N° 1967 - 03 al 09 de Mayo de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCómo cuesta asumir los momentos dramáticos. A veces, los hechos se van sumando uno tras otro, de forma cada vez más frecuente y trágica y las discusiones se repiten como si nada nuevo hubiera pasado, como si todo fuera lo mismo que hace dos semanas, dos meses o dos años. Los “buenos” contra los “malos”, los “conservadores” contra los “progresistas”, los “liberales” contra los “estatistas”, los “honestos” contra los “corruptos”, el pasado contra el pasado.
Todo se construye en función del negro y el blanco. No queda demasiado espacio para la razón, para la pausa reflexiva, para detenerse aunque sea unos minutos a contemplar la realidad y ver que los muertos son cada vez más y que no caen abrazados a una bandera ni tienen signo partidario.
Ahora fue un joven de 22 años que por defender a una compañera de trabajo en un supermercado recibió de un ladrón dos disparos y murió unas pocas horas después. Pero antes había sido un turista brasilero que falleció víctima de una bala perdida disparada por una mujer policía con muy mala puntería. Y antes, adolescentes acribillados a balazos porque quisieron jugar a que podían ser Pablo Escobar y Montevideo era Medellín.
Las cifras son por demás elocuentes: un asesinato cada 20 horas en Uruguay, 147 desde que empezó el año. Tremendo. El 80% más de homicidios con respecto al mismo período del año pasado. Ahora parece que todo se arregla a los tiros. Los hombres machistas y enajenados matan a las mujeres; los narcos se matan entre ellos y también los que discuten por el tránsito o en una tribuna. Ya hasta levantar la vista en un robo puede ser sinónimo de muerte.
Hay armas por todos lados. Las tienen los ladrones de poca monta, los grandes narcotraficantes y mafiosos, los conductores de taxis, los hinchas de fútbol y de básquetbol y padres y madres para tratar de proteger a sus hijos. Legales, registradas, de contrabando, robadas, nuevas y viejas, casi todos los uruguayos se tuvieron que enfrentar a un arma a lo largo de sus vidas. Como víctimas o como victimarios.
Se usan a discreción. Me miraste con mala cara, demoraste mucho en abrir una caja registradora, hiciste un movimiento sospechoso, te cruzaste en mi camino, todo vale para el primer disparo. Eso no era así y es muy grave. Y preocupante. Pero no parece ser el centro del debate.
Lo que se impone es la política, pero en su peor faceta. Lo que abunda son las interpretaciones, los reproches, los pases de factura. La “falta de autoridad actual” contra “los niños que comían pasto”; el “gatillo fácil” contra “la benevolencia con los delincuentes”; el “renunciá, Bonomi” contra el “Bonomi es el mejor ministro del Interior de los últimos 30 años”. Otra vez: todos contra todos.
Parece claro que llegó el momento de decir basta, poner un punto final a todo esto y empezar a hablar en serio. Los homicidios que se amontonan en las estadísticas como si fueran hojas de un calendario no pueden ser abordados desde una perspectiva electoral, ni de un lado ni del otro.
Ya no hay más tiempo para pavadas. Los uruguayos tienen miedo y eso no se soluciona ni con encendidos discursos opositores ni con un gobierno que justifica lo que no tiene explicación racional o lo que evidencia incompetencia o fracaso.
La seguridad debe ser una política de Estado que atraviese todos los partidos. No puede haber fisuras en esto. Los problemas se solucionan imitando los buenos ejemplos que existen en distintas partes del mundo. Pero con todo el sistema político como respaldo.
De nada sirve hacer reuniones entre representantes de los partidos durante meses para intentar un cambio en el combate a la delincuencia si unas semanas después cada cual vuelve a ocupar su lugar en las tribunas enfrentadas. Ese no es el camino. Así lo están mostrando los hechos.
Que renuncien los que tengan que renunciar y que se queden los que se tengan que quedar. Tampoco es un tema de personas. Es cierto que ocho años puede ser demasiado tiempo y más aún cuando los resultados no llegan, pero únicamente un cambio de ministro no soluciona el problema de fondo. Hay que cambiar la forma de trabajar, la mentalidad y las condiciones en las que se instrumentan las medidas para intentar revertir la situación.
Son los políticos, todos los políticos, los que tienen que estar a la altura de las circunstancias. Falta liderazgo para asumir la gravedad del hoy. Uruguay nunca se caracterizó por la unión de sus compatriotas. La historia está marcada por desencuentros entre las distintas facciones políticas y por los problemas que todo eso generaba.
Así la política exterior cambia según el gobierno, el manejo económico depende de la correlación de fuerzas en el oficialismo, la educación anda a los golpes y las buenas experiencias son como islas que logran despegarse de un continente contaminado. La única política de Estado que todos cumplen cuando llegan a la máxima responsabilidad es poner todo patas para arriba y acusar de los males a los antecesores.
Pero lo que aquí está en juego es la vida. No hay retorno para eso. Si el sistema político uruguayo no logra una unidad de acción para proteger la vida, nada de lo demás será posible.