La invalidación también está dada, en parte, por la falta de rituales sociales y un marco legal para abordar estas situaciones. En ese sentido, en setiembre de 2024, la Cámara de Representantes aprobó un proyecto de ley para nacidos sin vida promovido por la exsenadora Carmen Sanguinetti, que propone reconocer el derecho de los padres de bebés con muerte fetal, lo que daría la posibilidad de inhumación, cremación e inscripción, además de permitir licencia especial por duelo. El proyecto está aprobado pero aún no se reglamentó, por lo que se espera una definición de lineamientos a seguir para que esta ley pueda ser aplicada.
Hasta ahora, este derecho solo regía para pérdidas con más de 20 semanas de gestación o un peso mínimo de 500 gramos. Al defender su proyecto, Sanguinetti afirmó que “no hay correlación entre la cantidad de semanas y el nivel de dolor”.
Cuenta Stiglitz que en otros países hay emprendimientos que proponen sesiones de fotos de estas madres o parejas con objetos del bebé o una ecografía como una forma de ayudar a construir el proceso de duelo a partir de un ritual de despedida.
Golpe de realidad
Stephanie Viroga es médica especializada en ginecotología y señala que a diario reciben situaciones de pérdida de embarazo en el primer trimestre, generalmente causadas por factores genéticos. “Es muy frecuente en el primer trimestre y muy poco frecuente al final del embarazo”. Lo mismo apunta Stiglitz, quien atiende pacientes que han atravesado incluso varias pérdidas gestacionales en etapas tempranas del embarazo. La prevalencia de estas pérdidas, concretamente, es de uno de cada cuatro embarazos, una cantidad que sorprende a quienes la experimentan, que suelen estar convencidas de que su situación es inusual. Una cadena retroalimentada, justamente, por el tabú y el silencio del asunto.
Aunque tanto en sus consecuencias físicas como en su prevalencia sean situaciones distintas desde la concepción médica, Viroga indica que “el impacto en la salud mental de la mujer y las parejas es muy profundo” y, al mismo tiempo, el sistema médico no dispone de una estructura definida para abordar las pérdidas en etapas tempranas: “Todos los sistemas de salud tratamos de dar apoyo a la paciente con las herramientas que tenemos, todos tenemos equipos de salud mental, aunque no son suficientes. Siempre tratamos, pero no hay un marco establecido”. En esa línea, se espera que se reglamente la ley para nacidos sin vida.
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Si bien desde la propia especialidad los médicos están formados y preparados para dar malas noticias, actualmente cada uno aborda las pérdidas gestacionales de acuerdo a sus propias herramientas adquiridas. “Estamos en ese gris en el que no sabemos qué hacer todavía”, subraya Viroga.
Stiglitz, por su parte, plantea que es fundamental que exista mayor capacitación para todo el personal de salud respecto a cómo tratar estos duelos con las pacientes. “Algún médico ginecólogo que no trabaja en reproducción asistida puede llegar a decirle a su paciente que se relaje, y la realidad es que sabemos que hay un diagnóstico médico que quizás no tiene que ver con eso”, sostiene.
Por lo pronto, Viroga explica que, debido a su alta prevalencia, se intenta muchas veces poner paños fríos en un primer control con las pacientes: “El embarazo sigue siendo una situación muy romantizada. Cuando uno tiene un test de embarazo positivo, más cuando es buscado, se desencadenan una cantidad de sentimientos y fenómenos sociales y familiares enorme. Y a veces en ese primer control tratamos de poner un poco de hielo. Suena a ‘qué amargos’, pero uno trata de sacarle romanticismo, porque un test de embarazo está bien distante de tener un niño sano en la casa”.
Esperando el día
Son fechas difíciles para Jimena. Esperaba pasar este Día de la Madre con su tan anhelada panza y, en cambio, lo vivirá con la angustia de un nuevo embarazo que no pudo ser. “¿Cuándo será el día que se dé? No hay palabras, lo único que querés es dar vida, llenar de amor, y las cosas no se dan como una quiere. Lo más duro de atravesar estos duelos es vivirlos en épocas así”, expresa.
La psicóloga Stiglitz subraya que un diagnóstico por infertilidad es otro duelo desautorizado y silenciado. Sobre todo porque la sociedad aún no percibe este asunto como una enfermedad: “Es un duelo invisible, por ese relato social que pone sobre la mesa que la infertilidad es ‘no lo estás deseando lo suficiente’ o ‘no te estás relajando lo suficiente’. Hay una situación médica que la persona está atravesando y que el resto de la sociedad la ubica en un lugar de deseo”.
