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    Sepultado bajo una pila de papeles

    Una mansión tomada por la vegetación, con puertas de hierro forjado, en el residencial barrio londinense Hampstead, muy cerca de donde vivió el poeta John Keats. En la actualidad, con sus boutiques de moda y sus cafés de elegancia suprema, comprar una casa en esa zona es para gente realmente adinerada. El interior de la mansión está completamente dominado por el desorden y el abandono: muebles viejos amontonados, sábanas que los cubren, polvo y telas de araña en los cuadros y en las paredes, basura y desperdicios de todo tipo acumulados, montañas de papeles en las habitaciones (la cantidad es tan grande que impide abrir algunas puertas), la bañera y el inodoro del baño también repletos de papeles. Imaginen el olor: una mezcla entre dulzón, ácido y nauseabundo. ¿Es el aquelarre de la mugre o hay algo más? Un escenario cuyo responsable padece lo que vulgarmente se conoce como síndrome de Diógenes.

    El cadáver de Allan Chappelow, un anciano de 86 años que prácticamente había vivido toda su vida en esa mansión, fue encontrado en junio de 2006. Unos extraños movimientos en su cuenta bancaria, y una voz de acento asiático en el teléfono que decía ser Chappelow, alertaron a las autoridades. Un patrullero acudió a la mansión del viejo ermitaño, según lo consideraban sus vecinos. En los primeros días la policía tuvo que mover muebles y porquerías. Pero el olor no cesaba. Y varias semanas después de que los agentes con sus guantes desechables pusieran algo de orden en la mansión, y los perros ayudaran con su olfato, apareció el cadáver: le habían destrozado el cráneo con alevosía y estaba sepultado bajo una pila de papeles que pesaba… 560 kg. Dantesco, como diría una clásica crónica roja. Cuando llegó la policía técnica tuvo serias dificultades para marcar el perímetro de la investigación: ¿a partir de dónde colocar la cinta amarilla?, ¿qué no tocar en semejante caos para rescatar alguna pista o posibilidad de encontrar ADN?

    Para el detective Pete Lansdown, a cargo del caso (por lo general trabajaba en 15 al mismo tiempo), se trató de “uno de los mejores rompecabezas criminales que jamás haya visto”. Lansdown, que medía más de un metro ochenta y era robusto, había combatido en la guerra de las Malvinas. Su máxima: “Si parece un asesino y huele a asesino, es un asesino”.

    Chappelow era aficionado a la fotografía y apasionado por la obra de George Bernard Shaw. Incluso llegó a entrevistarlo, de tanto y tanto que insistió. Estaba en contra de cualquier guerra y era simpatizante comunista. Viajó siendo estudiante a la Unión Soviética y después a Albania y no se cansaba de resaltarles a sus compatriotas ingleses el valor y la bondad de semejante sistema. Según él, en esos países nunca había visto “un solo niño infeliz, miserable o desgraciado”. Pero más allá de algunas fotografías y un par de libros publicados (sobre Bernard Shaw, claro, que fueron duramente criticados por los especialistas), el verdadero capital de Chappelow era la herencia familiar. En la mansión vivió su familia y, cuando sus padres murieron, Allan resistió como el último de los mohicanos, pese al avance de la desidia a su alrededor y de la vegetación que iba tomando la casa piso a piso. El resto de sus parientes residía en los Estados Unidos y en Europa. Para los vecinos Chappelow era un sujeto solitario que jamás recibía visitas, a no ser un obrero por alguna cosa puntual. Para otros era un viejo irritante. Hay quien lo calificó de psicótico. En todo caso, parecía ocultar algo. Andaba siempre con las mismas ropas y olía realmente mal.

    La voz asiática en el teléfono es la de Wang Yam, el estafador y único sospechoso de haber asesinado al viejo ermitaño. Yam sostiene que es nieto de Ren Bishi, líder militar y amigo íntimo de Mao. Los familiares de Bishi dicen que es mentira. En todo caso, Wang Yam era un estudiante consustanciado con el partido (fue integrante de los pequeños guardias rojos) y un aplicado alumno hasta que llegaron los acontecimientos en la plaza de Tiananmén. En Tiananmén Mao proclamó el 1º de octubre de 1949 la fundación de la República Popular China. Cuarenta años después, en 1989, en Tiananmén se reunieron los estudiantes en una esperanzadora revolución por cambios y una mayor transparencia del gobierno. La protesta terminó en una masacre que aún hoy no tiene una cifra clara de muertos, pero se especula que son muchísimos. Como Wang Yam estaba identificado con los manifestantes y estos iban cayendo uno a uno, decidió huir. Lo hizo por el lado de Hong Kong, y así llegó a Gran Bretaña, donde rápidamente consiguió —tal vez amparado como refugiado político— la ciudadanía inglesa. En Londres se abrió camino, un poco como empresario de servicios informáticos algo chanta, otro poco como amigo de la mafia china. Cuando Yam sabe que las autoridades lo buscan por sospechoso de estafa y asesinato, huye a Zurich y mediante una orden internacional de Alerta Roja los servicios de Interpol lo capturan y lo traen de vuelta a Inglaterra.

    Páginas de sangre (RBA, 2019, 396 páginas), del periodista Thomas Harding, colaborador de Financial Times, The Guardian y The Washington Post, analiza de forma pormenorizada este caso, que terminó condenando a Yam como responsable de las estafas y del asesinato. Yam cumple actualmente la condena de cadena perpetua en la prisión de cinco estrellas Whitemoor (celdas individuales con hornillo y nevera, servicio odontológico y más) y admite las estafas realizadas —robo y manipulación— con la cuenta bancaria de Chappelow, pero no su asesinato. Para la policía es el único culpable, si bien no hay ninguna prueba de ADN que demuestre que haya estado en el interior de la mansión. Entre capítulo y capítulo Harding alterna unas carillas tituladas Apuntes del caso, donde habla específicamente de la confección del libro, de los entrevistados y de otras particularidades.

    Lo que se pregunta una y otra vez el periodista, y se convierte en el gran suspenso que late en este libro, es el secretismo que rodeó al juicio, que insumió 10 semanas, tuvo varias instancias y apelaciones y llegó a los Reales Tribunales de Justicia, donde unos señores con toga y peluca definitivamente desecharon cualquier reclamo por parte de la defensa y rectificaron la condena.

    Quedan dudas, por supuesto, como en todo buen policial. En la oscuridad de Chapellow podrían existir unas escapadas al parque más cercano para ligar con jovencitos, y tal vez uno de esos ligues se fastidió con algo que hizo el viejo y le machacó la cabeza. Cerca del cadáver había varias colillas que nunca se supo a quién pertenecían, porque Chapellow no fumaba.

    ¿Cuál era entonces el secreto de Estado que llevó a celebrar el juicio a puerta cerrada? Nadie lo sabe. Y eso es lo más interesante.

    Es probable que Wang Yam fuese espía. Y de los dobles o triples.