“Damos vida al potencial de las plantas”, “desarrollamos soluciones a medida para que los agricultores siembren, cultiven y protejan sus cosechas utilizando menos tierra, agua y energía”, “trabajamos con los agricultores para sacar más partido a sus cosechas, manteniendo la seguridad de los trabajadores y la rentabilidad de las explotaciones”, “aceleramos la innovación para ofrecer a los agricultores nuevos productos seguros y sostenibles, ayudándoles a mitigar los efectos del cambio climático”. Estos son algunas de las frases que se repiten en las páginas web de estas compañías. La polémica está sobre la mesa, ya que muchos desconfían del camino que ofrecen, las consideran el enemigo, grandes responsables en la contaminación de suelos y océanos e incluso aseguran que los cultivos transgénicos y sus derivados son dañinos para la salud.
“En Uruguay hay solo dos productos transgénicos que se pueden cultivar e importar, el maíz y la soja. También el algodón, pero este no se está produciendo actualmente”, señala Virginia Guardia, directora general de la Dirección General de Bioseguridad e Inocuidad Alimentaria del Ministerio de Ganadería Agricultura y Pesca (MGAP), sobre los cultivos que en la actualidad cuentan con eventos transgénicos —recombinación o inserción de ADN en el genoma de una célula vegetal a partir del que se obtiene una planta transgénica— autorizados.
La ingeniera agrónoma y máster en Agronegocios lidera la Digebia (Dirección General de Bioseguridad e Inocuidad Alimentaria), que brinda apoyo técnico en inocuidad alimentaria a las demás áreas del MGAP y tiene un Área de Bioseguridad, que es la pata del ministerio dentro del Sistema Nacional de Bioseguridad, herramienta regulatoria de los eventos transgénicos en Uruguay.
Marco legal. La norma que rige en Uruguay es el decreto 353 del año 2008. Este establece un Gabinete Nacional de Bioseguridad formado por seis ministros (Ganadería, Agricultura y Pesca; Salud Pública; Ambiente; Industria, Energía y Minería; Relaciones Exteriores; Economía y Finanzas) como autoridad máxima en la aprobación o no de un evento transgénico.
Además, establece la conformación de una Comisión para la Gestión del Riesgo (CGR) con delegados de los seis ministerios, una Evaluación del Riesgo en Bioseguridad (ERB) articulada entre nueve instituciones, entre ellas, el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, el Clemente Estable, el Instituto Pasteur y la Universidad de la República, grupos técnicos ad hoc que evalúan, entre otras cosas, si el gen modificado está donde debe estar; si el lugar en el que se introdujo modifica el genoma de alguna otra manera; si la especie vegetal puede cruzarse con una especie nativa; si el gen que da resistencia a un determinado insecto o plaga no afecta a otro benéfico, como un polinizador; la inocuidad, la toxicidad y la alergenicidad tanto en humanos como en animales.
Además, se hace un análisis socioeconómico del país e internacional que evalúa aspectos que puedan generar trabas al comercio, por ejemplo. “Hay países, como Uruguay, en los que para importar grano con un evento transgénico el evento tiene que estar aprobado en el país. Si no está aprobado en China y acá se autoriza, la producción no es viable porque no la puedo exportar al mercado chino. En esos casos la aprobación se suele condicionar a que el evento sea autorizado en otro mercado”, explica Guardia.
Cuando la etapa de evaluación concluye y se señala, por ejemplo, que el riesgo no es significativo, la información se hace pública para que la ciudadanía pueda opinar, consultar, plantear sus dudas u objeciones. Luego, quien termina definiendo la habilitación es el Gabinete Nacional de Bioseguridad (los seis ministros) con los resultados de la evaluación de riesgo, la consulta pública y el informe socioeconómico a la vista.
Además del decreto, Uruguay adhirió al Protocolo de Cartagena de Naciones Unidas, que establece los lineamientos generales de las evaluaciones de riesgo de materiales genéticamente modificados. El protocolo establece dos años como un período razonable para la evaluación de un evento transgénico. “En Uruguay ocurrió durante mucho tiempo que el proceso era mucho más largo, de ocho o nueve años. Lo que intentamos hacer fue evaluar si el sistema implementado estaba mal o la cuestión era que teníamos problemas operativos y, de hecho, logramos reducir el plazo significamente y estamos más cerca, en los dos años y medio o tres”, asegura Guardia. Las solicitudes de evaluación se reciben en febrero y se delegan a los grupos técnicos para que empiecen a investigar, y dos veces al año se pone un grupo de eventos a consideración del Gabinete Nacional de Bioseguridad. Pero los eventos evaluados en el año “usualmente no llegan a ser más de 10”, asegura la directora.
Una vez habilitada una semilla transgénica se puede plantar en cualquier parte del país. Cuando un evento se aprueba para un ensayo de investigación, en tanto, se hace con medidas estrictas de bioseguridad que implican que se puede plantar áreas reducidas, alejadas de rutas nacionales y que el Instituto Nacional de Semillas (Inase) sigue el proceso de cerca, según explica Guardia.
