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¿Qué hacer con los recuerdos físicos y digitales?

El desafío de gestionar los VHS y los CD, los muebles heredados de un familiar, y las miles y miles de fotos en computadoras viejas, pendrives y celulares.

Editora de Galería

El ser humano está hecho de células, tejidos, órganos, agua. Y su trayecto por la vida se compone básicamente de recuerdos, desde aquellas navidades de la infancia y lo placentero de las tardes de siesta en la hamaca paraguaya de la casa de los abuelos hasta el delicioso sabor de aquel plato servido en un parador de playa durante las últimas vacaciones o un episodio de la semana guardado al detalle en la memoria para llevar al diván de la próxima sesión con la psicóloga.

Pero nadie es como Funes, el memorioso, personaje del cuento de Jorge Luis Borges que tras un accidente cobró la capacidad (o el flagelo) de almacenar todos y cada uno de sus recuerdos de una forma prodigiosa. La memoria es sumamente selectiva; hay datos o momentos que se quedan ahí hasta la vejez, mientras que otros se borran automáticamente de forma en apariencia inexplicable y aleatoria. Por fortuna, siempre existieron mecanismos de preservación. Retratos, manuscritos, objetos de todo tipo, fotografías, filmaciones y otra infinidad de soportes han servido como piezas claves a la hora de construir una memoria individual o colectiva, de evitar que un suceso más o menos significativo se esfume para siempre.

No debe haber ser humano que no tenga, en mayor o menor medida, ordenado, bien preservado, desparramado por cualquier parte o juntando polvo, un archivo de su propia vida: un mueble, una prenda de ropa heredada de antaño, un ticket de un concierto, obras de arte, cartas, álbumes de fotos, videos en VHS, cassettes. Y, probablemente, muchísimas más fotos, videos y archivos de la última década de las que podría acumular durante toda su vida cualquier persona hace tan solo un par de decenios.

El periodista y licenciado en Astrofísica español Sergio Fanjul dimensionó la abundancia de cosas que —en forma de recuerdos— una sola persona es capaz de almacenar cuando murió su madre. A la hora de vaciar sus casa, se encontró con actuaciones de su compañía de danza en formato de video VHS o Betamax, decenas de cintas de cassettes con música clásica y sesiones de meditación, cintas de cuentos que él escuchaba de niño, una colección de vinilos, computadoras llenas de documentos y miles de fotos. Así fue cómo una tarea que pensó que le llevaría un par de horas se convirtió en un cúmulo de decisiones existenciales, además de en un esfuerzo titánico que implicó tirar, revisar, ordenar, conservar, elegir dónde y cómo preservar. Fanjul concluyó, también, algo que todos saben pero parecen negar en su vida cotidiana. “Una de las cosas que más me llamó la atención a la hora de deshacernos de las cosas que mamá había almacenado durante toda una vida fue la obsolescencia de mucha de la información que había guardado”, escribió en una columna en Retina, publicación española sobre actualidad tecnológica. Una cinta que con esperanza introdujo en un VHS no volvió a salir del aparato, además de que su calidad de imagen estaba tan distorsionada que ya no tenía mucho sentido intentar preservarla. Los CD y DVD fueron directo a la basura, mientras que también fue ardua la tarea de acceder a todo el archivo guardado en las computadoras viejas debido a la cantidad de virus que lastraron su utilidad.

El enorme trabajo también llevó al periodista a prometer —sobre todo, para ahorrar la tarea a sus descendientes—­ una vida “con menor impulso recolector y menos parafernalia. Más libre para morir más ligero”.

Diógenes a riesgo. Uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde; un dicho más que acertado que habrá aparecido en la cabeza de más de uno después de haber perdido todo lo que atesoraba en total descuido en algún celular perdido, roto, robado o cambiado, en CD rayados o VHS deteriorados.

¿Quién no ha perdido por accidente alguna vez un trabajo que llevaba horas ejecutando en una computadora sin guardar los cambios y recuerda el malestar que aquello causó pese a que tuvo la posibilidad de hacerlo todo de nuevo? Pero nadie puede volver al pasado a tomarse otra vez aquellas fotos que tenía almacenadas y perdió de un segundo al otro, casi sin darse cuenta. Un estudio del proveedor ruso de ciberseguridad Kaspersky Lab, realizado en 2017, señala a la pérdida de recuerdos digitales como una situación más angustiante que una ruptura de pareja o una pelea con un amigo o miembro de la familia. Un 45% de los encuestados dijeron que no podrían reemplazar fotos y videos de sus viajes, aunque solo un 46% aseguró proteger esos recuerdos ante la posible pérdida. Primera paradoja.

