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Cuando Joaquín Torres García llegó a Nueva York quedó impactado por la dinámica de la ciudad, por su verticalidad y por su angulosa modernidad. Así lo cuenta en su maravilloso libro New York, en el que al tiempo que describe el paisaje urbano y sus formas, analiza el vínculo de este con el carácter de los estadounidenses. En un artículo publicado en la revista Catalònia en enero de 1920, el artista se dirige a los artistas catalanes, invitándolos a visitar la ciudad, no sin advertirles sobre el final: “Mas temo que seréis vencidos. Podéis ser vencidos de dos maneras: o bien sucumbiendo materialmente en la lucha, o bien sucumbiendo espiritualmente y deviniendo un hombre perfectamente normal”.
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¿Quién es ese “hombre perfectamente normal” del que habla Torres García? Es el hombre estadounidense utilitarista. A medida que uno avanza en la lectura de New York contempla un giro en la mirada del artista: una vez pasado el deslumbre con las formas y los modos de hacer, Torres García descubre que la cultura local es antes que nada una cultura de lo útil. Una en la que el sentido de la creación es otorgado por su posibilidad de utilidad, que se mide en dinero. Torres García se va sintiendo cada vez más ajeno a esa forma de tasar la obra artística y se va hartando de la ciudad y sus gentes, aunque persista su fascinación con las posibilidades estéticas que la ciudad ofrece.
Fast forward a los años ochenta del siglo XX. El filósofo alemán Jürgen Habermas publica su libro Teoría de la Acción Comunicativa, un notable esfuerzo por entender y captar la esencia del vínculo social y su relación con las sociedades que conforma. En él se describe, dicho a lo bruto, a la acción comunicativa como aquella comunicación orientada a encontrar un acuerdo con los otros. Una de las cosas que preocupa a Habermas en su libro es, dicho también a lo bruto, cómo la lógica del universo económico, orientada a la eficiencia y el beneficio, viene invadiendo lo que llama “el mundo de la vida”, que es el espacio en donde se lleva a cabo la acción comunicativa. Habermas se preocupa porque ve cómo la lógica de la utilidad, la misma que había terminado quemando a Torres García en Nueva York, 70 años antes, se impone sobre otras formas, más cooperativas, que él entiende que son mejores para gestionar las relaciones humanas.
También en esos años, el filósofo neoconservador estadounidense Daniel Bell detallaba un problema similar en su libro Las contradicciones culturales del capitalismo. Bell encontraba que la lógica del universo tecno económico, dirigida a la máxima eficacia, chocaba de frente con las demandas hedonistas del universo cultural. La respuesta de Bell difiere de la de Habermas en que apela a una suerte de regreso al “hogar común” que ofrece la vieja religión protestante como proyecto colectivo (por eso se lo considera neoconservador) mientras que Habermas da por abandonadas esas convicciones religiosas y se interesa por desentrañar racionalmente lo esencial del vínculo humano, en términos de cooperación. En ese sentido Habermas es un autor moderno.
Todo este rollazo previo se puede resumir en una idea tan simple como recurrida: esto es así por culpa del capitalismo, que todo lo convierte en material tasable y útil. Lo que no es útil, esto es, que no es vendible, es dejado fuera por ineficaz. Y en cierto modo, incompleto, es verdad. Incompleto porque ya no se trata de una imposición del “sistema” sobre las personas sino de una lógica que hace rato es parte de los valores profundos en que nos movemos, sea uno pro o anticapitalista. Como apunta el autor coreano Byung-Chul Han, el sujeto actual no responde necesariamente a un patrón de obediencia impuesto por una jerarquía exterior, sino que poco a poco se ha ido convirtiendo en esclavo de sí mismo. Hemos elegido la utilidad y la eficacia como reglas útiles no solo para las relaciones con otros, sino también en nuestro vínculo con nosotros mismos. La tensión que detectaba Torres García hace 100 años y Bell y Habermas hace 40, fue resuelta por la vía de la internalización de esos valores. Como apunta Han: “Nos matamos a base de autorrealizarnos. Nos matamos a base de optimizarnos”.
Tan es así que hoy hablamos de “perder el tiempo” para referirnos a esos momentos en que no hacemos nada “productivo” es decir, algo que pueda ser tasado en términos de eficacia por nosotros o por terceros. Como si en realidad no fueran precisamente esos los momentos en que uno puede reflexionar sobre lo que quiere o no hacer y, si tiene suerte, concluir algo sugerente al respecto. Por eso es valioso que alguien quiera estudiar siendo ya mayor. O que siga leyendo y/o escuchando música de anciano. No hay nada “productivo” en eso, el único sentido que tienen esas acciones es el de constituir un espacio propio para pensar y/o disfrutar. No se lee “para” o “por” alguna razón exterior sino por el placer mismo de la lectura o de la escucha musical. No hay ninguna “utilidad” tasable en ello.
Lo interesante es que la internalización de lo “útil” como faro de nuestras acciones no se refiere solo al universo de lo material o se resume en acciones negativas, como matarnos laburando en nombre del éxito. También lo hemos internalizado en zonas que consideramos positivas. Entendemos, por ejemplo, que una buena causa refuerza y justifica una obra artística. Es cierto que desde que el arte es arte, tanto artistas como gobiernos y grupos de presión, han instrumentalizado el arte. A veces hasta el punto de convertirlo en propaganda. Ahora no hace falta un Estado que proclame una estética oficial como fue, por ejemplo, el realismo socialista. Ahora son los propios creadores quienes tienen la convicción de que su arte es más poderoso y hasta más arte, si lo asocian con una buena causa. Pienso, por ejemplo, en algunas de las obras de más reciente edición de los Premios Cezanne, que justifican su existencia en la “necesidad” de exponer tal o cual problema social.
Igual, tampoco es raro que en concursos públicos que se supone que están destinados a promover la creación artística, se planteen criterios de “utilidad social”. Por ejemplo, que las obras deben visibilizar a tal o cual colectivo tradicionalmente excluido. O que expongan los problemas del cambio climático o lo que sea que dicte la agenda social de ese momento. El arte debe ser útil a causas que no admiten la menor demora, se nos dice. Por eso, es perfectamente razonable orientar la creación hacia esas zonas. Lo que no entiende el burócrata que redacta las bases de ese concurso es que muy probablemente eso que salga al otro lado del tubo ya no será arte. Y eso es algo que el artista debería tener claro, aunque no lo entienda el burócrata.
Como cantaban los rudos metaleros de Biohazard, “Enloquecidos por el dinero, el poder y la fama. Competencia y codicia en un mundo sin vergüenza”. Todas ellas exigencias y patrones que tenemos hoy internalizados y nos empujan. Pero, es bueno tenerlo presente, esa exigencia de utilidad también muestra toda su fuerza cuando se subordina la creación a las causas y modas intelectuales de turno. Estamos en la era de la utilidad absoluta y casi ni nos dimos cuenta.