Jimena lo intentó por última vez el 20 de marzo; esta vez, mediante ovodonación. Llevó seis meses conseguir una donante de óvulo y, tras temas burocráticos del Fondo Nacional de Recursos que llevaron a aplazar el procedimiento por cuatro meses, el 20 de marzo se hizo la tan esperada transferencia de blastocistos, es decir, de embriones en etapa temprana. “Estaba muy tranquila, muy en paz y confiada porque eran de buena calidad los embriones”, cuenta. Se certificó en el trabajo durante los 14 días de espera, ya que su mente “iba a 1.100”. No hubo pérdidas, sí muchos dolores, que atribuyó a la endometriosis que padece. Pero “resultó ser un positivo muy bajito”. “Me hicieron cancelar toda la medicación que estaba tomando, fue otro duelo, todavía me está costando levantarme y estoy con ayuda psicológica, pero es duro, muy duro”.
Este fue el último de los tantos duelos que Jimena viene atravesando desde octubre de 2023, cuando, a los 34 años, optó por la maternidad monoparental, es decir, sin pareja. “Decidí ser madre sola, que es otro duelo. Hoy elijo esto abriéndome a la posibilidad de que el día de mañana sea diferente, pero no quiero atrasar mi maternidad por esto ni empezar una relación con la condición de que quiero ser madre. Es un proyecto mío y no está bueno imponerlo”, apunta.
Su otro duelo va de la mano de la endometriosis, una enfermedad que “causa mucha infertilidad”, explica. Cuando decidió ser madre, en uno de los estudios le encontraron líquido en una de las trompas de Falopio, lo que provocaría aún mayor infertilidad, por lo que decidieron operarla. Como entonces tenía “una reserva ovárica muy buena”, decidieron antes de la operación extraer óvulos. “El médico ahí se da cuenta de que tenía muchos quistes, la endometriosis estaba bastante complicada”. Pero la operación terminó complicando aún más su situación. “Operaciones anteriores me dejaron adherencias y tenía los órganos pegados. Me sacaron las dos trompas y se les rompió uno de los intestinos”. Al tiempo, volvieron a operarla para “sacar otro foco de la endometriosis”. Tras recuperarse, midieron su reserva ovárica, y obtuvo el resultado más temido: “Con la operación, perdí mi reserva ovárica”. Otro duelo inesperado. “Sentía que estaba más cerca y a la vez más lejos”, ya que se seguían sumando problemas que dificultarían su embarazo.
El siguiente paso fue intentar una fecundación in vitro. Le transfirieron un embrión, pero “no era de tan buena calidad”, por lo que el resultado fue también negativo. “Fue doloroso pero a la vez esperanzador. Siempre estuve agradecida de la oportunidad de poder hacerme estos procedimientos, porque hay muchas mujeres que por un tema económico y emocional no pueden”, cuenta. A esto se le suma que más allá de tener una red de contención, al ser monoparental “está sola” en todo este proceso.
Tras una segunda fecundación in vitro que no dio resultado (que, además, fue financiada en su totalidad por el Fondo Nacional de Recursos), decidió recurrir a la ovodonación. “Era otro intento que se iba, que encima era copago cero, y se desaprovechó”.
Hoy, tras su último intento en marzo, espera sanar antes de seguir. Pero no desistirá. “Hay que seguir, sé que lo voy a lograr en algún momento. Primero necesito estar tranquila, porque he pasado muy mal”, detalla.
Valió la pena
La historia de Inés Hernández tiene final feliz. Hoy, con nombre y apellido la cuenta en su libro, Si valdrá la pena, y la comparte con Galería.
Todo empezó con la búsqueda de su primer embarazo y culminó con el nacimiento de sus dos hijos. En el medio, sin embargo, transcurrieron casi cuatro años de una montaña rusa de emociones repetidas: esperanza, miedo y desolación. En ese período atravesó por lo menos tres duelos.
Inés tenía todo calculado: junto con su esposo, planificó la fecha que entendía idónea para ser madre. “Fue pensando que todo iba a salir bien, como cualquier persona espera; pensando que la naturaleza me iba a acompañar”, cuenta.
Comentarios como “al menos no pasó después” o “bueno, pero no lo conociste, no tuviste contacto” o “capaz que necesitás vacaciones” son reacciones frecuentes del entorno, que, lejos de ayudar, terminan llevando a que muchas parejas o madres elijan vivir su duelo en completo silencio.
Confirmando esta sensación de certeza, Inés quedó embarazada enseguida. Las siguientes semanas transcurrieron entre lecturas y mucha ilusión: Inés, que ya calculaba la fecha de nacimiento e imaginaba cómo sería el rostro de su bebé, quería saber todo lo que le deparaba en los próximos meses. Hasta que llegó la semana siete. “Un día fui al baño y tenía pérdidas. Fue horrible, lo peor del mundo”. Inés imaginaba todo, menos eso. “No era una posibilidad que me pasara eso, y tampoco había escuchado que le pasara a mucha gente. Sentí que sería algo excepcional”, relata.
