de la decoración más armónica: aprender a mirar
Daniel Karausz era un joven carpintero que llegó a la capital uruguaya desde el Imperio austro-húngaro y comenzó a comerciar muebles hasta establecerse y poner su propio negocio, donde hoy está el Museo Figari. Murió a los 90 años, pero su legado lo continuó su hijo Jorge, que había heredado el mismo ojo experto de su padre para distinguir qué muebles y qué tipo de madera era la más valiosa, francesa o inglesa, y cuál la más fuerte, como caoba, jacarandá o nogal. El público del anticuario en sus inicios era gente de la alta sociedad: “Hacían cola con los coches frente al local, porque, claro, no vendemos gato por liebre”, señala Jorge a Galería.
Desde los ocho años está sumergido en el mismo mundo que su padre; se notaba que tenía madera desde el momento en que contaba que le divertía ver cómo el tiempo deterioraba algunos de sus juguetes. De más grande conoció el interior del país, donde comenzó a comprar muebles antiguos, no solo de mueblerías. Consigue las mejores piezas en remates o casas de familia. Es capaz de decirles a los dueños: “Vaya a la mueblería y elija el mueble que sea, que yo se lo compro y me quedo con este”.
Pero tras casi 50 años ininterrumpidos de trabajo apareció la pandemia y un importante problema de salud para Jorge. “Le pusieron cuatro bypass, le pedí que no trabajara más”, cuenta su esposa, Cristina Crosa; “pero estuve mal, ¡él quería seguir trabajando!”, aunque Ciudad Vieja ya no fuera la misma.
Jorge Karausz y su esposa Cristina Crosa.jpg
Jorge Karausz y su esposa Cristina Crosa
Adrián Echeverriaga
En 2021, Jorge quiso jubilarse, pero Federico Buker no se lo permitió. El coleccionista alemán-argentino un día se presentó y le dijo: “Te compro el negocio”. Pero le puso una condición: que Jorge siguiera al frente de la selección de las piezas. Se quedaron con Cristina como directores de Karausz.
Buker se casó con Valeria (la otra actual propietaria del negocio), uruguaya que lo arraigó al país. Él era cliente de Karausz padre, por eso lamentaba que pusieran a la venta el local. “A mí antes me gustaba lo moderno porque era lo que yo veía, hasta que con Federico me empecé a empapar de la historia de cada mueble, de cada cuadro, e inevitablemente me empezó a gustar lo antiguo, esa versatilidad que te da, la calidad”, observa su esposa, mientras explica que una cosa es una alfombra y otra cosa es una alfombra persa. “Esas duran 50 años, y no hacen dos iguales”, agrega Buker.
Federico Buker y su esposa Valeria Karausz.jpg
Federico Buker y su esposa Valeria delante del tapiz de Flandes
Adrián Echeverriaga
Pero la pareja no descartó la idea de darle un refresh al negocio y para eso convocó al decorador de interiores y artista plástico Juan Carlos Areoso, que le dio al espacio un toque ecléctico, mezclando lo antiguo con lo moderno de su arte y diseño; espejos por todas partes que reflejan el match perfecto entre un antiguo secreter y una lámpara contemporánea, con uno de sus cuadros detrás: “Ese es el shock que queremos provocar en el público”.
Karausz puso las piezas y Areoso el expertise para que al reordenarlas y separarlas en ambientes por telas oscuras, darles un color gris oscuro y azul intenso a las paredes y una iluminación escenográfica cada una de ellas tuviera “brillo propio”, protagonismo. “Tenés que avivarlos para que reaccionen. Las arañas son elementos lumínicos, sí. Pero acá están apagadas. Se las ilumina para que se vean y pasan a ser un objeto ornamental, y quien la viene a comprar la ve mucho más maravillosa de lo que la lámpara es en sí misma”, explica el artista.
“Antes tenían una mueblería, ahora tenemos un anticuario”, señala. Su intención era darle a toda esa información suelta una narrativa que “los haga cambiar de mentalidad”: cualquiera de estos elementos puede combinarse con otros contemporáneos y “se potencian”.
Juan Carlos Aereoso.jpg
Juan Carlos Aeroso, decorador de interiores y artista plástico
Adrián Echeverriaga
En Karausz “no es como comprar en un kiosco”. Jorge quiere cambiar la tendencia a que toda la gente tenga lo mismo. Las personas llegan, miran, miden, piensan si le puede quedar bien en su casa ¡y hasta lo prueban!
El objeto más antiguo que vende Karausz es un escritorio con alzada del siglo XVII, con cajones que abren en semicírculo, todo hecho a mano. Otro podría ser un tapiz de la Real Fábrica de Tapices Flandes que ocupa toda una pared al fondo del local. Una familia de artistas dibujó y tejió por encima su diseño, donde un metro cuadrado tardaba alrededor de tres meses en terminarse. Este en particular tiene un año y medio de trabajo, y aunque está algo restaurado tiene un valor de 50.000 dólares. Irónicamente, si Federico o Jorge vendieran esta pieza, la llorarían. “Todos los días cuando entro a la mañana lo primero que miro es si sigue estando”, cuenta el primero.
reloj francés Karausz.jpg
Adrián Echeverriaga
El objeto más raro, cuenta Cristina, es un reloj de culto francés bañado en oro que cumple la función de despertador, y cuando llega la hora toca Claro de luna, de Beethoven, o Danubio azul, de Strauss.