La segunda es que los tiempos que corren son de una acumulación digital excesiva e inabarcable, mientras que cada vez parece haber menos tiempo e interés en revisitar esos recuerdos, y tomarse el tiempo para respaldarlos correctamente. A esto se refiere Roberto Balaguer, psicólogo y magíster en Educación, investigador y consultor en diversas temáticas vinculadas a la juventud y la tecnología: “Hay muchas más cosas de las que somos capaces de volver a visitar, volver a revisar. Una especie de síndrome de Diógenes digital, de guardar, de tener por aquí y por allá con esa necesidad de no perder nada, de que quede todo registrado. Por otro lado, dejamos de atesorar y jerarquizar aquellas cosas que son realmente importantes. En un momento de repente capaz se te borra todo, y es como si se borrara un período de la historia, de tu vida”.

Y cuanto mayor es la cantidad de recuerdos acumulados digitalmente, más grande aún parece ser la pereza de filtrar, elegir, guardar. “Todos esos parecen procesos casi que de otra época, donde vos tenés que priorizar, seleccionar, tomarte esa pausa”. El desafío, agrega Balaguer, es que se vive en un mundo sin pausa y de neofilia, es decir, de inclinación hacia lo novedoso, actualizado e inmediato por sobre todo lo que sea viejo, aunque sea de ayer o tan solo de unas horas atrás.

La digitalización también ha conducido a lo que Balaguer denomina “tercerización de la memoria”. Sacar una foto es algo así como respaldar lo que el cerebro de otra forma podría no recordar, y cualquier celular hoy en día permite almacenar miles y miles de fotos. Todo eso lleva, según Balaguer, a no esforzarse ni un poco por memorizar momentos. Entonces, una vez perdido ese respaldo, la sensación es también la de una pérdida completa de la memoria. “Se fue todo, porque la tecnología tiene un efecto de delegación de memoria: como sabés que todo está ahí, ya no hacés el esfuerzo por retenerlo. No hay un respaldo mental porque uno busca la seguridad digital”. Una seguridad entre comillas, ya que ese valor que se otorga supuestamente a los recuerdos digitales no se refleja en las acciones cotidianas, como dedicar el tiempo necesario a respaldar y proteger la información almacenada en los dispositivos.

Este Diógenes digital que complica la gestión de los recuerdos está muy relacionado a la neofilia u obsesión por lo novedoso. Balaguer plantea que mientras que antes —no hace tanto tiempo— mostrar recuerdos del pasado (como las fotos de un viaje o el video de alguna fiesta) daba un cierto estatus, hoy ese valor se corrió a todo lo relativo al presente, y las redes sociales, con sus cambios de la publicación fija a las historias, y de las historias que duran 24 horas a la imagen efímera, son una clarísima muestra de este fenómeno. “Hoy es mucho más importante presentar cosas más nuevas, aunque tengan valor cero. El único valor es que es nuevo. El pasado tiene mucha menos relevancia que el presente, lo que estás haciendo ahora”. Esa extrema valorización del presente que lleva a registrarlo todo tiene la contracara de no disfrutar al máximo de ese momento por buscar que la mirada ajena lo valore. Y es ese mismo “streaming de la vida” el que no da tiempo a detenerse a revisar las fotos viejas y respaldarlas de forma segura, añade el especialista.