Su intranquilidad y preocupación contrastaron con la calma de los médicos, que le dijeron que no se preocupara, que era mucho más frecuente de lo que imaginaba, algo “supernatural”. Le mencionaron estadísticas. Uno de cada cinco, 10. “Lo minimizaron. Me dijeron: ‘esperá tres meses para que el cuerpo se recupere de esto y buscá de nuevo’”. Sin consuelo, su cuerpo siguió desprendiendo en forma de sangre toda aquella ilusión.
Pasaron tres meses, volvieron a empezar y volvió, de nuevo, a quedar embarazada de inmediato. Esta vez, a diferencia del primer intento, aquella temida posibilidad flotaba en el aire. “Me daba miedo, pero al mismo tiempo pensaba: bueno, ya me pasó una vez, no me va a pasar de nuevo”.
Pero pasó, y a la misma semana. “Quería pasar esa franja de la vez pasada, me daba miedo. Ahí me hundí mucho y pensé: acá algo está pasando”.
Empezó, entonces, a moverse entre médico y médico, pasó por muchas especialidades, tanto de forma particular como en la mutualista. Le mandaron estudios que hoy, en retrospectiva, entiende que no eran suficientes. “En ese momento, un segundo aborto no era suficiente para decretar la infertilidad. Yo ya estaba muy mal emocionalmente. No iba a poder soportar un tercer aborto”.
Esta vez, el duelo fue más profundo. A los tres meses, su salud mental seguía muy afectada como para volver a intentar. Así que durante un año buscó sanar entre cursos de meditación, sesiones de reiki y otras redes de apoyo, mientras se multiplicaban los baby showers de sus amigas, veía nacimientos como nunca antes en las redes sociales y mujeres embarazadas en las calles. No faltaron esos comentarios desafortunados y a todas luces faltos de empatía: “Me preguntaban: ¿y?, ¿para cuándo? Y yo estaba ahí, en medio de ese momento. No todo el mundo sabía que yo había abortado dos veces”.
Ese año se hizo todo tipo de estudios, ninguno que detectara la causa de sus dos abortos. Pese al temor y las dudas, no encontraban motivos reales para dejar de intentarlo. Así que, una vez más, buscaron a su tan deseado hijo.
El tercer aborto fue devastador. No fue a la séptima, sino a la octava semana. Ahora, la desazón llegaba a través de la ecografía en la que, por primera vez, vio el embrión. “Todavía me acuerdo de su imagen, como un osito mini, de tres milímetros”, rememora. Al no detectar latidos, le agendaron una nueva ecografía. Pero empezaron los sangrados. “Los procesos de aborto son muy dolorosos, porque vos estás con pérdidas, pero te miden la hormona beta hcg (hormona producida durante el embarazo), y a los dos o tres días te la vuelven a medir para ver si aumentó o disminuyó, porque capaz estás con pérdidas pero el embarazo sigue. Y cuando ves que baja, te confirman que abortaste”.
Desesperada, con la imagen del diminuto embrión grabada en la mente, intentó reconocerlo en cada expulsión con la esperanza de conservarlo para un estudio genético. “Nunca encontré nada que pudiera llevar a un laboratorio”, relata.
Aún no lo sabía, pero empezó a acercarse a esa luz al final del túnel cuando, en consulta con un internista —de las pocas especialidades que le faltaba consultar— una enfermera le recomendó a una ginecóloga. “Es Ana Capurro. En mi libro le dedico un capítulo, la tengo como mi ángel guía”. Fue esta ginecóloga especializada en infertilidad y reproducción asistida quien la orientó cuando ya se creía sin rumbo, quien le dio seguridad entre tanta incertidumbre.
En manos de su ginecóloga intentó primero con tres inseminaciones artificiales, pero no resultaron. Así que pasaron a la fertilización in vitro, de la que se desarrollaron dos blastocistos, y le transfirieron ambos: uno no implantó, y el otro sí.
Inés quedó embarazada. Superó la semana siete, la semana ocho. Los meses. Y así, finalmente, nació Matías, su primer hijo, que hoy tiene seis años. Fue su primera mayor felicidad.
Al tiempo, mediante el mismo procedimiento tuvieron a Tommy, su hijo de 4 años, una nueva e inmensa felicidad. “Fueron casi cuatro años, y porque me moví y me moví. Mucha gente desiste, están ahí, perdidos, ni te digo la gente del interior”.
Su libro, en el que detalla su experiencia en el camino de la infertilidad, busca ser un faro, una guía para que otras no bajen los brazos. Hoy, a partir del libro y los tantos mensajes recibidos por Instagram, se armó una especie de comunidad: Inés administra varios grupos de WhatsApp que ofician de red de apoyo, encuentros y validación ante un dolor que alrededor es muchas veces minimizado o silenciado. “Es la red de apoyo que a mí me faltó, de acá a la China”. Son grupos de madres que tras atravesar un duelo tan profundo como socialmente invisible ahora cargan a sus hijos en brazos. Y de otras que, aunque aún no se desvelen con el llanto de su bebé, ya son madres en su deseo. Para todas ellas, un justo y merecido homenaje.