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    Gobierno presume de evitar que narcos controlen territorios, como sucede en Brasil, con más política social y sin abrir fuego

    Uruguay debe ser “implacable” contra las organizaciones criminales como las que ocupan la favela Rocinha de Río de Janeiro y que la transformaron en una ciudad paralela, según constató Búsqueda en una visita

    “Caminen tranquilos, de cabeza erguida. No lo miren y ni se les ocurra tomar fotos”, ordena, muy serio, el guía local a los turistas, mientras pasa un adolescente de cara larga y huesuda con una camiseta Hering roja, short de fútbol, havaianas y un fusil de asalto al hombro. El guía mira a su grupo como quien dice: “Calma no se preocupen, confíen en mí.” “Esta todo bien, están conmigo”, le sonríe al joven integrante de una de las mayores bandas criminales de Brasil dedicada principalmente al narcotráfico que hoy gobierna la Rocinha, la favela más grande de Río de Janeiro, una microciudad caótica y “pacificada” donde se hacinan 70.000 personas, según el censo oficial, y más de 150.000, según su asociación de vecinos.

    Rocinha es un ícono turístico de la “ciudad maravillosa”, y es también sinónimo de pobreza, violencia, drogas, corrupción y muerte, como la mayoría de las más de 1.000 favelas del Estado de Río de Janeiro; asentamientos con nombres como Ciudad de Dios, Morro de los Placeres, Babilonia o Maré, donde vive casi la tercera parte de los 6,3 millones de cariocas. Zonas donde la Policía apenas suele entrar para combatir a las mafias o donde las bandas rivales se enfrentan a sangre y fuego para hacerse con el control del territorio y del tráfico de drogas.

    Y, precisamente, evitar que ese fenómeno se extienda a Uruguay es lo que pretende el gobierno de Tabaré Vázquez. El problema todavía es “manejable” para el país, dijo a Búsqueda el sociólogo Gustavo Leal, quien desde hace décadas trabaja en los barrios más complicados del área metropolitana y que en los últimos tiempos intervino en los operativos del Ministerio del Interior que cercaron a Los Chingas, el grupo que dominó Los Palomares, en Casavalle, desarticulado en el marco de los Operativos Mirador.

    “Uruguay tiene una institucionalidad, el fruto acumulado de 100 años de Estado y de construcción política, que trasciende a un gobierno; y, por otro lado, tiene una escala que no es inmanejable”, a diferencia de algunas zonas de Brasil o México, afirmó Leal.

    El gobierno “está desmantelando en serio al narcotráfico”, y lo hace sin abrir fuego, destacó a su vez el prosecretario de la Presidencia de la República, Juan Andrés Roballo, entrevistado el viernes 28 en el programa Desayunos informales, de Teledoce.

    Roballo rechazó la militarización de los centros urbanos. “Yo pregunto qué pasa en los países donde eso se pone en práctica. Como en Brasil, por ejemplo, que se mete a la Policía Militar y al Ejército en una favela: muchos muertos, violencia, ráfagas de ametralladora, derriban un helicóptero de la Policía y sigue todo igual”.

    Inversión en tecnología, inteligencia y capacitación policial. Esa es, según el jerarca, “la calve del éxito”.

    “Estamos desarticulando las principales bandas de narcotraficantes en serio”, insistió Roballo. Y agregó que el Estado “llega y se instala en esas zonas”, donde aplica políticas sociales, que los delincuentes “terminan presos” y que todo eso se ha hecho “sin un disparo ni un herido”, a diferencia de lo que ocurre en países vecinos.

    La situación más crítica en materia de seguridad en los últimos tiempos fue la de Los Palomares. De haberse instalado la banda criminal en esa zona, hubiese implicado “un cambio cualitativo enorme”, porque se hubiera convertido en el primer “modelo exitoso de control territorial basado en el poder de la mafia”, dijo Leal.

    Hasta ahora “se logró parar y revertir ese proceso”, comentó el sociólogo, y añadió: “Yo creo que si esto se consolidaba, había una cantidad de pantallas que iban a pasar rápidamente y nos íbamos a acostumbrar, como se ha acostumbrado Río de Janeiro, a que el Estado ya asume que ciertos lugares los manejan los delincuentes”.