Expertos en preservación. Mientras la humanidad vive a un ritmo cada vez más acelerado y sin treguas, en la Biblioteca Nacional (BNU) todo es pausa, observación, revisión, silencio. Es, si se quiere, la institución más experimentada en guardar, ordenar y preservar la memoria en cualquiera de sus formatos: libros, documentos de todo tipo, fotografías, audiovisuales, correspondencia, objetos, esculturas, sellos, monedas, tapices, por mencionar solo unos pocos. Desde fotos originales de la Guerra del Paraguay hasta objetos personales de Delmira Agustini. “Acá, en el plano histórico tenemos todo o casi todo. Por normativa, la BNU tiene registro de todo lo que se imprime en Uruguay. Más del 90% de lo que se ha impreso en la historia del Uruguay lo tenemos aquí”, explica su director, el periodista y escritor Valentín Trujillo. O sea, todo lo publicado en el país desde el primer impreso que se hizo en 1807 hasta la actualidad. Libros, periódicos (el impreso diario o semanario, o el PDF en caso de que la publicación sea digital), sueltos promocionales de supermercados, afiches. Literalmente, todo. Como experta en conservación, la institución transita entre el registro del presente, la revisión del pasado y la constante actualización en tecnologías y procedimientos de preservación. Como director de la Biblioteca Nacional, Trujillo ha tenido que aprender sobre los diferentes soportes para toda esa memoria y el cuidado de los soportes. “Vengo del ámbito de la escritura y producción de texto y no de la preservación de texto”, dice. Y la experiencia le ha hecho sostener que, entre todos los soportes, “el papel es inigualable”. Basta con mirar dentro de casa. Es más probable que estén a salvo las fotos guardadas en viejos álbumes que aquellas archivadas en una vieja laptop. “Sin duda es el mejor respaldo, y lo dice la gente que sabe. Poder ver un material que tiene 200 años y está bien”. Por supuesto que el papel también requiere de un sistema de protección. En la Biblioteca Nacional, por ejemplo, el archivo literario se protege en una bóveda en condiciones de temperatura y humedad constantes, para evitar el deterioro del papel. “El primer paso para preservar un documento de papel es que esté limpio. El polvo, la tierra traen ácaros, parásitos y depredadores. Todos los bichitos que aman el papel hacen agujeros y terminan deteriorando una publicación”. En ese espacio se dedican horas y horas diarias solo a limpiar las colecciones, un trabajo que en muchas secciones siempre se hizo con guantes y tapabocas.

Y todos los papeles originales tienen —o están en proceso de tener— su respaldo y en más de un soporte. En algunas décadas fue el microfilm. Ahora, el pasaje es hacia la digitalización, que puede ser con un escáner o una cámara de fotos.

Mientras limpia y preserva lo físico en lugares acondicionados, la entidad también se dedica a traspasar constantemente de un formato a otro y previene la obsolescencia o el deterioro de los distintos soportes. Trujillo cuenta que ahora están por comprar un reproductor de cassettes para hacer un traspaso en la Sala de Insonorización. “Es difícil porque no lo encontrás en una casa de electrodomésticos. Hay que ir a un remate o hablar con casas especializadas”. Al mismo tiempo invierte en almacenamiento para su data center, porque ahora todo debería estar en la nube, es decir, en algún servidor al que se acceda a través de Internet. “Tenemos un data center con tecnología de punta. Hicimos una compra muy grande el año pasado, varios terabytes de espacio, porque tenemos un montón de proyectos”, añade Trujillo.

La digitalización no es solo una forma más de respaldo, sino también de democratización de la información. Mientras que antes la única forma de consultar el acervo de la Biblioteca Nacional era entrando a la institución, hoy, gracias a la digitalización, cualquier persona puede hacerlo desde cualquier parte del mundo. “Digitalizar es facilitar vías de acceso. No solo pensando en investigadores académicos, sino en cualquier usuario que tenga ganas de husmear en qué se publicaba en su país en tal año. Eso crea fuertes lazos identitarios. A veces te enterás de lo que se decía a nivel político, pero también podés ver los anuncios, las publicidades; algo muy atractivo”, comenta. Y concluye: “Qué importante es tener claro qué es lo que se quiere preservar en estos diversos abordajes; que el pasado no es algo fijo ni es algo que está anclado, de forma pétrea, sino que es algo que constantemente está en movimiento, que está vivo, que se reelabora. Y nosotros tenemos claro que preservamos todas estas fuentes para revisiones del pasado y nuevos abordajes”.

Orientación. Ethel Kornecki es analista en ciberseguridad y apunta que hoy la nube es tal vez el método más eficaz para resguardar los recuerdos digitales. Aunque, claro está, no cualquier nube: para dispositivos Apple, por ejemplo, una buena opción es respaldar todo en iCloud, de manera que todo esté sincronizado. Para usuarios de Android, la nube de Gmail (Google) es una buena opción, mientras que AWS, de Amazon, es otra de las recomendadas. En cualquier caso, asegurarse la preservación de los recuerdos requiere de un gasto mensual que oscila entre los dos y los 10 dólares mensuales, dependiendo del servicio.

Pero el consejo principal no es respaldar todo en la nube. Kornecki sostiene que lo más seguro es seguir la regla “tres, dos, uno”, que consiste en almacenar la información en tres soportes diferentes. Pueden ser dos nubes y un disco duro o tres nubes distintas.

