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    Sed de horizonte o la angustia de la influencia

    NOBLEZA OBLIGA

    “Una vez que bajamos al mar y al lugar de la nave, arrastramos primero el bajel a las aguas divinas, en su negra armazón erigimos el palo y la vela y, embarcando primero las reses, entramos nosotros que, con vivo dolor derramábamos llanto abundante. Por detrás del bajel azulado mandábanos Circe, la de hermosos cabellos, potente deidad de habla humana, el mejor compañero: una brisa propicia que henchía nuestros paños. Nosotros, dispuesto ya todo en la nave, nos sentamos dejando su rumbo al piloto y al viento. Avanzó a toda vela en las aguas la entera jornada; se ocultaba ya el sol y extendíase la sombra en las calles cuando el barco llegaba al confín del océano profundo”.

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    Así comienza el Canto XI de La Odisea. Como cada vez que vuelvo a un clásico, me pregunto qué sentido tiene seguir escribiendo, y es el deseo —empecinado en volverse certeza— de hacer algún aporte original en el estilo o en la mirada lo que me alienta. Pero es solo un argumento para convencerme. Los clásicos —a los escritores, me refiero— ya lo han dicho todo. Los pobres escribas que apoyamos nuestras diminutas sandalias sobre sus enormes huellas, solo podemos engañarnos con la esperanza de expresar lo mismo desde otras palabras, en otros tiempos.

    Casi todas las veces, ni repitiendo lo que ellos ya han dicho, ni pegándonos con fidelidad honorable o plagiaria, llegamos siquiera a aproximarnos a la hondura de sus conceptos. Esa es la angustia del escritor. La única y verdadera. No es la de la página en blanco, no. Cualquiera llena un papelito con garabatos. Es la necesidad de haber escrito algo que valga la pena, algo decente, novedoso y nuestro; esa es la desesperación que nos atormenta.

    Harold Bloom llama a esto “la angustia de la influencia”. Para Bloom, “la angustia de la influencia cercena a los talentos más débiles, pero estimula el genio canónico. (…) El deseo de hacer una gran obra es el deseo de estar en otra parte, en un tiempo y un lugar propios, en una originalidad que debe combinarse con la herencia”. Cada tanto, muy de vez en cuando, surge un iluminado que tuerce esa angustia en su provecho y logra el milagro de la creación casi pura. Entonces la literatura avanza. Así se va construyendo la historia de las bellas letras.

    Estos párrafos anteceden a modo de disculpa porque quería escribir hoy —aún quiero— acerca de la sed de horizonte. Una sed muy mía que algunos me han dicho que comparten. Como siempre, antes de escribir, abrí un libro querido, no importa en qué página, y leí un largo rato para ponerme en ambiente. Habiendo ido a La Odisea en busca de imágenes bellas, recordé algo por obvio sabido y es que aunque mucho me afane, no lograré jamás acercarme ni al borde de la estela que dejan los textos homéricos. Pero debo escribir de cualquier modo, así que acepto la inicial desventaja y me lanzo, con humildad, a vencer la angustia de la influencia.

    Aquí empieza mi relato. Estoy en Villa Carlos Paz, en la terraza amplia de un hotel, sobre una elevación a orillas del lago San Roque. El paisaje no puede ser más propicio para el descanso. El descanso, para el pensamiento. El pensamiento, para la escritura. Las aguas reposan mansas, solo abiertas cada tanto por la suave franja que deja un velero o el tajo brusco de una lancha. Por delante, los pinos oscuros. Al fondo, el telón verdoso de las sierras.

    La mañana comienza —“al mostrarse la Aurora temprana de dedos de rosa”— y disfruto del silencio. Espero mientras se despliega la pantalla, tomo café. Hace bastante que los pájaros trinan y hay un resplandor dorado en las nubes. Amanece —“elevábase el sol tras surgir de la hermosa laguna, por el cielo broncíneo, llevando la luz a los dioses y a los hombres que pisan la tierra fecunda”. Ruego al dios de los sueños para que mantenga a los demás huéspedes un rato más en la cama.

    El entorno es perfecto, pero algo me incomoda. Algo que viene molestando desde hace unos días y que no comprendo. Si encontrara las palabras… Sigo leyendo el prodigioso libro. Es el retorno a casa, la nostalgia por el lugar querido donde están la memoria y los afectos. Es Telémaco que se hace hombre, es Odiseo que vuelve, es Penélope que espera. Me dejo llevar por la poesía. Y entonces me doy cuenta. El entorno en el que me encuentro no es perfecto. Es incompleto. Falta el horizonte. Faltan la fuerza del mar, su rebeldía, su fluir, tan distintos a este lago de aguas quietas que ahora veo.

    Me pregunto qué valor simbólico tiene para mí el horizonte. No es en absoluto el horizonte de los antiguos griegos. Tampoco ese borde terminal de un mundo plano al que los navegantes temían. Mi horizonte es distinto. Tiene pretensiones de infinito y, por tanto, le hace frente a la muerte. Si hay horizonte hay posibilidad de movimiento. Si hay movimiento, hay vida. Pero aquí, aquí solo se ve el murallón de las sierras, un final demasiado próximo. La otra metáfora en la que prefiero no pensar. He sentido esta asfixia otras veces. En algunos lugares del mundo. En Madrid, por ejemplo, lugar al que amo, pero que me oprime.

    Quizá porque nací y vivo en una ciudad costera, quizá porque llevo en la sangre a mis antepasados mallorquines y gallegos, tributarios del mar y del océano, tengo sed de horizonte. El paisaje de montaña me encanta, pero también en un punto me inquieta. Necesito el sol que nace y por las tardes parece que muere, solo parece —“a ponerse iba el sol y las sombras ganaban las calles”—, tras la línea ilusoria que une la tierra y el cielo.