    Según Leal, en Uruguay “no hay conciencia de lo que implicaría ‘pasar de pantalla’: hay sociedades que se acostumbraron a vivir con autos blindados, en barrios privados y armados hasta los dientes, con gente que anda por la calle con seguridad privada”.

    El experto ponderó “el esfuerzo y la vehemencia” del gobierno, porque hay que “ser implacables” ante un fenómeno creciente en América Latina.

    “Tenemos la posibilidad de revertirlo. Estamos a tiempo. Pero es necesario querer vivir en un país que se siga llamando Uruguay. Porque si no, viviremos en ‘Urucry’, el país del llanto permanente, de la nostalgia de lo que fue”.

    Pasando pantallas

    Es mediodía de un viernes con récord de altas temperaturas de verano en la favela más grande de Brasil. Rocinha se alza imponente en medio de los barrios más ricos de Río, un punto estratégico para el crimen organizado. Un laberinto de viviendas apiñadas unas encima de otras, de cables colgados que apenas dejan ver el cielo sobre calles estrechísimas por donde circulan peatones, motos, bicicletas y animales, entre montañas de basura y cloacas abiertas.

    Aquí solo se es noticia “por algún tiroteo sangriento entre policías y narcos, o entre narcos y narcos”, explica el guía Leonardo Leopoldino, con aire a Ze Pequeño, el protagonista de la película Ciudad de Dios. Leopoldino vive en Rocinha desde que nació, hace 36 años, igual que su novia, de 19, y conoce cada rincón de la favela.

    Aquí los políticos “solo vienen a buscar el voto”, continúa, con sonrisa resignada. Y de hecho por estos callejones nadie parece especialmente alterado por la llegada al gobierno de Jair Bolsonaro. El lunes 1°, durante su asunción en Brasilia, el militar retirado prometió combatir la delincuencia y flexibilizar el porte de armas para que los “ciudadanos de bien” puedan “defenderse”.

    A los lados de la calle principal más o menos asfaltada hay iglesias evangélicas y pentecostales, puestitos de comidas y bebidas, almacenes, carnicerías, peluquerías, tiendas de ropa y de productos electrónicos más o menos truchos, bares y decenas de carteles pintados a mano que muestran lo que cada negocio ofrece, junto a un Subway y del otro lado un McDonald’s.

    Aquí nadie paga electricidad ni agua ni impuestos. “La gente vive colgada (a la luz), porque la electricidad es muy cara” y el sueldo promedio de 965 reales, el mínimo, casi 300 dólares, no da para mucho. “¿Quién puede pagar esos servicios viviendo en la favela?”, dice Leopoldino, y agrega que allí también hay cuatro escuelas, un hospital grande “abajo” y otro chico “arriba”. Abajo vive “la clase media”, la que puede pagar 500 o 700 reales por una vivienda. Mientras, en barrios ricos de Río, como Leblon, San Conrado, Gàvea o Ipanema, el precio del metro cuadrado de un apartamento está a la par de zonas exclusivas de París o Nueva York.

    Aquí “cuanto más arriba, más barato”, pero hay que subir unas cuantas escaleras, “como una media hora larga cada vez que se sale o se vuelve a casa”, resopla Neré, negrísima, ancha y simpática, quien vende artesanías al pie de una colina desde hace 17 años. “Tenemos gimnasio gratis de tanto subir y bajar escaleras. Por eso los mejores cuerpos de Brasil están en la favela”, asegura socarrón el guía, todo dientes. Así, se puede subir a pie, también en combi, por 2,50 reales, o en mototaxi, por 3,50. Arriba también están las “bocas de fumo”, las zonas donde se vende la droga. Rocinha también es conocida como “la favela de la droga para los ricos”, por su proximidad a los barrios más caros de Río. Brasil es uno de los principales mercados de consumo de drogas del mundo, después de Europa.

    Aquí, la seguridad está “totalmente garantizada” por la mafia, asegura el guía, como quien dice una obviedad. Explica que los narcos “quieren la fiesta en paz” para traficar tranquilamente la mercadería: cocaína, marihuana canque, lanzaperfume..., enumera Leopoldino, mientras arma un porro para un colega.