La otra campana. “Lo que pasa con el maíz transgénico es que contamina los maíces criollos que hace cientos de años están en nuestro territorio, adaptados de forma natural y que son propiedad de los campesinos, no de una empresa. Ese es el primer punto, sin hablar de veneno, de agua o de medio ambiente”, señala Laura Rosano, productora agroecológica y presidenta de la Red Uruguaya de Agroecología. Uno de los argumentos que hacen que esté en contra del uso de los cultivos transgénicos es que estos atentan contra la biodiversidad al contaminar cultivos no transgénicos cercanos. Guardia entiende que esta contaminación no debería darse, ya que están previstas medidas de coexistencia. “Si yo tengo un maíz no transgénico y lo voy a sembrar, quiero estar tranquila de que no se me va a cruzar con un maíz transgénico del vecino. En esos casos lo que está previsto es que se plantee a la comisión para la gestión del riesgo para que esta establezca qué medidas hay que tomar. Es un tema que se ha trabajado, no ha quedado establecido, pero se han estudiado cuáles serían las medidas como, por ejemplo, separar los cultivos a cierta distancia, o que uno lo siembre antes y otro después para que no coincidan los momentos de floración, o poner cortinas de árboles para separar. Está previsto que se plantee a la comisión, la herramienta está disponible pero nunca llegó ningún planteo, tal vez porque la gente lo resuelve de otra manera”, dice Guardia.
Ella explica que los maíces criollos no tienen variedades registrada en el Inase a pesar de que se creó una herramienta para facilitar el registro de variedades criollas. “Si yo cultivo mi maíz no transgénico pero no tengo la variedad registrada como tal, luego, ¿cómo se comprueba que lo cultivado era esa variedad? ¿Cómo se sabe que fue lo que sembraste?”, se pregunta la agrónoma.
Todas las semillas que se cultiven, transgénicas o no transgénicas, deben estar registradas, de lo contrario es ilegal cultivarlas en Uruguay. Al registrarlas se adquiere propiedad intelectual sobre esa semilla. El registro de variedad por un lado protege la propiedad intelectual de quien desarrolló esa variedad, ya sea porque le introdujo un evento transgénico o porque trabajó años en su cruzamiento o desarrollando líneas de investigación para mejorarla. Al mismo tiempo, el registro le asegura al que adquiere esa semilla que esta sea lo que promete ser. “Con una semilla que no está certificada uno no sabe si es repollo, si es repollo con alguna maleza u otra cosa, por ejemplo”, explica Guardia.
Quienes están en contra de los productos transgénicos sostienen que deterioran la calidad de la tierra más rápido que otros cultivos o que necesitan más cantidad de agroquímicos para prosperar. Sobre estos temas Guardia es categórica y señala que nunca ha visto estudios que señalen que la tierra en la que se cultiva transgénicos se deteriore más rápido que con cultivos no transgénicos, que el deterioro de las tierras depende de la implementación o no de buenas prácticas y que el uso de agroquímicos es exactamente igual en un transgénico que en un no transgénico, salvo que el transgénico sea resistente a determinada plaga y no se tenga que utilizar algún insecticida, por ejemplo.
El tema, sostiene, es el buen uso de los agroquímicos. “Seguro hay mucho por hacer ahí. ¿Estás usando veneno? Y sí, tampoco vamos a mentir, es un herbicida, un fungicida, insecticida, pero siempre hay forma de hacer las cosas bien y a eso tenemos que apuntar”, asegura.
Más allá de cuestiones medioambientales y de biodiversidad, surge la duda de si hay o no evidencia científica de que el consumo de productos transgénicos sea perjudicial para la salud. “No, yo te tengo que decir que no porque tenemos grupos de expertos en inocuidad alimentaria que estudian, y lo que se ha aprobado se aprobó porque ellos no detectaron un riesgo para la salud, si no, no se hubiesen autorizado. En el caso de la colza transgénica, por ejemplo, no se podría autorizar su siembra porque ahí hay un riesgo real para la biodiversidad, porque la colza es de una especie vegetal que se puede cruzar con una especie vegetal nativa. No es que los transgénicos sean todos fantásticos, se autorizan cuando no hay riesgo, son una herramienta más. Lo que yo defiendo es el sistema que tiene Uruguay, porque tiene 37 técnicos formados, serios, comprometidos y éticos que son los que evalúan”.
En el mundo. Lo cierto es que actualmente hay lugares en el mundo en los que no se planta transgénico. En China, por ejemplo, solo se permite plantar con protocolo de bioseguridad para exportación de semilla, y recién ahora está empezando a evaluar autorizaciones para sembrar, aunque permite la importación de algunos transgénicos. En cuanto a Europa, solo en España se siembra. Los motivos de cerrarles la puerta a los transgénicos pueden ser por un tema de ecosistema o biodiversidad, aunque los críticos sostienen que en Europa saben que es dañino y prefieren que se cultive en otras partes y que el maíz transgénico se lo dan a comer a los chanchos, pero no lo consumen directamente las personas.
Más allá de los cuestionamientos, el crecimiento de los alimentos genéticamente modificados es una realidad. Quizás sea porque en un tiempo acotado —de alrededor de 15 años desde que se desarrolla en el laboratorio hasta su aprobación— el transgénico incorpora atributos útiles para la producción que no se pueden conseguir por cruzamiento convencional, como una resistencia a un insecto, una composición diferente en un oleaginoso o un mayor rendimiento.
El debate sigue abierto y hay que estar atento a las novedades tecnológicas en esta materia, ya que, aunque en Uruguay la normativa todavía no considera los animales transgénicos, en otras partes del mundo ya existen animales con modificaciones genéticas, como peces o vacunos que tienen el pelo más grueso para tolerar mejor el calor.