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    Variaciones del amor en tiempos del silicio

    La IA aplicada al amor y al sexo está provocando que se crucen fronteras peligrosas, abriendo un territorio inexplorado en el que hay más preguntas que respuestas

    Columnista de Búsqueda

    Hace unos días recordaba un episodio muy inquietante de la serie Black Mirror, “Be Right Back”. Ash, el novio de Martha, muere en un accidente, y mientras ella llora su muerte alguien le ofrece un programa para seguir en contacto con su pareja, un software que, mediante inteligencia artificial (IA) y datos recabados en chats online, mails y redes sociales, es capaz de generar nuevas conversaciones. La protagonista, que en un principio se resiste, termina por entrar en el juego, primero a través de mensajes de texto, después agregándole imagen, voz. Y, a medida que lo va utilizando, el programa va acumulando información y refina su comportamiento. Cada vez es más parecido a la persona que imita. Finalmente, Martha aceptará recibir un androide que es la réplica casi exacta de Ash, pero se sentirá frustrada porque, a pesar de que el robot la satisface sexualmente, muestra una falta total de emociones. Me alcanza con el planteo y no cuento el final por si alguien quiere verlo. Advierto que hay un desenlace que nos deja más allá de lo escalofriante en la relación humanos-máquinas.

    Yo pensaba que los sentimientos de afecto o amor por un robot pertenecían al campo de la ciencia ficción, al territorio de las novelas, de las series y películas. Las máquinas podían despertar miedo, admiración, desprecio, pero ¿atracción, cariño, amor? Pues sí, hoy se está trabajando con inteligencia artificial para identificar emociones, para replicar patrones de comportamiento. Dice María López, neurocientífica y CEO de Bitbrain, empresa tecnológica especializada en IA, que cuando tengamos máquinas que interpreten nuestras emociones y simulen que les importamos, quizá lleguemos a sentir amor por ellas. Las aplicaciones que se están investigando ayudarían a paliar situaciones extremas de soledad, especialmente de personas mayores. Así, la robótica, con el desarrollo de programas que repliquen comportamientos como el amor, el cariño o el deseo sexual, podría ser una herramienta en el combate a la depresión.

    Sin embargo, el objetivo de estos avances de la mano de la IA no siempre son los viejitos solitarios. Según estudios de la agencia estadounidense de protección al consumidor, casi el 25% de los usuarios de las apps de citas (Tinder, OkCupid y tantas) no serían de carne y hueso, sino bots maliciosos que buscan engañar o estafar. Sí, señores, detrás de esas fotos de gente atractiva podrían esconderse robots que en un solo clic remitan a otras webs fuera de las de citas, de pornografía o incluso de phishing, donde podrían robar los datos de las tarjetas de los incautos.

    Bloom Chat es una app que permite hacer sexting con un chatbot, una sala virtual donde los usuarios envían mensajes que los bots responden con textos escritos y grabaciones de voz personalizados: la realidad virtual al servicio de la sexualidad. El uso que se le está dando a este tipo de chats es bastante controvertido, porque la violencia, el abuso y la pedofilia parecen ser frecuentes. La tecnología de hoy también facilita acercamientos o encuentros íntimos virtuales, y se utiliza para imitar y ampliar la interacción sexual humana: dispositivos para besar en el smartphone, vibradores con control remoto como el Lush3, incluso varias compañías están diseñando muñecos hiperrealistas para dar placer.

    En su libro Sexo con robots y pastillas para enamorarse (Deusto, 2024), la antropóloga neerlandesa Roanne van Voorst explica los cambios que habría en las relaciones humanas en un futuro cercano. Basada en estudios y en sus propias experiencias, un trabajo al que dedicó tres años, asegura que los muñecos y robots sexuales serán los próximos compañeros de cama de los humanos. Para escribir su texto, entre otras cosas, coqueteó con la IA y compartió cama con robots sexuales. En el libro también recoge la opinión de David Levy, experto en IA, quien sostiene que hacia 2050 la sociedad habrá aceptado que tengamos un compañero robótico y hasta que nos casemos con él, y que uno de cada 10 jóvenes habrá tenido relaciones íntimas con un muñeco sexual. Van Voorst dice que los deseos violentos podrán canalizarse sin consecuencias con una muñeca, y agrega algo que suena escandaloso: “Los pedófilos que desean niños a los que no pueden acceder, saciarían sus deseos” (los muñecos sexuales infantiles están expresamente prohibidos en algunos países, aunque disponibles online). Claro que habría que tener opiniones de expertos y la mía no lo es, pero me permito dudar si esas facilidades para pedófilos y violentos no serán, en definitiva, un estímulo a sus parafilias, una forma de aceptación de lo inaceptable.

    Pero vayamos al amor, tema con el que amenacé desde el título. Zygmunt Bauman aseguraba que en la posmodernidad ya no existe el amor romántico, apenas relaciones fugaces, encuentros superficiales y con poco compromiso: el famoso amor líquido. Sin embargo, el sociólogo Francesc Núñez Mosteo, director del programa de Humanidades, experto en sociología del conocimiento y de la cultura de la Universitat Oberta de Catalunya, matiza las reflexiones del polaco y asegura la vigencia del deseo de encontrar una pareja para toda la vida. Agrega que la tecnología plantea nuevos paradigmas del amor romántico para combatir la soledad y la falta de comunicación entre las personas: el amor a través de la pantalla digital. Y detrás de la pantalla hay una inteligencia artificial programada para satisfacer las necesidades del usuario, todas las necesidades.

    Variaciones del amor en tiempos del silicio.

    Empiezo a sospechar que en este problema, aún antes de tocar fondo, se nos está yendo la moto. Porque la IA aplicada al amor y al sexo está provocando que se crucen fronteras peligrosas, abriendo un territorio inexplorado en el que hay más preguntas que respuestas. ¿Existe una relación entre el avance de estas tecnologías y el peligro de perder la conexión entre las personas? ¿Los robots llenarían el vacío de los que están solos? ¿Tener sexo con un artefacto es una infidelidad? ¿Es inmoral programar una máquina con aspecto infantil? ¿Y programarla para que actúe como si estuviera enamorada? La falta de certezas resulta incómoda, resbalosa, alarmante, empuja a un terreno de la ética sobre el que todavía no hemos pensado. La realidad nos enfrenta a un reto, y en este caso el desafío está en manos de los humanos, no de los robots. Solo queda esperar que estemos a la altura.