N° 1965 - 19 al 25 de Abril de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl pasado 10 de abril, Omar Sharif hubiera cumplido ochenta y seis años. Así lo recordaba Google en uno de sus ya clásicos doodles, esos cambios temporales introducidos en el logotipo de su página principal con los que se conmemoran fechas o se rinden homenajes. No he seguido con particular interés la trayectoria de este actor y el hecho de su aniversario de nacimiento me hubiera pasado inadvertido de no haber sido por una serie de circunstancias que me unen a su recuerdo desde los afectos.
Omar Sharif fue el protagonista de Doctor Zhivago, una película memorable que, a mediados de los sesenta, marcó los corazones de una legión de espectadores y que, por esos senderos insospechados que unen la ficción con la realidad, iba más tarde a entrelazarse con mi vida. Doctor Zhivago, del director David Lean, propone una trama en dos planos. El más amplio, de corte histórico y épico, gira en torno a los tumultuosos tiempos de la Revolución rusa, la I Guerra Mundial y la Guerra Civil rusa. El segundo, más centrado en las pequeñas historias, es el relato trágico de la relación amorosa entre el médico Yuri Zhivago y una bella joven, Lara, interpretada por una jovencísima Julie Christie. La película —cuyo elenco brillaba con otras estrellas de la talla de Geraldine Chaplin, Rod Steiger y Alec Guinness— obtuvo cinco Globos de Oro y cinco estatuillas de sus diez nominaciones a los Oscar.
Llegó a las pantallas uruguayas justo a tiempo para consolidar un noviazgo incipiente entre dos jóvenes estudiantes de medicina que apenas rozaban los veinte. Salieron del cine con el alma plena de emoción y belleza. Quiero pensar que la historia de amor frustrada y el padecimiento de los protagonistas los habrá unido, de algún modo, en la determinación firme de triunfar allí donde los otros habían fracasado. Aunque también es posible que el dolor de ese amor sin final feliz les haya abierto una pequeña grieta de amarga incertidumbre hacia el futuro que los esperaba.
¿Cómo saberlo? Lo cierto es que la película caló hondo en los dos y unos años después, cuando por fin se casaron, se tornó parte del paisaje cultural sobre el que se fundan las historias familiares y que constituye un punto de complicidad y cercanía. Así, su primera hija —que hoy escribe esto— creció acunada por la melodía del Tema de Lara, en el entorno de las recurrentes menciones a la película y a la novela que desde siempre estuvo en su casa y que aún conserva en su biblioteca.
Supe desde muy pequeña que Boris Pasternak era el autor de Doctor Zhivago. Supe, también, que había pagado carísimo su atrevimiento literario y que el régimen soviético lo había obligado a rechazar el Premio Nobel en 1958. Intuí desde muy niña que el arte podía —o quizá debía— ser una forma de la rebeldía y que, cuando resultara molesto, el poder iba a intentar detenerlo. Que, por tanto, la libertad del creador era un tesoro que había que proteger, no solo por el arte en sí, sino también porque estaba ligado a la libertad como un bien supremo. Todo eso supe, aunque era demasiado pequeña para ponerlo en palabras. De todo eso estoy hecha.
Cuatro décadas más tarde, cuando me encontraba trabajando en la biografía de Susana Soca, volví a toparme con el nombre de Pasternak y fue como un cálido encuentro con un viejo amigo. Susana admiraba con devoción la poesía de Pasternak y en 1956 viajó a la Unión Soviética para conocerlo. El relato oficial consigna que jamás llegaron a verse y que el desencuentro se produjo por unos minutos apenas. Susana dejó una nota a Pasternak en la que manifestaba la decepción por no haberlo visto, una profunda admiración hacia su poesía y el deseo de traducir y publicar algunos de sus poemas. Esa nota fue conservada por Evgenii Pasternak —hijo del escritor—, quien tuvo la gentileza de hacerme llegar una copia durante el transcurso de mi investigación, y muestra una caligrafía perturbada de adolescente nerviosa, extraña para la mujer madura que Susana era.
Susana tradujo esos poemas y los publicó en su revista, La licorne. Mantuvo escasa correspondencia con Pasternak y es poco más lo que, hasta el momento, se sabe de esa relación que parece no haber rebasado jamás los límites de la admiración literaria. Sin embargo, algunas leyendas se forjaron en torno a aquel aventurado viaje de Susana tras la Cortina de Hierro. Algunos sostuvieron que había sido ella la encargada de hacer pasar el polémico manuscrito hacia Occidente y que de sus manos habría llegado al editor Feltrinelli, quien acabó publicándolo en 1957.
No es imposible que así haya acontecido, aunque sí improbable. Lo cierto es que varios años de investigación no lograron confirmar el punto, por lo que aún permanece en esa nebulosa exquisita donde van a parar las historias hermosas que desatan la imaginación y los sueños y que tanto desearíamos convertir en certezas.
El homenaje que Google hizo a Omar Sharif abrió en mí la ventana de los entrañables recuerdos. La historia de Yuri y Lara, la de mis padres, la de Susana y Pasternak y los hechos que a partir de ellas fueron sucediendo, constituyen una delicada urdimbre, el telar en el que voy tejiendo mi existencia con hilos asombrados ante la maravilla de estos raros cruces de caminos.