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    Editorial

    N° 1964 - 12 al 18 de Abril de 2018

    , regenerado3

    Es un buen ejercicio imaginar a Thomas Mann o Albert Camus o Ernest Hemingway confesando que durante años no pudieron tener relaciones sexuales con una mujer. Que son impotentes. Y que esa impotencia tiene su raíz en que fueron violados de niños. 

    Los grandes hombres de la literatura —y la mayoría de las mujeres— no podrían haberlo hecho. Pero, como dice Bob Dylan, the times are changing, y esta semana el escritor norteamericano y dominicano Junot Díaz pateó el tablero al publicar en The New Yorker un poderoso ensayo. A los 49 años, Díaz es un autor consagrado, profesor en MIT y ganador del Pulitzer por su novela La maravillosa vida breve de Óscar Wao. 

    En las catorce páginas del ensayo titulado El silencio cuenta que a los 8 años fue violado por un hombre en quien él confiaba mucho. Lo violó un día y lo obligó a ir al siguiente y lo volvió a violar. Díaz, que tiene una familia de cinco hermanos, nunca le contó a nadie. A nadie. Hasta esta semana. 

    El hecho lo marcó, destruyó su personalidad; fue un niño depresivo y con una rabia descontrolada. Dejó de imaginar cohetes espaciales, porque su vida estaba signada por la imagen de ser violentamente penetrado. Vivía con miedo. A los 13 años no podía mirarse al espejo. A los 14, se apuntó en la cabeza con un arma de su padre —que los había abandonado pero “generosamente” dejó el arma. Tuvo otro intento de suicidio. Lo que lo salvó de seguir intentándolo, dice, fue haber sido aceptado en la universidad. Allí desarrolló una máscara: era popular, corría, era activista. Tuvo novias pero no podía tener sexo con ellas. Se enamoró, pero engañaba a su mujer: “I cheated on her como un maldito perro”. Se volvió alcohólico. 

    Tuvo éxito muy pronto con sus libros, tuvo prensa, premios, pero seguía siendo un depresivo. La violación “jodió mi niñez. Jodió mi adolescencia. Me jodió la vida entera. Más que ser un dominicano, más que ser un inmigrante, más incluso que ser descendiente de africanos, mi violación me definía. Empleé más energía huyendo de ella que viviendo. Estaba confuso acerca de por qué no me defendí, por qué tuve una erección mientras era violado, qué había hecho para merecerlo”, escribió en The New Yorker. Hay que ser valiente.

    “Los hombres `reales´dominicanos, después de todo, no son violados”. Y si no era un dominicano real, entonces no era nada. 

    Perdió muchos años. Hasta que el pasado lo alcanzó. Siempre te atrapa. Lo salvó la terapia, a la que hoy sigue yendo dos veces a la semana. Tiene una relación. Escribe. Tiene a raya el alcohol. Cada año, dice, se siente menos como los muertos y más parte de los que están vivos. 

    Desde que el ensayo se publicó este lunes 9, los principales diarios del mundo lo han consignado, contando lo más relevante. No es frecuente que la literatura sea noticia para los medios (salvo por los premios). Ya hay quienes lo ven como parte del movimiento #Metoo. 

    Ha habido escritores que volcaron sus demonios en el papel —Kafka y su carta al padre, entre ellos— pero en los últimos años estamos siendo testigos de un fenómeno interesante: las historias más íntimas están saliendo a luz. La francesa Virginie Despentes en su brillante Teoría King Kong también cuenta cómo fue violada, pero su respuesta es mucho más punk. 

    Hace más de 20 años, cuando ya era un consagrado y hasta había intentado ser presidente del Perú, Mario Vargas Llosa también tuvo valor al contar en su autobiografía que había sido un niño abusado. Su padre era un violento, que le pegaba a la madre de Mario y a él. Ese niño, asegura, quería morirse. 

    Es valiente contar los detalles, que son humillantes, porque muchas veces los golpes son solo parte de una escena que es aún peor: “Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas”. Pero eso no calmaba al padre, que seguía golpeándolo y gritando. “Cuando aquello terminaba, y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes, sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberle tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera lo que me mantenía desvelado, llorando en silencio”. Hay que ser valiente. Ni una sola vez pudo enfrentarlo. Es valiente contar eso, también.

    La literatura puede salvar. En el caso de Vargas Llosa, fue a través de la poesía. Escribía para oponerse al padre, que asociaba la poesía con “la mariconería”. Para alejarlo de la literatura, lo internó en el Colegio Militar Leoncio Prado, al que ingresó antes de cumplir catorce años.Estos días miro portales y diarios del exterior, festejando que publiquen extractos de lo que escribió Junot Díaz (cuya literatura, sin embargo, no me interesa demasiado). Los artistas siempre están adelante. Van, de alguna manera, abriendo caminos. 

    El texto tiene vida propia, y no podemos imaginar cuántos hombres y mujeres estos días lo leerán en su celular, a escondidas, en el baño. 

    Y esto es casi una nota al pie para los periodistas y quienes celebran la prensa: qué gran cosa la tradición de las revistas norteamericanas que dan un marco para que este tipo de escritos y ensayos se publiquen. Su costumbre de editar essays donde la voz del escritor importa, tienen una sobriedad y un peso que lo propician. Aquello de que el medio es el mensaje está patente aquí. No es lo mismo que lo escriba maravillosamente bien en The New Yorker a que lo cuente en un programa de chismes. La palabra, la escritura, siguen siendo el lugar con más prestigio. 

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