Una suerte de resurrección para el diseño de interiores y la apuesta a lo nuevo de Cantú
Unas sillas afuera del local de Estudio Bulevar escoltan un vidrio desde el que, si se asoma, uno puede ver un espléndido sillón midcentury de tres cuerpos y el escritorio de Leonardo Cantú. Su familia siempre estuvo ligada al arte: su abuelo era escultor, su padre fue director del Museo Nacional de Bellas Artes, su tío tenía un anticuario en Buenos Aires, su tía era alumna de Torres García… y así lo volvieron el negocio del apellido. Leonardo comenzó su colección con un local en La Barra, en Maldonado —donde hoy se encuentra el atelier del artista Ignacio Zuloaga—, y atrajo a clientes sobre todo del exterior (Europa, China y Brasil). Hoy Cantú busca reinventarse para el mercado local con las ideas de Paulina, su hija. Ella trabaja a la par con Pinotea Decoraciones, un emprendimiento de objetos y muebles de diseño artesanal inspirados en la cultura y la industria uruguaya, de lana, lonja, madera y hierro.
El local compartido es pequeño pero muy curioso. Tiene desde antiguas arañas intervenidas por pintura de colores y objetos de decoración como frutas de cristal hasta una perinola y una peluca samurái guardadas en el cajón de una gigantesca biblioteca, que tiene su historia. Leonardo la vendió hace 25 años, pero por vueltas de la vida regresó a sus manos, y a Cantú. Estaba distinta; llevaba otro tapizado en la parte de atrás, escocés, y tenía un lustrado oscuro. Ahora la llevaron a su color de madera natural, la tapizaron con pana y le instalaron iluminación. Tiene un valor de 150.000 pesos.
Biblioteca de Cantu.jpg
Valentina Weikert
Todas sus piezas las consiguen en casas de remates (ellos también son organizadores de remates), ferias y gracias a familias que llaman para vender sus pertenencias. Cada lunes, padre e hija cierran la tienda y se dedican a esta “cacería”.
Cuando compraron el sofá de los años 50 estaba tapizado en una tela gastada, “horrible”, pero la estructura era buena y los resortes de cobre resisten mucho. “Son cosas que ya no se hacen, ahora todo viene de China, use y tire”, lamenta Leonardo. “Un sillón como ese te dura 40 años”, entonces lo restauran. Hoy está retapizado, con el cuero nuevo. Por otro lado, Paulina señala que “si el día de mañana te vas a mudar y querés vender un mueble melamínico, tiene valor cero. Mientras una cosa como esta siempre va a valer”. Y asegura que cualquiera de estas piezas está seleccionada especialmente para “el arte de combinar”. Ya son varios los diseños de interior que ve que se comportan como “un apartamento fusionado”: “Mirá este secreter, capaz lo ponés en la casa de tu abuela y pasa desapercibido, ni lo miran, pero si lo mezclás bien en el tuyo…”.
El objeto más antiguo de Cantú piensan que es una escribanía del año 1800 con la que la gente se iba de viaje y en ella llevaba tinta, plumas y papel para escribir sus cartas. Según Leonardo, “tiene secretos”, como un cajoncito oculto: al presionar en un extremo de la hendidura para la tinta, se levanta esa pieza de madera dejando lugar a un compartimiento para monedas de oro. “Son cosas lindas, pero hoy son difíciles de vender”.
Secreter de Karausz.jpg
Valentina Weikert
No se explican cómo todavía conservan esa simpática mesita matera del siglo XIX a la que no tuvieron que hacerle absolutamente nada y que marca presencia junto a otra enorme mesa ratona made in Cantú. Esa pieza es la representación exacta de a lo que se dedican: “Encontramos unas puertas de caoba tiradas en un deshuesadero de San José, que eran de Colonia del Sacramento. Si te fijás, todavía ves las marcas de las cerraduras. Nosotros las transformamos en una mesa”, cuenta Leonardo. El pie es la raíz petrificada de un árbol, un tronco que encontraron calificado como basura en una carpintería. La llamaron la mesa fósil y está a la venta por 64.000 pesos.
Leonardo y Paulina Cantú.jpg
Valentina Weikert
“Esta es un poco nuestra filosofía. Que las casas no estén uniformadas con la misma alfombra, el mismo sillón, la misma butaquita; que tengan personalidad. Una lámpara que la veas y te acuerdes siempre de dónde la compraste. Que tu biblioteca no tenga los adornos medidos milimétricamente como en una revista de decoración y, si querés tener tu recuerdo de Río de Janeiro con brillantina, lo tengas”, resume Paulina. “La idea es que tu casa hable de vos” y cuente una historia así como la cuentan las piezas antiguas.