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Cuando mi amiga Cecilia tenía 20 años su novio de hacía muy pocos meses le propuso casamiento. Ella aceptó, pero con una condición: “que no tengamos hijos, aunque con gusto podemos adoptar un conejo”. Él muerto de amor y —creo yo también— de deseo, aceptó. (Ellos vivían en distintos países y en ese entonces uno solo se tomaba el avión para estar con el otro si mediaba el casamiento, al menos en la cultura social en que vivíamos ella y yo).
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Se casaron, adoptaron un conejo que vivió muchos años y adoraron y, contra todo pronóstico, su matrimonio lo sobrevivió por unos años más. Pero aún en vida del conejo y, por supuesto, del matrimonio, él sintió el mandato de la biología y habló del hijo. Ella le recordó su condición y no se habló más. Ella nunca cambió de opinión.
Su argumento para no ser madre siempre fue el mismo: el parto le daba terror. Quien la hubiera conocido de niña podría llegar a inferir fácilmente otros factores derivados de la historia familiar. Pero en algo nadie fallaba, la conociera o no de niña: tarde o temprano todos terminaban, en forma más o menos explícita, pidiéndole explicaciones acerca de la decisión de no procrear. Por supuesto, la más Susanita de nuestro grupo sigue sin entender los argumentos. Personalmente los acepté cuando era la típica solterona enamorada de penales o de imposibles y también cuando, ya tarde para mi generación, me convertí en madre y esposa de familia. Creo que nuestra hermandad que ya supera los 30 años y los 10.000 kilómetros de distancia desde aquella aceptación de matrimonio se debe, en buena parte, a mi aceptación de sus argumentos… y a los de ella de mi soltería prolongada primero, y de una pareja y un par de salvajes que le invaden su impoluto hogar de suburbios de primer mundo cada dos o tres años, después.
Mi amiga Cecilia, rara avis con ideas claras sobre su no maternidad en los años 80, ha tomado el carácter de precursora de lo que los sociólogos llamarían una masa crítica que ha ido en aumento en las dos últimas décadas y que, con la voz cada vez más alta, declara que no le interesa la maternidad (los hombres casi no la tienen que explicar, seamos claros). Casi ya nadie discute este derecho en forma racional, pero en el fondo todos —incluso los que declaramos comprenderlo— terminamos por buscarle el motivo oculto, o raro, o psicoanalítico (como es mi caso, según declaración propia unas líneas más arriba). Cambiar el mandato social en la propia cabeza es una gimnasia que debe hacerse, como la otra, casi a diario y a conciencia para no perder el entrenamiento, si es que uno cree que a veces es necesario cambiarlo. Uno de esos ejercicios que propongo, por ejemplo, es preguntarse y preguntarles a quienes tengamos confianza de hacerlo, por qué han tenido hijos. ¿Estamos seguros que todos nos lo hemos preguntado? ¿De verdad nos preguntamos si estábamos seguros de querer ser madres o padres realmente? Y si la respuesta es sí, ¿cuáles son esos motivos? Bueno, están los lugares comunes: para terminar de consagrar un gran amor fundando una familia; para que ese bebé fuera testimonio de nuestro amor, etc. ¿Están seguros de que un niño ayuda a preservar el amor? ¿Entonces por qué tantas parejas que se adoraban saben —lo digan o no— que el nacimiento del niño las puso a prueba, y que en algunos casos la prueba no se pasó? ¿De verdad el ser padres y el amor de una pareja están relacionados en forma directa? ¿Hasta dónde podemos asegurar que no se trata de una construcción social que así lo determinó y le puso excusas románticas o biológicas?
Por otro lado, si bien hay infinitamente más casos de mujeres que han declarado haberse arrepentido de no haber sido madres cuando ya no podían remediarlo, ¿cuántos hay de madres que se hayan animado a declarar que se arrepintieron de haberlo sido, más allá de adorar a sus hijos? ¿Quién se animará a decir esto último en una reunión social? ¿Y lo primero? Por lo primero la van a consolar y a decir “¡pobre!”; por lo último seguro casi todos diríamos “¡pero qué desalmada, pobres hijos!”. ¿Y una mujer —u hombre— no pueden decir que se arrepienten de una decisión así de importante? ¿Por qué?
Pocos podrían discutir que, en realidad, la inmensa mayoría de la humanidad ha tenido y sigue teniendo descendencia sin preguntarse los motivos ni analizarlo demasiado, sino más bien aceptando que “los hijos vienen”, sin más. Personalmente esto último me horroriza igual que lo otro (lo de arrepentirse de haberlos tenido), y suelo preguntarme cómo es posible que si ya cuando uno planifica tenerlos implica todo un impacto, cuando “llegan de rebote” no me lo puedo imaginar.
No creo que sea muy necesario aclarar que todas estas son generalizaciones groseras, y que las distintas significaciones del hijo son casi tan numerosas como personas, aunque de alguna forma pueden encontrar una clasificación en diferentes culturas y estratos socioeconómicos (de hecho, las tasas y edades de maternidad están fuertemente determinadas por este factor). En este sentido, el hijo como única posesión y destino de expectativas y el no hijo como posibilidad de consagración profesional serían los extremos.
Afortunadamente, las espectaculares conquistas sociales y de derechos en las sociedades democráticas por parte de las mujeres y de las minorías de todo tipo (raciales, de opción sexual, entre otras) han incluido a este grupo que en inglés ya tiene una sigla (y un mercado específico, como el de los viajes, por ejemplo) y que reivindica su derecho a ser pareja pero no padres, como en los 90 surgieron con fuerza las mujeres que decidían ser madres solas. Y además, a proclamarlo sin avergonzarse, ni tener que explicar, ni ser cuestionadas por otros.
Sobre esta cultura y esta realidad que también en nuestro país muestra un claro aumento se trata la nota de Pía Supervielle que aparece en esta edición bajo el título “La elección más allá del mandato”. La recomiendo.