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Laura Rosano: “Ahora ni loca me metería en un restaurante”

Redactora de Galería

Nombre: Laura Rosano • Edad: 50 • Ocupación: cocinera, productora agroecológica, educadora • Señas Particulares: Sus tres hijos nacieron en países diferentes, disfruta ver películas que no la hacen pensar, el único fruto nativo que no le gusta es el ubajay, convirtió la cervecería de su chacra en su cuarto

¿Es de Montevideo? Sí, pero viví de los 23 a los 34 en el exterior. Me fui con mi esposo, que iba a hacer un posgrado, y mi hijo más grande a Suecia. Cuando terminó el posgrado nos fuimos a Holanda porque le ofrecieron un trabajo.

¿Dónde nacieron sus hijos? Lautaro (28) en Uruguay, Nahuel (25) en Suecia y Tabaré (20) en Holanda­.

Durante esos 11 años en el exterior, ¿trabajó? Sí, fui jefa de cocina en dos restaurantes en Holanda y abrí tres restaurantes.

¿Cómo hizo con el idioma? Cuando aprendí el sueco me mudé a Holanda y me quería morir. Dije: “Voy a salir a trabajar de lo que sea, no voy a esperar a aprender el holandés”. Los primeros cuatro años había dedicado todo el tiempo a la crianza y necesitaba trabajar. Busqué un restaurante con nombre español en el diario y encontré uno que se llamaba La Rioja, y allá fui, con cero holandés y un inglés bastante malo. La encargada, que era holandesa pero había vivido muchos años en España, me dijo que necesitaban una cocinera urgente porque su cocinero se había roto la espalda y tenían que abrir esa misma noche. Así que me quedé y desde entonces trabajé con ellos en distintos restaurantes hasta que volví a Uruguay. Fue una muy linda experiencia, conocí gente de diferentes países y culturas. Aprendí mucho y era muy joven. Era la edad de matarse en la cocina, entre los 25 y los 35, que es cuando podés dar toda tu energía. Ahora ni loca me metería en un restaurante.

¿Los niños hablaban español? Sí, si no, no les daba de comer al llegar de la escuela. Ellos a veces se enojaban pero yo les decía que en casa se hablaba español y que yo no entendía el holandés. Solo podían hablar español en casa o cuando íbamos a lo de mis suegros en Suecia. Como hijo de exiliados mi esposo tenía muy adentro eso de mantener la cultura, el idioma, las costumbres.

¿Sabía qué quería hacer al volver? Sí, buscar en qué estaba la gastronomía en Uruguay, con qué productos se estaba trabajando y enfocarme en los locales, porque en 2001 me había asociado a Slow Food en Holanda. Enseguida comencé la investigación con frutos nativos.

¿Estaba Slow Food aquí cuando volvió? Sí, pero diferente a lo que yo venía trabajando en Europa. Estaba más presente en restaurantes y eventos gastronómicos, y yo allá venía trabajando mucho a nivel de productores y de educación alimentaria en la escuela a la que iban mis hijos.

Es propietaria de la chacra agroecológica Ibira-pitá. ¿Cuándo surge la idea de comprarla? En 2008, compramos la chacra para plantar las seis variedades de frutos nativos que estaba investigando. Cuando tenía la investigación armada, me presenté a Fondos Concursables (del MEC) y publiqué el primer libro de recetas. Me empecé a involucrar en la agroecología y con grupos de productores. Quería ser coherente, si hablaba de agroecología, practicarla, saber de qué se trata lo orgánico, lo local, todo lo que había trabajado en Slow Food, y poder realizarlo en mi predio. Empecé a militar desde Slow Food como herramienta para poder llegar a un etiquetado de transgénicos, realizar seminarios de agroecología, cambio climático, educación alimentaria.

Su compañero, Alejandro, falleció… Sí, hace 8 años, ahí cambió todo. Al principio quise seguir como tractor, sin pensar mucho, y después me di cuenta de que el proyecto era de ambos y era muy difícil hacerlo sola. Fue otro duelo, desprenderme del plan de producir. Él iba a trabajar cinco años más y luego se iba a dedicar a la chacra, íbamos a vivir de los frutos. Teníamos muchas cosas pensadas y sola no pude dedicarme 100% a la producción porque tuve que salir a trabajar. Me costó, pero asumí la derrota. Sí continué con la idea de vivir en la chacra, mantener los 2.500 árboles que habíamos plantado y hacer algunas cosas, como la cerveza, que hice por seis años, y que, a pesar de ser una producción chica, fue buena y bastante conocida. Pero la realidad es que ahora la chacra es un lugar de encuentro, para cursos y experiencias gastronómicas. Cosecho mucha fruta, que me da para hacer mis cosas, pero nunca voy a vivir de eso, lo tengo claro.

¿Cansa ser jefa de familia? Sí. Tengo 50 pero a veces me siento muy cansada. Soltar la chacra en el sentido productivo me dio libertad de pensar y hacer otras cosas. Conocer productores, naturaleza, viajar a seminarios de agroecología, fiestas de semillas, seguir creciendo en ese sentido.

¿Los chicos quieren seguir con la chacra? Siempre va a ser su casa, allí está nuestra esencia. Cada uno tiene su casita allí, pero Lautaro es animador y hace videojuegos; Nahuel estudió carpintería y el año que viene va a tener su taller. Y Tabaré se recibió de guardaparque y está estudiando Gestión Ambiental de Áreas Protegidas y quiero que viaje y conozca otros bosques.

¿Es verdad que duerme en la cervecería? Sí. Con esto de que cada uno tiene su casa, la principal pasó a ser el centro de reunión y yo a veces tengo ganas de estar tranquila, entonces dejé la casa grande para que siga siendo el corazón del hogar y tengo mi espacio en la cabañita de la cervecería.

¿Se iría a vivir a otro sitio? Tengo la idea de comprarme algo en Florianópolis y vivir seis meses allá y seis meses acá.

¿Qué la entretiene? Me gusta viajar. Con mi hijo chico viajo bastante, estamos haciendo todos los sistemas nacionales de áreas protegidas en Uruguay, hicimos un viaje a la montaña en Italia y en setiembre siempre nos vamos unos días juntos a algún lado.