N° 1946 - 30 de Noviembre al 06 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl ministro del Interior sostuvo que para lograr avances significativos en la lucha contra la delincuencia y el crimen organizado resulta “imperioso” concebir una “nueva generación de políticas urbanas y sociales”. Un “shock de ciudad y de inclusión social” concentrado en una veintena de zonas del área metropolitana desde donde “se nutre el crimen”. Reclamó, por tanto, “una intervención profunda” del Estado, ya que estimó que “las respuestas policiales para construir seguridad y convivencia en sociedad son ineficaces”.
Tras siete años y medio al frente de la cartera trazó una visión optimista sobre los resultados del combate al delito, que atribuyó a las transformaciones impuestas en el instituto policial. El país, dijo, tiene hoy “una mejor Policía”, lo que le permite “tener resultados tangibles en la baja de los delitos”.
Las rapiñas y los homicidios tuvieron un descenso “estadísticamente muy significativo” en lo que va del actual gobierno, afirmó Eduardo Bonomi durante una presentación en Somos Uruguay. A vía de ejemplo, aseguró que las rapiñas bajaron casi un 15%.
Consciente de que muchos compatriotas tienen una percepción distinta a la suya, admitió que eso no quiere decir que “esa realidad se traslade directamente a la opinión” ciudadana porque “la baja debe ser prolongada en el tiempo” para que “la sociedad asimile el cambio”.
Bonomi dijo que los gobiernos del Frente Amplio abatieron la pobreza, redujeron el desempleo y mejoraron varios indicadores económicos, lo que llevó a que muchos creyeran que ello llevaría a una progresiva disminución de los delitos. Sin embargo, agregó, ello no ocurrió: “Entre otras cosas por una visión equivocada sobre los factores dinámicos que en una sociedad del siglo XXI explican el delito”.
En reiteradas entrevistas, Bonomi calificó de “ingenuidad” la idea, predominante en la izquierda, de que la delincuencia se originaba en la pobreza. En su exposición sostuvo que si bien “el delito tiene vínculos con la pobreza, esta sola no explica la delincuencia”.
Uruguay, destacó, “dejó atrás la pobreza y la exclusión generalizada en amplias capas de la sociedad”, pero remarcó que “se han consolidado enclaves territoriales de alta exclusión social fundamentalmente en el área metropolitana que han dinamizado la criminalidad y el delito”.
Por ello consideró “imperioso interrumpir el proceso por el cual las personas deciden incorporarse a la delincuencia y la transforman en un valor y en un estilo de vida”. Para hacer frente a ello, aseguró, “se necesita una nueva generación de políticas urbanas y sociales”.
Afirmó que la pobreza tiene “una fuerte concentración territorial y generacional” y destacó que “más de la mitad de la población bajo la línea de pobreza se concentra en cuatro municipios de Montevideo”.
“Bloquear ese circuito de reproducción de una subcultura de la exclusión y la ilegalidad es —a su juicio— la tarea más importante para construir seguridad y convivencia duradera”.
“Existen enclaves claramente localizados (…) donde la exclusión persistente, la trama urbana fracturada y la subcultura criminal se retroalimentan con infraestructuras urbanas de pésima calidad y viviendas precarias, con altos niveles de hacinamiento y necesidades insatisfechas. La vulnerabilidad social y económica es el común denominador de esas áreas, con servicios públicos (…) que fracasan en su capacidad de integrar e incluir”, indicó.
En esas áreas, añadió, hay una “tasa elevadísima” de personas que han salido de la cárcel en los últimos cinco años, o “es la zona de residencia de muchos de los que hoy están en prisión”.
“La consolidación” de esos enclaves “está asociada a procesos de disputa de la legitimidad del Estado, y también a una dinámica creciente de puja por el control del territorio a cargo de grupos vinculados al crimen organizado”.
Frente a tales circunstancias, agregó, “la reactivación económica y la creación de empleos y programas sociales (…) choca contra la consolidación de valores, códigos y comportamientos que sedimentó la cultura de la ilegalidad”.
El ministro hizo un diagnóstico incontrastable que lleva implícito el reconocimiento de que la sociedad no puede esperar que solo la acción policial resuelva dicha problemática. Una conclusión que expresa luego de años a cargo del Ministerio, del esfuerzo por “profesionalizar y modernizar” al personal a cargo, a pesar de los ingentes recursos presupuestales destinados a su cartera, de la mejora de equipamiento, del aumento del personal disponible y de una mejora salarial significativa.
Mejoras posibles gracias a que a poco que el Frente Amplio llegó al poder el país se benefició de una apreciación significativa de sus principales exportaciones y de un fuerte ingreso de capitales.
Bonomi no asume responsabilidad de su fuerza política sobre el aumento de la delincuencia en estos años. Porque no puede ignorar que durante la primera presidencia de Tabaré Vázquez, en la que él fue ministro de Trabajo y Seguridad Social, el titular de Interior no solo consideraba que la delincuencia se originaba en la pobreza y la marginalidad —“ingenuidad”, según reconoce Bonomi hoy— sino que, mientras la sociedad enfrentaba el aumento de robos, arrebatos y rapiñas y se consolidaban estos “enclaves territoriales” bajo control del crimen organizado, sus manifestaciones públicas enfatizaban en el hacinamiento de los presos en las cárceles.
El ministro tampoco se hace cargo de la cuota de incidencia que tiene el fracaso del sistema educativo en estos años del gobierno frenteamplista. Ni de la oposición y los constantes cuestionamientos de sus correligionarios políticos y sindicales respecto a la “reforma de Rama” de 1995 así como a los actuales esfuerzos educativos que realizan privados, religiosos y laicos en zonas deprimidas de la capital.
No hay duda que el aumento de la delincuencia no comenzó cuando el FA llegó al poder. Hacía años que venía creciendo y la responsabilidad de ello es de los gobiernos que le precedieron.
El restablecimiento democrático implicó, inevitablemente, un aflojamiento aceptado en la actuación policial. Pero también una mayor permisividad social propia de una cultura basada en nuevos valores y comportamientos de las nuevas generaciones, consecuencia también de la fractura social producida por las crisis económico-financieras de 1982 y 2002. No debe ignorarse asimismo la incidencia que en esos cambios culturales tuvo la prédica y la acción de grupos armados como el MLN, que el ministro integró, que se levantaron contra las instituciones democráticas en los años 70.
Aquellos polvos trajeron estos lodos.
Tampoco debe ignorarse que todo el Frente Amplio ridiculizó sin miramiento un planteo que realizó el expresidente Luis A. Lacalle en la campaña electoral del 2009 que implicaba una intervención civilizatoria del Estado en asentamientos y en las zonas más pobres de la ciudad. Ciertamente, no tenía la profundidad de lo que propone hoy Bonomi, pero era un aporte encaminado en la misma dirección.
Sin perjuicio de olvidos y ajenidades previsibles, el planteo del ministro tiene su lógica y es compartible. Ahora bien, desde ya cabe preguntarse: ¿cuál es el costo de esa “intervención profunda” del Estado? ¿De dónde saldrían los recursos para ello? ¿Quién pagaría el pato de la boda?
No son cuestiones menores, porque distintos sectores de la sociedad advierten desde hace tiempo que la capacidad contributiva de las empresas y de las familias se está agotando y el nivel de endeudamiento del país llegando a su límite. Una realidad que sectores del oficialismo se niegan a aceptar.