La muerte de George Floyd produjo movidas en la industria del cine que muchos creen más oportunistas que sinceras
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa moneda siempre tiene dos caras. Por un lado, el cine le debe a El nacimiento de una nación, la película de 1915 de David Wark Griffith, el empezar a ser considerado arte. Acá surgieron los planos alternados, los movimientos de cámara, el énfasis en los detalles gestuales y las acciones en paralelo. La industria, hasta entonces limitada a prácticamente ser la filmación de una obra teatral, vivió su gran revolución. Por otro lado, este filme, muy exitoso en términos lucrativos, parte del National Film Registry de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, es una oda al racismo que si 105 años atrás causó incidentes y polémicas, hoy sería completamente escandalosa. Ambientada en los hechos posteriores a la Guerra de Secesión, es un alegato a la supremacía blanca y una glorificación del Ku Klux Klan. Los negros eran pintados como sucios, borrachos, brutos y viciosos; lo de "pintados" era literal: los personificaban actores blancos maquillados con la técnica conocida como blackface.
El mes pasado, la mítica Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) fue retirada "por racista" de la plataforma HBO Max y luego vuelta a insertar, pero con aclaraciones contextuales. Esta medida, considerada un gesto en medio de la convulsión vivida en Estados Unidos tras el asesinato el 25 de mayo del afroamericano George Floyd a manos de la policía, causó más críticas que apoyos. Tal vez caería mejor que la industria cinematográfica asumiera sus "pecados" de otrora, ocurridos en una época de sensibilidad distinta a la actual, y no quisiera darles una lavada. Esto justamente es uno de los cuestionamientos que se le hace a Hollywood, la miniserie de Netflix estrenada en mayo, basada (y solo basada) en el racismo, la homofobia, el sexismo y los abusos de poder en el Hollywood de la época dorada, posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Que se podría pensar que no resulta tan distinto al actual. En 92 años de premiaciones a los Oscar, los actores negros solo se llevaron 16 estatuillas y ningún artista abiertamente homosexual ha ganado nunca. Por caso, Jodie Foster, ganadora como Mejor actriz en 1989 y 1992, recién hizo pública su orientación sexual en 2013. Paralelamente, nadie entiende cómo el británico Ian Mckellen, considerado uno de los mejores actores del mundo, activista por los derechos LGBTI, jamás ganó uno. Y las atrocidades que cometieron depredadores sexuales como el productor Harvey Weinstein ocurrieron ayer nomás.
Ni Disney se salvó del racismo. Canción del sur (1946) es otro hito cinematográfico, además de ser una de las primeras películas que combinó animación con actores de carne y hueso. Sin embargo, no se encontrará en el catálogo digital de la plataforma Disney Plus. Eso se debe a que es, simplemente, su película más racista: el Hermano Oso, el Hermano Zorro y el conejo Rabito interactúan con el afable Tío Remus, un negro bonachón absolutamente feliz y satisfecho con su condición de esclavo, obediente y agradecido con sus benevolentes amos, dedicado a entretener a un niño (blanco, por supuesto). Ya entonces hubo cuestionamientos: Estados Unidos, vencedor de la Segunda Guerra Mundial, quería ser y parecer moralmente superior a la Alemania nazi defensora del ideal ario, y poco ayudaba este filme.
Más estereotipos. Mucho antes de que el mundo islámico fuera demonizado tras el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, los árabes ya eran vistos como unos salvajes con apetitos insaciables en la comida y en el sexo. Así como el nacido en Rusia Al Jolson tuvo que recurrir al blackface para interpretar El cantor de jazz, la primera película sonora, de 1927, el italoestadounidense Rodolfo Valentino se puso en la piel de un jeque árabe que secuestraba a una mujer británica en El Caíd, de 1921, todavía en el cine mudo.
