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Un peculiar grupo de ocho ladrones con diferentes especializaciones útiles al hurto son congregados por un llamado “profesor”, que se ha pasado cinco años estudiando el atraco en cuestión y parece haber urdido el plan perfecto. El objetivo es la Fábrica de la Moneda y Timbre de Madrid, es decir, el lugar donde se imprime el papel moneda. La idea es coparla, instalarse allí unos días, retener como rehenes a los empleados y a los visitantes ocasionales —que serán unos estudiantes de liceo—, especular con que la policía no entrará para evitar una masacre y mientras tanto imprimir euros hasta llegar a la cantidad de 2.400 millones, que es su botín-objetivo. Esta es la trama de La casa de papel (España, 2017), serie televisiva que el año pasado arrasó en España y parte de Europa y que al haber sido comprada por Netflix y colgada en su cartelera, conquistará poco a poco al resto del mundo.
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Lo primero que se piensa luego de ver la serie es que la creatividad ha cedido lugar a la imitación y que los realizadores españoles han resuelto importar esquemas ya transitados por los británicos y los norteamericanos, campeones en la fábrica de thrillers de este tipo. Y sí, es cierto, el seguimiento de esos “modelos” es evidente. Pero está tan bien hecho que cautiva. Puede imitarse mal y bien. Y esto que han hecho los españoles no está bien, está muy bien. La casa de papel es un auténtico entretenimiento de principio a fin. Fue emitida en España durante el verano de 2017 por Antena 3, con una duración total de 15 episodios de algo más de una hora cada uno. Luego de su rotundo éxito, Netflix compró los derechos y la adaptó a un formato de episodios de 45/50 minutos, lo que llevó el total a 18 episodios. Netflix colgó hasta ahora 13 capítulos en su cartelera y es de esperar que no demore en agregar los otros cinco. Si algún descuento puede hacerse a la serie es que la duración total podría haberse reducido. ¿Será casualidad o, como en la literatura, el lenguaje audiovisual español es más barroco y menos despojado que el anglosajón?
El plan para el atraco a la Fábrica de la Moneda y Timbre descansa en una suerte de tesis de fondo que el “profesor” escuchó una vez a su padre y explica pacientemente a sus educandos: “El dinero que nosotros imprimiremos y nos llevaremos no es de nadie, sale de las rotativas de impresión a nuestras manos. Por lo tanto, al tomarlo nosotros no estamos perjudicando a nadie”. Esa acción respira un aire de justicia por mano propia y delata un velado cuestionamiento al sistema político financiero nacional e internacional, poblado de quiebras fraudulentas de bancos y grandes empresas donde se esfuman miles de millones sin que en la mayoría de los casos los verdaderos responsables respondan y donde terminan pagando inocentes por pecadores. Esta cuestión subyacente, más el diseño de caracteres de cada uno de los personajes, contribuye a un efecto añejo pero rendidor que es el de borronear la frontera entre buenos y malos y conseguir la empatía del espectador hacia los ¿delincuentes? O mejor dicho, transgresores. Si algo faltaba para completar este cuadro es la adopción por el grupo atracador de la canción Bella ciao como inspiradora de su gesta, que era la canción de los partisanos italianos contra el régimen de Mussolini. Aquellos luchaban contra el oprobio del fascismo. ¿Estos atracadores luchan contra algo parecido?
Una edición muy prolija mantiene el ritmo vertiginoso de la acción en 90% del metraje. La fotografía de Migue Amoedo hace gala de una iluminación tenue y colores suaves, donde resalta el rojo sangre de los trajes de faena de los atracadores. El equipo realizador tuvo siete libretistas y seis productores. Alex Pina, creador de la serie, encabezó ambos grupos. En la dirección de los episodios hubo cinco responsables: Alejandro Bazzano, Javier Quintas, Alex Rodrigo, Jesús Colmenar y Miguel Ángel Vivas.
El elenco es excelente. Entre los atracadores —con nombres de ciudades para ocultar entre ellos sus verdaderas identidades— brilla el profesor (Álvaro Morte), que comanda las acciones desde fuera de la fábrica de moneda, con un arco de expresividad que va desde la suficiencia permanente hasta el miedo y la impotencia, pasando por el desconcierto ante un enamoramiento complicado. Berlín (Pedro Alonso) es el jefe de los atracadores dentro de la fábrica copada. Frío como un témpano, peligroso y repugnante como un reptil venenoso, redondea de manera notable un personaje siniestro. Moscú (Paco Tous) y su hijo Denver (Jaime Lorente) logran dos composiciones de enorme ternura, cuya presencia es uno de los atractivos del libreto. Están también muy bien las dos mujeres: Nairobi (Alba Flores) y Tokio (Úrsula Corberó), herederas de la Uma Thurman de Tiempos violentos de Tarantino, la primera con un constante empaque militar y la otra con una sensualidad a flor de piel. Del otro lado del mostrador también se luce Itziar Ituño, la comisaria que enfrenta a la pandilla y que además debe lidiar con el Departamento de Inteligencia y con sus problemas domésticos.
Pero aparte de los brillos de elenco y de fotografía, La casa de papel tiene otros puntos altos. Una edición atenta dosifica con inteligencia el ida y vuelta de la narración al pasado. La historia personal de los atracadores y la preparación del robo se va completando con permanentes flashbacks que nos brindan información relevante para conocerlos mejor. El libreto intercala regularmente sorpresas en la acción. Son innumerables los momentos en que ocurre algo inesperado, lo que mantiene y aumenta la tensión del espectador. Por último, es muy bueno el guion, con diálogos ingeniosos, agudos y muchas veces chispeantes. Este aspecto nada menor le da al todo un aire auténticamente español que nos resulta familiar y gratificante.
Hay algunas guiñadas de los realizadores a esa fábrica anglosajona de thrillers y entretenimientos en la que se inspiraron: la perla entre los rehenes no es la hija de cualquier embajador sino la del embajador británico; en medio de un tiroteo, uno de los ladrones le dice a otro: “Esto no es una película de Tarantino”; la comisaria tendrá una noche de amor con el “profesor” sin saber que este es el jefe de la banda que persigue, y cuando le pide que toque algo en su teclado electrónico, este toca una estilizada versión del ragtime de Scott Joplin que fue banda sonora de El golpe, de Roy Hill. La burla no podía ser mayor: el cerebro del golpe en Madrid toca el tema de El golpe que en 1973 protagonizaron Robert Redford y Paul Newman, en las narices de la mujer que trata de descubrirlo y meterlo preso.