N° 1950 - 28 de Diciembre de 2017 al 03 de Enero de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn 1514 se produjo un hecho muy desconocido que sin embargo estaba destinado a cambiar la historia de buena parte de la humanidad. Ese año, Fernando de Aragón, viudo de Isabel de Castilla, rey de España y de las Indias, promulgó una ley que legalizaba los matrimonios interraciales. Sus motivos para hacerlo eran de índole religiosa. Muy pocas mujeres emprendían la aventura americana y por tanto los hombres que viajaban al nuevo continente acababan emparejándose con nativas. Y lo hacían no solo de modo esporádico sino que, en no pocas ocasiones, acababan amancebándose con ellas, lo que, según la moral de la época, ponía sus almas en pecado mortal. Precisamente por eso, para salvarlos de las llamas del Infierno, el Rey autorizó los matrimonios mixtos. A partir de ese momento empezó a tener lugar, en todos los territorios de la más tarde llamada América hispana, una mezcla étnica absolutamente desconocida en otras culturas. Eran tantos los matrimonios interraciales que se celebraban, que el historiador británico Hugh Tomas calcula que a mediados del siglo XVI nada menos que la mitad de los colonos de La Española estaban formalmente casados con mujeres indígenas. En lugares como Cuba, por ejemplo, y tal como atestiguan cuadros y documentos de la época, eran tantas las familias mestizas, algunas de ellas bastante acomodadas, que llenaban de estupor a visitantes franceses, holandeses y por supuesto ingleses. Qué asombrosa situación, decían, pues en sus respectivas colonias no solo estaban penados los matrimonios mixtos sino que incluso se castigaban las relaciones sexuales con personas de otras etnias, en especial la negra.
Han pasado más de cinco siglos desde que entró en vigor aquella pionera ley del Rey católico de la que tan poco se habla, pero sin duda es la verdadera responsable de que hoy la palabra “mestizaje” sea una de las más bellas y tolerantes de nuestro diccionario. Curiosamente no sucede así en otros idiomas, en los que la misma palabra, tomada del español y transformada en “metiso”, “mesti”, “mestee” o “meteque” tiene, en todos los casos, connotaciones peyorativas. Y lo mismo ocurre con otros vocablos afines, como “halfcast” en inglés o “cuarteron” en francés.
Las palabras nunca son inocentes y es interesante señalar cómo idéntico término dicho en inglés o en español puede significar cosas muy distintas. Así, por ejemplo, “crisol” en español sirve para designar “un lugar en el que se produce la integración de diversas etnias y culturas”. En inglés, en cambio, y como bien dejó patente Arthur Miller al titular The Crucible una de sus obras de teatro más famosas (Las brujas de Salem), el mismo término significa “prueba difícil” o “contenedor pequeño en el que se producen violentas reacciones”.
Pero volvamos al posiblemente no intencionado regalo del rey Fernando para resaltar que su política de matrimonios interraciales ha permitido que en los países de lengua hispana se produzca una constante mezcla de razas, un bendito entrevero, único antídoto que se conoce contra el racismo y la xenofobia. Erradicar ambos del todo es imposible, está en la naturaleza humana desconfiar del diverso, pero es evidente que los países que prohibieron los matrimonios interraciales (en algunos, como Estados Unidos, no se despenalizarían hasta bien entrado el siglo XX, hasta 1967, para ser exactos) arrastran aún su lacra. El apartheid sudafricano y la segregación racial en EE.UU. no son ajenos a este fenómeno, mientras que en nuestros países tal vez pueda haber prejuicios, pero no existen en cambio tensión ni violencia raciales.
Si recuerdo ahora esta vieja historia de cohesión e integración, es porque he seguido con especial interés los hechos acontecidos no hace mucho en Charlottesville (Virginia), en los que una persona resultó muerta y otras varias heridas a manos de miembros del Ku Klux Klan, de autoproclamados nazis y de blancos supremacistas. Podría pensarse que se trató de un episodio más de odio racial y no de los más sangrientos; sin embargo, creo que tal vez muy pronto el nombre de este enclave se recuerde como un punto de inflexión en lo que a xenofobia se refiere. En principio, a simple vista, pareció lo contrario. Sobre todo, porque la máxima autoridad del país, el presidente Donald Trump, se negó a condenar los hechos. La gente empezó a demandar una rectificación, pero, fiel a su estilo, Trump perseveró en su negativa alegando que “en ambos bandos había gente buena”, lo que le hizo acreedor de las más calurosas felicitaciones de David Duke, antiguo Mago Imperial o, lo que es lo mismo, jefe del Ku Klux Klan. Quién sabe, tal vez un día no muy lejano tengamos que agradecerles a estos dos caballeros su empecinada estulticia. Porque, a partir de ese momento, se produjo en el país un hecho sin precedentes. Gentes de todos los estratos sociales, de todas las etnias y filiaciones políticas, incluida la del propio presidente, exigieron una rectificación. A estas voces no tardaron en unirse los medios de comunicación más respetados, senadores tanto demócratas como republicanos, intelectuales y —es de suponer que lo que más le duele a Trump— dirigentes de las empresas más poderosas del país reprobado unánimemente su actitud. Porque si algo ha demostrado el rechazo generalizado a la conducta del presidente es que Estados Unidos ya no es un país de blancos y negros, de wasps y de scum, como les gusta pensar a los energúmenos del ridículo capirote que se pasean con antorchas. Ahora es un país multiétnico, multicultural, entreverado, gloriosamente mestizo en último término. Así lo atestiguan, por cierto, las víctimas de Charlottesville. Heather Heyer, la única fallecida a manos de los xenófobos, no pertenecía a ninguna minoría étnica sino que era de raza blanca, mientras que entre los heridos los hay blancos, asiáticos y afroamericanos. Es posible que, cuando se acallen los ecos de lo acontecido en Charlottesville, exista aún un número de energúmenos que sigan aplaudiendo la actitud negacionista de su presidente. Pero la respuesta unánime de todo un país evidencia que, como decía Bob Dylan, y al fin empieza a ser cierto, los tiempos están cambiando. A la historia le gustan mucho las paradojas. A veces son simples, como la de Fernando el Católico intentando lograr para sus súbditos un bien en el más allá y regalándoles, sin saberlo, un gran bien en el más acá. Otras son más complejas. O irónicas, o incluso sarcásticas. Como el hecho de que el grotesco dueto protagonizado por Trump y el Gran Mago Imperial del KKK afeado por todos acabe siendo el catalizador de ese cambio que profetizaba Dylan y que todos esperamos desde hace tanto tiempo.