Difícilmente se pudiera pensar en alguien más alejado para interpretar a un jeque árabe que Valentino, quizás el primer gran galán del cine, cuyo atractivo radicaba en su imagen andrógina. Aquí una de las grandes contradicciones de la historia de Hollywood: si en los locos años 20 la ambigüedad sexual parecía aceptada, el restrictivo Código Hays de 1934, vigilante de la moral imperante, significó un enorme paso hacia atrás. Y además de serlo había que parecerlo: según recuerda un artículo publicado en la revista Icon de El País de Madrid el 25 de mayo pasado, los actores debían firmar un contrato que incluía una cláusula de que llevarían lo que hoy podría llamarse una vida dentro de la heteronormatividad. Por eso, tan poco se supo (o se supo tarde, tras alimentar décadas de chismografía) de las vidas detrás de matrimonios convenientes de Rock Hudson, Cary Grant o Marlene Dietrich.
Si actores blancos interpretaban a personajes negros, ¿por qué no harían lo mismo con los asiáticos? En Desayuno en Tiffany's (1961), el neoyorquino Mickey Rooney, de ascendencia escocesa, interpretó al estereotipado y caricaturizado I. Y. Yunioshi, el vecino extraño, gruñón y checato de la diva Audrey Hepburn. El ultraconservador John Wayne, que era todo lo que estaba bien en el establishment hollywoodense y estadounidense de los 40, 50 y 60, fue el protagonista de El conquistador de Mongolia (1956), aunque nadie en su sano juicio lo pensara hoy como el caudillo mongol Genghis Khan.
Paralelamente, la serie Hollywood recuerda a Anna May Wong, una angelina de ascendencia china que fue la primera estrella de la industria de esa etnia, aunque siempre limitada en sus papeles a roles secundarios, de personajes asiáticos y casi siempre nefastos. "¿Por qué en la pantalla un chino es siempre el villano? Y un villano tan grosero, asesino, traicionero, ¡una serpiente en la hierba! No somos así. ¿Cómo podríamos ser, con una civilización que es mucho más antigua que Occidente?", se quejó la actriz en una entrevista publicada en Film Weekly en 1933 titulada Yo protesto. Paulatinamente, su carrera fue cayendo en el ostracismo. Recién este año, el Oscar a Mejor película se lo llevó Parasite, una película surcoreana.
En 1940, Hattie McDaniel ganó el Oscar como Mejor actriz de reparto por Lo que el viento se llevó y se convirtió en la primera persona negra en alzar la estatuilla, en una ceremonia en la que se tuvo que sentar lejos de sus compañeros de producción. Una década después, por su protagónico en Cyrano de Bergerac, José Ferrer se transformó en el primer latino en ganar un Oscar a Mejor actor. Pero también fue una excepción: Ferrer era un portorriqueño nacido en 1912 en un hogar de buena posición económica, que había sido admitido en Princeton y Columbia, tocaba jazz y hablaba cinco idiomas; no era definitivamente un greaser (grasiento), término despectivo con el que en el sur de Estados Unidos se referían a los mexicanos (y por extensión a los latinoamericanos) entre fines del siglo XIX y principios del XX. Aún al día de hoy, un latino en el cine es, con mayor probabilidad que otra cosa, un narcotraficante, un delincuente, un holgazán o un promiscuo.
Los indígenas norteamericanos, en un principio, fueron vistos de forma reverente, como nobles salvajes. Eso cambió en la década de los 30 por la razón del artillero: un indio héroe llevaba a una película al fracaso, una tribu como malón acosando a una caravana de colonos que querían afincarse en el lejano Oeste, huyendo solo ante la clarinada de algún regimiento de caballería, era un éxito. El epítome es La diligencia de John Ford (estrenada el mismo año que Lo que el viento se llevó), con John Wayne en el papel del héroe Ringo (hay cosas que no son casualidad), quien diezma a balazo limpio a los malévolos apaches liderados por Gerónimo. "Gerónimo... lindo nombre para un carnicero", lo definía el personaje del doctor Boone (borracho pero blanco; ergo, uno de los buenos).
Ford y Wayne, empero, se redimieron parcialmente con Fuerte apache (1948), un western en el que los pieles rojas generan respeto y simpatía. Aun así, la mala imagen hacia ellos en Hollywood no cesó, al punto que en la 45° entrega de los Oscar, en 1973, Marlon Brandon rechazó su Oscar a Mejor actor y envió en su lugar a una aspirante a actriz de origen apache llamada Sacheen Littlefeather para protestar por el "maltrato de los indios estadounidenses en la actualidad por la industria cinematográfica". No faltó quien ironizara que Brando no se quejaba de haber sido galardonado por una película -El padrino- donde la que no quedaba bien parada era la comunidad italoamericana. Es que siempre algún colectivo podía sentirse ofendido, la cosa era cuando se volvía sistemática.
