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Las raras circunstancias referidas en las columnas anteriores y vinculadas a una estadía forzosa en Gisenyi —una ciudad de frontera entre Ruanda y la República Democrática del Congo— propiciaron una interacción humana de inusual riqueza. Negada la posibilidad de pasaje, la noche fue cerrándose sobre catorce uruguayos que se encontraron varados en un país del que casi nada sabían.
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Cansados después del viaje, con maletas y frustración a cuestas, entendieron que nada podían hacer para destrabar aquello y que solo restaba aguardar. Demasiado pronto para sentirse abatidos y creyendo en una promesa, confiaron en la solución que la mañana iba a traerles. Debían atravesar esa madrugada un contratiempo menor que apenas retrasaría un poco el trabajo previsto. Un hotelito encontrado a unas cuadras pareció el refugio correcto para esas horas. Las horas iban a convertirse en días hasta completar una semana. No lo sabían entonces, pero se ponía en funcionamiento una montaña rusa de emociones que los obligaría a desarrollar estrategias de convivencia.
Hubo que conocerse, compartir, negociar, intuir qué se podía esperar del otro y sorprenderse ante lo inusitado de las reacciones propias y ajenas. Hubo, sobre todo, que generar la confianza elemental para sostenerse. Los gestos de solidaridad o de egoísmo —más de los primeros, hay que decirlo con alegría— fueron develando personalidades y la estadía se transformó en un fantástico experimento que hubiera sido la delicia de un sociólogo.
Como siempre, la incertidumbre fue madre de la angustia. Cada mañana, durante el desayuno, se renovaba la esperanza y el paso del tiempo la iba diluyendo en abatimiento. Había que distenderse para no estallar. La risa fue un elemento clave.
Una risa que aparecía atada a un chiste o a una situación graciosa, o incluso a la capacidad de burlarse de sí mismo.
La intención inicial de vivir en una base militar donde casi todo estaba cubierto hizo que, en el contexto del hotelito, el equipaje que cada uno portaba empezara a mostrarse inadecuado. Faltaban elementos imprescindibles y fastidiaban otros transportados con una finalidad distinta y vueltos inútiles o ridículos. Unas botas pensadas para caminar entre la maleza no hallaban su lógica en las callecitas de una ciudad. La inexistencia de agua potable otorgaba valor de oro a una botella de refresco o agua mineral. Un adaptador para cargar el teléfono podía constituirse en pieza codiciada. El paquete de galletitas dulces que al principio resultó insignificante, se transformó en manjar días después. Y una tarde aciaga, tras la enésima negativa a que les franquearan el paso, una bolsita de caramelos de dulce de leche fue como un abrazo, el consuelo ante el desencanto.
En esa suerte de Gran Hermano improvisado, los liderazgos fueron fluctuando según la necesidad de cada momento. Así, los distintos caracteres probaron su utilidad relativa para erigirse en cabecillas temporales. Hoy era el más divertido quien se instalaba en el centro. Luego era el más práctico. Más tarde, agotada la hora de las bromas y prontos a tomar decisiones, se viraba hacia la sensatez o la templanza. Y no era de extrañar que en algún momento ascendiera al pedestal de líder el más audaz, el más guerrero, el más osado, incluso el más joven.
La pequeña comunidad no acababa de reponerse cuando ya sobrevenía alguna contrariedad que algunas veces rozaba lo inverosímil. Lo adverso —sin llegar jamás a extremos dramáticos— puso al descubierto la naturaleza humana y cada uno vivió el desafío de responder con mayor o menor acierto, desde sus posibilidades. Salieron a flote las profesiones o los saberes. Manejar algún idioma extranjero ayudó en momentos tan disímiles como pedir la comida, redactar una carta oficial o negociar en el último paso de frontera. Los que tenían fe —pagana o religiosa— mantuvieron alta la moral del grupo y, aguantando las chanzas cargadas de afecto, fueron ánimo permanente. Hubo quien arengó y quien moderó, quien organizó colectas, quien usó mejor la tecnología y ayudó a los demás a servirse de ella. Quien se salió de tono y pidió disculpas. O no. Quien se desbordó de ansiedad y quien alivió con una caricia o con palabras.
Es cierto que la dificultad para moverse en un país desconocido y con una visa de turista vencida limitaba los desplazamientos. Pero la necesidad de estar juntos y la certeza de que la contrariedad había generado ese micromundo con sus particulares reglas hizo que fuera fraguando la conciencia casi unánime de pertenecer a un grupo. Sobre todo, y esto es lo que observé emocionada, se forjaron lazos cuya profundidad y duración determinará el tiempo y que quizá puedan constituirse en una fuerza útil para tender una mano a quienes nada tienen.
Para esta escritora, habituada al trabajo solitario y poco dada a la vida social, el inconveniente de las visas tuvo beneficios colaterales. Atenta a la conducta de las personas, siempre fascinada por sus matices, esos días fueron un encantador escenario de humanidad desvalida, expectante, azorada. Una experiencia imposible de contar en sus detalles, no solo por discreción, sino porque nadie la creería. Lo que también refuerza el sentido de pertenencia al grupo y recuerda que realidad y verosimilitud van por carriles diferentes.