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    Madame X

    N° 1964 - 12 al 18 de Abril de 2018

    , regenerado3

    Virginie Amélie Avegno Gautreau fue una estadounidense radicada en París desde muy pequeña. Creció alternando con lo más granado de la sociedad y se convirtió en una animadora de la clase alta francesa, que la distinguió por su audacia y su notable belleza. Muy joven aún se casó con Pierre Gautreau, un acaudalado banquero que la doblaba en edad, pero ni aun su estado civil le evitó la fama de femme fatale que la precedía. 

    Es probable que la explosiva combinación de sus cualidades físicas y temperamentales haya motivado a más de un pintor a retratarla. Entre ellos, Antonio de La Gándara, Gustave Courtois y su compatriota, John Singer Sargent, quien se animó a proponerle que posara para él y acometió la tarea incluso antes de conseguir la plena confirmación del encargo. Era 1883 y el riesgo parecía valer la pena. 

    La pintó de cuerpo entero, de pie junto a una pequeña mesa de madera que sirvió de apoyo a la mano derecha. El brazo en tensión se estiraba en unas delicadas líneas curvas. La piel, de blancura infinita perlada por reflejos de lavanda, contrastaba con el fondo amarronado y la negrura sin concesiones del vestido. Virginie lució con algo de descaro su perfil rectilíneo, el cuello estilizado, la nariz alargada, el cabello recogido que dejaba al descubierto una nuca perfecta. No hubo joyas que distrajeran la mirada del espectador a excepción de un diminuto adorno coronando la cabeza y una alianza de oro en la mano izquierda. Esa mano se cerraba sobre un abanico negro desdibujado entre los pliegues del vestido. 

    Una de las principales razones del bien ganado prestigio de John Singer Sargent estuvo en su talento excepcional para producir magníficos retratos. Basta con recordar maravillas como el de Lady Agnew of Lochnaw o el de John D. Rockefeller, sin olvidar la estupenda composición lograda  en Las hijas de Edward Darley Boit y su inevitable parentesco con Las meninas de Velázquez. El retrato de Virginie no es una excepción al listón de excelencia que marcó la obra de John Singer Sargent. Con una destreza superlativa logró el máximo despliegue de matices apelando al mínimo gasto cromático, una proeza a la que solo los grandes maestros del claroscuro acceden. 

    Sin embargo, no fueron ni el virtuosismo pictórico ni la belleza de la modelo los motivos que volvieron famosa esta pintura. El lienzo de importantes dimensiones fue exhibido en el Salón de París de 1884 y el pintor mantuvo hasta el final altas expectativas. Pero la respuesta del público y la crítica no fue la esperada. John Singer Sargent se había permitido la osadía de pintar uno de los breteles caídos. Aquel hombro descubierto fue demasiado para la pacatería del momento. El detalle mínimo acentuaba el pronunciado escote y confería a la pose de Virginie una actitud provocativa alejada del porte adecuado para la esposa de un banquero. La sociedad parisina daba muestras de un exagerado celo y ponía de manifiesto toda su batería de escrúpulos morales. Fue un escándalo. Virginie —que había posado durante varias sesiones— supo que su reputación estaba en juego y se desentendió del retrato. 

    Decepcionado y confundido, el pintor abandonó París y se refugió en Londres. Antes de guardar el lienzo repintó el bretel y lo llevó a la posición convencional indicado por las normas de decencia. En 1916, un año después de la muerte de Virginie, vendió la pintura al Museo Metropolitano de Nueva York, donde hoy se exhibe. Durante la transacción, John Singer Sargent se reservó el nombre de la modelo con el fin de preservar su honor. Desde entonces —y a pesar de que la identidad es por todos conocida— se la llama Madame X. El pintor manifestó en el momento: “Creo que es lo mejor que he hecho”. 

    Hace apenas unos minutos estuve frente a Madame X y luego me senté en uno de los bancos del museo a garabatear un esbozo de esta columna. En otras oportunidades había visitado el lugar y por distintas razones el cuadro me había sido esquivo. Por fin, hoy pude admirarlo en toda su imponencia. Intenté viajar en el tiempo y ver a Virginie con los ojos de su época. Imaginé el bretel caído tan a tono con la determinación de su frente enhiesta, tan discordante con el inequívoco símbolo de su anillo de mujer casada. Me pareció verla sonreír desde la tela, desafiando a través de los siglos, invitando a romper con la mojigatería de lo políticamente correcto. Desde ese perfil elegante y guerrero interpela a la sociedad de su tiempo y también del nuestro.