    Actualmente, la Policía de Río controla unas 40 favelas de las 1.000 existentes, según cifras oficiales. Todas las de la zona sur —la más turística— y las que rodean el barrio de Maracaná, en su mayoría pacificadas. En esas 40 favelas, también es posible comprar droga, corrupción policial mediante. Las 960 favelas restantes están gobernadas en su casi totalidad por tres bandas de narcotraficantes; la más fuerte es Comando Rojo (Comando Vermelho, en portugués, CV), creada en los años 70, durante la dictadura militar (1964-1985). Luego está Amigos dos Amigos, escindidos de CV, y Terceiro Comando Puro. Las tres controlan el mercado de la droga de Río, con ramificaciones en Paraguay y Bolivia.

    Así, Comando Vermelho actúa en Rocinha como un gobierno en las sombras, violento y “benefactor”, ya que proporciona seguridad, garantiza protección y algunos “servicios mínimos” —garrafas de gas, una ambulancia— allí donde no llega el Estado. A cambio, “la gente no ve, no escucha y no habla”.

    “Aquí estamos más seguros que en Copacabana, Ipanema o Leblon”, sonríe Edson, también guía nacido y criado en la Rocinha, y sigue contando las reglas no escritas de la favela: “Nadie puede robar ni violar ni matar. La ley no es solo ‘de arriba’, es de todos, aunque, claro, hay un soporte. Si acontece un problema, por ejemplo un robo, yo puedo denunciar al ladrón y ‘arriba’ habrá castigo, llamado ‘masaje’. Pero si el robo es con armas, el castigo es peor; y más si involucra a gringos, porque el turismo es bueno para la comunidad”, ayuda a la economía, dice.

    De la turista española asesinada a fines de 2017, los guías prefieren no hablar, o darán respuestas vagas. Reconocen que “hay problemas y también mucha calumnia” sobre el episodio, y dirán que en ese caso la Policía Militar de Río confundió un auto turístico con el de un narcotraficante, que abrió fuego indiscriminado y que una bala acertó en la yugular de la mujer. Que esa muerte reabrió el debate sobre estos tours y los riesgos que corren los turistas. “Ahí no fueron los narcos, fue la Policía Militar”, insisten. Entonces hubo una presión muy grande sobre la favela que ayudó al estigma de peligrosa. Ahora regresa el turismo, aunque “con mucha dificultad”.

    Actualmente, la Policía de Río controla unas 40 favelas de las 1.000 existentes, según cifras oficiales. Todas las de la zona sur —la más turística— y las que rodean el barrio de Maracaná, en su mayoría pacificadas.

    En 2008 se instaló la Unidad de Pacificación de la Policía (UPP) que patrulla solo “el primer círculo” de la Rocinha, y los índices de violencia cayeron drásticamente. Pero la tranquilidad terminó con los enfrentamientos entre el líder narco Rogério 157 y la banda del capo Nem, a pesar de que este está preso en una cárcel al norte del país, donde cumple una pena de 96 años. La batalla por el control del territorio y de las “bocas de fumo” se agudizó cuando la Policía Militar intervino, ante la dificultad de detener a los líderes criminales. Una decena de tanques y casi mil soldados ocuparon la comunidad durante una semana en un episodio televisado al país. La Policía detuvo a varios sospechosos e incautó varios kilos de cocaína y marihuana, pero los líderes del narco huyeron por la selva, y a los días la Rocinha retomó su rutina.

    La ciudad fue la sede del Mundial de fútbol en 2014 y de los Juegos Olímpicos en 2016; además, recibió la visita del papa en 2013 para participar en la Jornada Mundial de la Juventud. “Pensábamos que nos volveríamos la Barcelona de Sudamérica y hoy el Estado de Río está en bancarrota”, dice Daniel, otro joven guía que huyó hace cinco años de otra crisis, la de Venezuela, y ahora vive al pie del morro de Babilonia, otra favela “pacificada”. Él es de los que piensan que en los 13 años que estuvo la izquierda en el poder en Brasil, primero con Lula Da Silva (2003-2011) y después con Dilma Roussef (2011-2016), “se sacaron a 40 millones de personas de la pobreza”, pero que también “se robó demasiado” y que los problemas “siguen ahí”.