Minorías. La multipremiada Luz de luna (2016), de Barry Jenkins, supuso poner el foco en una película con un reparto completamente afrodescendiente en el cual el protagonista principal es un personaje homosexual. Ganó tres Oscar, entre ellos el de Mejor película; y un negro musulmán, Mahershala Ali, fue distinguido como Mejor actor de reparto. ¿Evolución en Hollywood? Más bien parece una apuesta políticamente correctísima de la industria -más allá de los incuestionables méritos de la película-. Se habla de la misma industria que apenas tres años antes había considerado una buena idea que Johnny Deep fuera el indio comanche Toro en una nueva versión de El Llanero Solitario.
Los números demostraron que Luz de luna fue una excepción. Un estudio divulgado en 2017 por la Escuela Annenberg de Periodismo y Comunicación de la Universidad del Sur de California (USC), que analizaba las 100 películas más taquilleras de Hollywood de cada año entre 2007 y 2016 (menos 2011), reveló que el mismo año en que brilló la obra de Jenkins, esta fue la única con un protagonista LGBTI. De hecho, solo 51 de los 4.583 personajes con diálogo de esos filmes fueron representativos de ese colectivo. Hollywood, como al inicio, sigue siendo blanco, heterosexual y masculino: las mujeres fueron solo 31,4%, los afro 13,6%, los asiáticos 5,7% y los latinos 3,1%.
Y si ahora presentar una imagen negativa de un negro, un hispano o un homosexual le puede costar caro a una producción, siempre hay una minoría más afectada que otras. El documental Disclosure, que Netflix subió a su plataforma en junio luego de ser alabado en el Festival de Sundance, habla de la negativa visibilidad que Hollywood ha reflejado de la comunidad trans. La caricatura grotesca ha estado presente en toda la historia, desde Judith de Bethulia, de D.W. Griffith, de 1914, hasta ¿Qué pasó ayer? II de Tod Phillips, de 2011. El primer concepto es que una trans era una suerte de bufón que solo merece sorna y burla (similar trato al que tuvieron los primeros personajes decididamente homosexuales y no pocos negros o latinos). Luego siguió la idea de que un hombre "disfrazado" de mujer era un potencial psicópata, con Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock como ejemplo más claro. Producciones más recientes las han mostrado trabajando en la prostitución y muriendo en circunstancias especialmente sangrientas. Cuando eso no ocurre, hay otras dos sensaciones muy recurrentes sobre lo que provoca una trans: la traición y el asco. La primera, más dramática, ocurre cuando este personaje revela a un ser querido haber nacido con un género distinto al que siente; la segunda, supuestamente más cómica y que suele ir acompañada de vómitos u otra reacción fisiológica similar, le pasa a todo aquel que se da cuenta de que la mujer con la que tuvieron un fogoso encuentro erótico (o hacia la que sienten una atracción intensa) tiene pene. La primera Ace Ventura, que en 1994 supuso la catapulta a la fama para Jim Carrey, es un caso claro de esto último.
Luego de la muerte de George Floyd, además de la bajada y subida de Lo que el viento se llevó, Hollywood hizo otra lavada exprés. A través de un escrito, la Academia anunció el 12 de junio que todas las películas que busquen ser premiadas deberán cumplir ciertos requisitos aún no definidos de inclusión y diversidad. "La Academia alentará prácticas equitativas de contratación y representación dentro y fuera de la pantalla con vistas a mejorar el modo en que se refleja la diversidad de la comunidad cinematográfica", señaló el texto, dejando lugar a más especulaciones que certezas. Sobre todo porque hay cosas que siguen ocurriendo. Según publicó el 28 de abril la revista Vis A Vis, 84% y 68% de los poco más de 9.000 miembros de la Academia de Hollywood son blancos y hombres, respectivamente.