No alcanza con guardarla únicamente en un disco duro o cualquier otro dispositivo físico, ya que es probable que en algún momento también quede obsoleto o no resulte compatible con las computadoras. “Como cualquier cosa mecánica, electromecánica, tienden a no funcionar en algún momento, hay una discontinuidad”, señala.

Del mismo modo, de nada sirve tener una buena tecnología de backup si tampoco se revisa esporádicamente. Los servicios de almacenamiento en la nube se actualizan de forma constante y es necesario estar atentos a cualquier posible cambio en sus normas de uso.

De todos los soportes utilizados en los últimos tiempos, los CD quizás sean los de más rápido deterioro. Los VHS, por otro lado, se estropean a un ritmo más lento pero se pueden recuperar. Hay empresas que se dedican a respaldarlos, y lo mejor es actuar cuanto antes. “Es importante tomar en cuenta eso porque va a llegar un momento en que nada de eso va a poder ser leído y ahí se pierde un montón de historia y recuerdos”, dice Kornecki. Como se trata de una tarea engorrosa, lo recomendable es llevar los videos a casas especializadas que los convierten a otro formato y los respaldan en la nube, de forma que el dueño pueda tener acceso a esos recuerdos desde cualquier dispositivo en cualquier lugar.

Minimalismo versus apego. Aunque el digital sea tal vez uno de los acervos personales que requieren una gestión más asidua, el archivo de recuerdos de cada persona se compone de “objetos e imágenes que tienen un significado especial y muestran de manera tangible el devenir de la vida”, apunta Verónica Massonnier, licenciada en Psicología e investigadora de mercado y tendencias. La gestión de todo ese acervo también tiene sus desafíos. “En generaciones anteriores los objetos con significado estaban habitualmente a la vista, cubriendo los espacios visibles y a veces generando un estilo de decoración que no era tan selectivo, sino que se producía de forma casi automática: un nuevo regalo, una nueva foto, un objeto significativo podría estar visible durante décadas”, apunta. Los souvenirs de viajes, así como pequeños y múltiples objetos provenientes de todo tipo de sucesos de la vida tenían su lugar en la mesa del living, sobre la cómoda del cuarto y en cualquier otra parte de la casa.

Pero esa no es la estética predominante en las nuevas generaciones, un poco por preferencias y otro poco por necesidad. “Los hogares son en general más pequeños y la preferencia visual tiende más al minimalismo. ¿Qué pasa con ese archivo de recuerdos? ¿Se descarta? ¿Se oculta en los placares? Ese apego emocional a las cosas y la decisión sobre qué seleccionar y guardar o descartar provoca tanta incomodidad que se termina por archivar todos los recuerdos en algún rincón del ropero. “El baúl de los recuerdos” ya no tiene forma de baúl pero conserva, simbólicamente, el polvo de todo aquello que pocas veces es revisado”, apunta la especialista.

Y hecho el problema, hecho el negocio: como consecuencia de este fenómeno y la tendencia a habitar viviendas más chicas, surgieron en los últimos años numerosas empresas que ofrecen boxes o minidepósitos donde guardar todo lo que quiera ser preservado, una forma de evitar esa incómoda decisión y archivar los recuerdos donde no arruinen la decoración pero tampoco ocupen espacio dentro de la casa. “Laura y Carlos se conocieron en el cine, pronto se mudaron a un apartamento pequeño y… ¿querés poner ese jarrón de tu abuela ahí? ¿y las cortinas de tu madre? Mmm…”, dice el video explicativo de la empresa SimpleBox, que ofrece “pequeños depósitos privados donde guardar la ropa que no se use o esté fuera de temporada, y también retirarlas en cualquier momento”. “Guardar todo lo que puedas en una caja, o meter tu casa entera”, dice el anuncio.

Mientras unos acumulan, aunque sea digitalmente, también se consolida la tendencia al desapego. Sobre ese punto, Massonnier indica que existe un grupo de personas que lo experimentan con mayor facilidad, que se conectan con la vida y el pasado con menos necesidad de soportes físicos o visuales. “En ellos la acumulación se asocia más con una carga y no tanto con un tesoro afectivo: son sin duda una corriente en la sociedad”.

Pero nadie cuestiona los beneficiosos efectos de revisar los recuerdos, ese viaje en el tiempo que permite revivir momentos, sacar sonrisas —o alguna lágrima—, recordar de dónde venimos, quiénes o qué cosas marcaron nuestro camino y comprender así la propia identidad. El desafío está en encontrar las pausas necesarias para decidir cuáles de todos esos recuerdos valdrá la pena volver a visitar.