    Lo pone en cifras: hasta 2014, unos 40 millones de brasileños salieron de la miseria y se crearon dos clases sociales, la C y la D. La clase C representa el 53% de la población total, que por primera vez tiene poder de consumo. El 80% de la favela pertenece a la clase D y el 20% a la C. Mientras la clase A de Brasil es la de los muy ricos —un millón de personas—, que controlan el 45% de la riqueza, la clase D, la de los miserables —unos 16 millones—, solo posee el 1%.

    Zoológico humano

    Ya adentro de la favela, en sus primeros círculos, un entramado de viviendas destaraladas, ladrillo, cemento y chapa, muchas del tamaño de un garaje, da la impresión de que todo fue mal hecho para que dure poco, con habitáculos colgados de un pincel, a punto de desmoronarse. Por tramos, las callejuelas son de barro negro. Hay curiosos que miran y beben sentados en sillas blancas de plástico; no muy interesados, distraídos, pero miran, con una carga, bastante maquillada, de violencia. Unas mujeres cocinan en dos ollas muy grandes y charlan de sus cosas, entre niños que gritan algo y también miran. En el aire pesado se mezclan todos los olores. En ese pasaje, donde tantas familias se amontonan, la miseria es ese olor. Las visitas guiadas a la favela, que no pocos tildan de “turismo de la pobreza” o “zoológico humano”, no están exentas de polémica.

    Aparecerá primero ese bloque de olores espesos y calores; habrá hombres, mujeres y niños, gallinas y perros. Habrá músicas estridentes de locales donde apenas se escucha otra cosa que samba, pagode y funky de favela, mezclados con ruidos de caños de escape que tapan las palabras. Y habrá, en todos los pasajes, olor a cloaca.

    A los lados de la calle principal más o menos asfaltada hay iglesias evangélicas y pentecostales, puestitos de comidas y bebidas, almacenes, carnicerías, peluquerías, tiendas de ropa y de productos electrónicos más o menos truchos, bares y decenas de carteles pintados a mano que muestran lo que cada negocio ofrece, junto a un Subway y del otro lado un McDonald’s.

    A unos pasos del mercadillo, sobre la ladera y bajo unos árboles de yuca, un mirador ofrecerá una vista estupenda: la lengua dorada de playas entre picos de morros bañados por el Atlántico; acá el cerro del Corcovado con su Cristo Redentor y al fondo el Pan de Azúcar. A los pies de la favela, se distinguen las lujosas casas del barrio de Gávea, de clase media y rica de Río, con calidad de vida “europea”; mientras la de Rocinha es “africana”, dice Joao, taxista. “En tres minutos pasamos de Alemania a Ghana”, ilustra, y señala a la derecha el Colegio Americano, cuya mensualidad es de US$ 2.000 por alumno. “Ahí estudió la hija de Xuxa, Sasha, y atrás tiene su penthouse la familia del exfutbolista Ronaldo, o fenomeno”.

    En la favela, la vida hoy está tranquila, anima Leopoldino. “Hay muchos prejuicios”, machaca, con la sonrisa triste; se queja de cierta idea sobre la “morbosidad burguesa” ante la pobreza y la violencia policial y del narcotráfico, alimentada, dice, por algunas películas. “Pero acá la mayoría de la gente es humilde, simple, trabajadora”, asegura. Cuenta que muchos han emigrado desde el nordeste del país en busca de otras oportunidades y que se ocupan en servicios domésticos y turísticos, venden artesanías, conducen taxis o encuentran algún rebusque en la ciudad por un salario mínimo o dos.

    Una señora muy mayor se retira con gran dificultad hacia al fondo de una vivienda de ladrillos a medio construir, en penumbras, sin desagües. Una madre de 15 baila con su hijita de meses en los brazos, mientras tres chicos negros disputan una pelota con más piel que ropa. Casi todos son pobres y oscuros. Leopoldino dice que ellos, junto a otros 1,5 millones de cariocas (el 20% de la población de Río), son la cantera de talento y de creatividad del Carnaval más grande del mundo. Luego, el guía alza las cejas, como quien dice: “Ven, así es mi vida”.