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Llega diciembre y se desata el caos: los viajes en Uber están a precio de limusina, los shoppings parecen hormigueros con aire acondicionado y wifi, y el tránsito te hace replantearte en serio la posibilidad de adoptar una cabra y mudarte a un lugar sin semáforos.
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En medio de esta histeria colectiva, mi agenda parece un sudoku (de esos que solo puedo resolver haciendo trampa). Almuerzos que se superponen, regalos que no llegan a tiempo y noches de insomnio que se acumulan… al igual que las deudas de la tarjeta, los mensajes sin responder y algún que otro plato sucio.
El teléfono vibra tanto que ya no sé si me está avisando de mensajes o si simplemente protesta porque tampoco puede más con diciembre. De hecho, vibra tanto que estoy considerando usarlo como masajeador cervical.
¿El lunes? Asado con los de fútbol. Pienso en faltar, pero la presión social me vence. El martes, la fiesta del colegio de mi sobrina me tiene atado de pies y manos. Y el miércoles no me queda otra que dividirme para ir a la despedida de año del trabajo y también llegar a tiempo a aquella otra cosa que me surgió a último momento.
El jueves cumple mi amigo Yoel —me la agarro internamente con él, aunque sé que no es su culpa—. Y el viernes, el sábado y el domingo, con sus cenas interminables, me dejan al borde del colapso (y aferrado al omeprazol).
Así, entre un brindis y otro, me doy cuenta de que no solo estoy corriendo detrás de compromisos, regalos y mensajes, sino también de mí mismo. Y no es solo mi percepción: expertos llaman a este fenómeno catch-up culture, o cultura de ponerse al día, y básicamente consiste en sentir que siempre estamos atrasados, que nunca alcanzamos a cumplir con todo y que, si nos tomamos un minuto de respiro, el mundo entero nos pasa por encima.
Estudios recientes muestran que este estrés constante no solo causa ansiedad y sensación de vacío, sino que también afecta el sueño, la concentración y hasta la digestión. Así como el hígado no tolera tres cenas seguidas, el cerebro tampoco soporta 10 conversaciones de WhatsApp en simultáneo.
La gran ironía es que, mientras uno más se esfuerza por “ponerse al día”, más nota que es un objetivo imposible, como tratar de llenar un balde agujereado. Por lo que, si clavo el visto, sepan disculparme… Estoy haciendo lo que puedo.
Entre tanta obligación disfrazada de celebración, lo que más extraño es un rato conmigo mismo: un silencio, una siesta, un pedacito de vida que no exija RSVP. Porque al final diciembre es como una licuadora sin tapa: todos terminamos un poco salpicados, un poco vencidos y un poco preguntándonos por qué seguimos apretando el botón.