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El turco no es un idioma fácil de aprender para los hablantes hispanos. Tampoco es sencillo para quienes hablan inglés, francés ni ninguna lengua indoeuropea. Es tan distinto, tiene sonidos tan ajenos a los nuestros, con raíces tan extrañas en el sentido de lo que es poco familiar que parece imposible comprender siquiera un saludo, una mínima frase. Aunque tiene un alfabeto latino (en 1928, el presidente turco impuso que el alfabeto dejara de ser árabe e instauró el latino, con el objetivo de europeizar Turquía), el idioma turco tiene palabras aglutinantes, largas, llenas de consonantes, que no se parecen en nada a nada, pues tiene, claro, profundas raíces árabes.
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En esta nota vamos a agregar una más a nuestra magra lista: hammam. Querido lector, conviene retenerla porque nunca se sabe y este término, que también es utilizado en el resto de Europa y que denomina al baño de vapor y relajación —el famoso baño turco —, desde luego que podría eventualmente colaborar a tu bienestar tanto físico como espiritual.
Pues en realidad, más allá de la profunda felicidad de los sentidos que se da en los hammam, la profusión de estos recintos tanto públicos como privados tiene su razón de ser por la tradición de la religión musulmana, que indica a los fieles la importancia de realizarse abluciones —limpiezas corporales— antes de rezar. Los musulmanes rezan cinco veces al día, al llamado del muezzin, que hasta hace un tiempo lo hacía un hombre desde el minarete de cada mezquita y hoy suena desde diversos parlantes repartidos por la ciudad.
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AFP
Para la religión del islam, que no tiene intermediarios, la oración fortalece la comunicación directa con Dios y uno de los preceptos en el que más hincapié hizo el profeta Mohammed fue su habilidad para limpiar el pecado, entendido como el miedo, la inseguridad, la angustia. “¿Qué pensarían si hubiera un río frente a la puerta de sus casas y se bañaran en él cinco veces al día? ¿Creen que les quedaría algo de suciedad? Eso mismo ocurre con las cinco oraciones diarias, a través de las cuales se limpian los pecados”, dijo, según el Corán, Mohammed o Mahoma, fundador del islam.
En Estambul, el mejor hammam, el más antiguo y bello es, sin ninguna duda, el Hürrem Sultan Hammam, a pocos pasos de Aya Sofia (la antigua basílica cristiana, luego convertida en iglesia ortodoxa y más tarde en mezquita) y la mezquita azul, ambas construcciones ubicadas en el barrio antiguo más emblemático de Estambul, Sultanahmet.
La entrada a este baño turco tiene un precio base de 95 euros y si el visitante desea servicios extra como masaje de pies, aromaterapia o un tratamiento especial para novias o novios, lo puede hacer saber a la entrada.
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Mi paso por este hammam empezó en los cambiadores, donde me dieron una bata, un locker para dejar lo que traía puesto, unos zapatos especiales y un bikini descartable. Una vez cambiada y envuelta en una toalla, vino una mujer, también ella envuelta en una toalla, con una sonrisa franca y aspecto fuerte y simpático, y me tomó de la mano. A partir de ese gesto de entrega —darle la mano a Necla, una mujer turca que se presenta como puede presentarse una amiga, y dejar que me lleve— empezó una suerte de “contrato”, un volver a ser niña o simplemente dejarme cuidar por otra mujer.
El hammam fue construido a petición de Roxelana Hurrem Sultan, esposa del sultán Solimán el Magnífico, en el siglo XVI (1556-1557 d. C.), donde solían estar los antiguos baños públicos de Zeuxippus (100-200 d. C.) destinados a la comunidad religiosa de la cercana Aya Sofia. Tiene dos cuartos, uno fresco y uno caliente. En este último, Necla me hizo sentar primero en bancos de mármol, donde ya había otras pocas mujeres, y me empezó a tirar cubos de agua tibia por todo el cuerpo. Luego de un rato, empezó a restregarme la piel de los brazos con cierta fuerza y con un cepillo suave con el fin de exfoliar y quitar la piel muerta, lo que al menos alimentó mi fantasía de salir de ahí siendo otra.
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Luego la espalda y las piernas. A continuación, me guio para acostarme boca abajo en el centro del baño, donde había un silencio no solemne, sino el que nace de una experiencia corporal y de un lugar con mujeres que no hablan, sino que sienten. Comenzó entonces el baño de espuma con toallas tibias húmedas empapadas de una crema con olor a jazmín, como si un mismísimo jardín inmenso de jazmines entrara en la piel. Tan placentero que no es fácil describir con palabras. Luego la limpieza del cuero cabelludo y pelo, con una fuerza y una maestría que me dejó la sensación de tener el pelo limpio para siempre.
Y siempre el agua que corre, en las bellísimas pilas, en el mármol luminoso, la media luz que se cuela por las pequeñas ventanas de vidrio de la cúpula, el sonido, el mismo estrecho de Bósforo o el mar de Mármara que bañan a Estambul como en un permanente bautismo y que le dan esa aura de ciudad purificante o “limpiadora”.
El paso por el hammam termina en el vestíbulo con una taza de té de granada y un sincero agradecimiento por Necla. Es el momento perfecto para admirar y contemplar la arquitectura del edificio, su preciosa luminosidad. Y para sentir gratitud por la sensación de estar más limpio, más liviano y por qué no, más conectado con Dios.