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Los futbolistas Gonzalo y Juliana Castro comparten el amor por Nacional

Los futbolistas son hermanos y juegan en Nacional; él es figura del plantel principal y ella, la goleadora histórica en mujeres

Los futbolistas son hermanos y juegan en Nacional; él es figura del plantel principal y ella, la goleadora histórica en mujeres

Durante años, la vida de Mario Castro transcurrió entre la Intendencia de Flores y las canchas del Porongos Fútbol Club. De lunes a viernes se encargaba del comedor municipal; los fines de semana dejaba la cocina, cambiaba el delantal por un equipo blanco con vivos azules y salía a la cancha. Era un futbolista recio, un número 5 de esos que se hacen notar en el partido y que dejan huellas en las canillas de los rivales.

El Porongos Fútbol Club es el decano de Flores y ostenta cuatro campeonatos del interior. En 1995 vivió su momento de máxima gloria deportiva, cuando ingresó a una liguilla clasificatoria para la Copa Libertadores que lo colocó en la Copa Conmebol, donde participaban equipos que no habían llegado a la máxima competencia del continente. Fue el primer club del interior en acceder a la escena internacional, algo que hasta ahora enorgullece a los nacidos en Flores, el departamento más pequeño del país, con unos 25.000 habitantes.
Castro fue parte de ese plantel y de muchos más, porque jugó hasta los 42 años. En varias oportunidades recorrió el Uruguay a lo largo y a lo ancho, siempre acompañado de su señora, Patricia Irizábal, también funcionaria de la intendencia, y cocinera del Porongos. Ella no jugaba al fútbol, pero practicaba varios deportes.

Cuando empezaron a nacer los hijos, la pareja los sumó a las travesías por las rutas nacionales. Gracias a esos viajes, los chicos conocieron el país, descubrieron el gusto por el fútbol, y con el tiempo hicieron de ese deporte su forma de vida. Hoy, los dos hijos mayores de la familia Castro Irizábal son futbolistas destacados, cada uno con sus particularidades: Gonzalo el Chory Castro (35 años) es uno de los jugadores más importantes del plantel actual de Nacional, equipo al que retornó hace un par de años luego de un fructífero pasaje por España, que lo llevó a jugar partidos de la selección uruguaya en la era de Óscar Tabárez. Su hermana Juliana (28) juega en Nacional femenino, en el que es la goleadora histórica, y también integró la selección uruguaya femenina. Hay otros dos hermanos Castro: Francisco (19 años, jugador de Nacional de Flores), y Lucas (15 años, que entrena en el Porongos).

Más allá de coincidir en el gusto por el fútbol, las vidas del Chory -apodo que heredó de su padre- y Juliana son muy distintas, porque las diferencias entre el fútbol de hombres y el de mujeres son abismales: él es profesional, tiene una carrera exitosa, y durante años ganó salarios de fútbol europeo; ella es amateur, y a pesar de su buen desempeño deportivo, vive de su trabajo como profesora de Educación Física. Gonzalo entrena en las instalaciones de Nacional -en Los Céspedes o en el Parque Central- con condiciones propias de un equipo grande; Juliana lo hace alguna vez a la semana, cuando su trabajo se lo permite, en Los Céspedes o en la cancha de El Tanque Sisley.

A TODA VELOCIDAD. Gonzalo tenía tres años cuando empezó a jugar al fútbol infantil en el Porongos. Siempre fue rapidísimo, y a su madre le gustaba decir que eso se debía a que comía animales de campo. El fútbol era solo un juego para ese niño que pasaba sus días entre la Escuela 19 de Trinidad, las canchas del Porongos en el barrio La Pedrera, y la plaza de deportes de la intendencia, donde practicaba otras disciplinas. Era muy bueno en el básquetbol, pero llegado el momento se inclinó por el fútbol.

Tenía 12 años cuando desde Nacional se contactaron con sus padres, interesados en conocer a ese chico habilidoso que jugaba en el centro del país. El Chory llegó a Montevideo, hizo pruebas, y el equipo lo quiso incorporar a sus juveniles, pero sus padres decidieron que volviera a Trinidad a seguir con los estudios. Un año después empezó a jugar en la selección juvenil de Durazno, algo que hizo hasta los 17. En esa época viajaba todos los días de un departamento a otro, dormía en la casa de algún compañero y a las 6:15 de la mañana se tomaba el ómnibus que lo llevaba de nuevo a su ciudad ubicada a 40 kilómetros. En Durazno conoció a Luciana Beal Ramírez, la que hoy es su señora y madre de sus dos hijos, Benjamín (6) y Martina (4).

En 2002, cuando tenía 17 años, recibió otra llamada de Nacional, el club del que era hincha al igual que toda su familia. Esta vez sus padres lo dejaron ir. Juntó sus cosas, se mudó al Parque Central, a 194 kilómetros de la humilde casa paterna, y empezó a convivir con otros juveniles. Lejos del control familiar, abandonó el liceo faltándole algunas materias de 5º y todo 6º, algo que espera terminar en algún momento.

A los pocos meses de estar en Montevideo, el entrenador de la Primera de Nacional, Daniel Carreño, decidió que Gonzalo y otros juveniles -Maureen Franco e Ignacio La Luz, entre ellos- jugaran un amistoso contra Vélez. En un momento en que Uruguay tocaba fondo, el Chory iniciaba su despegue futbolístico. Su debut fue contra Central Español, pero no es un partido que recuerde demasiado. Sí el primer gol, que llegó en 2003, en un juego contra Liverpool. En aquellos años, Nacional tenía delanteros muy potentes, como el Chengue Morales, Pierre Webó y Horacio Peralta, así que el talentoso juvenil de Flores pasó mucho tiempo en el banco esperando su oportunidad.

ENTRE HOMBRES. A los cinco años Juliana empezó a jugar al fútbol en el Porongos. Era un equipo mixto, pero en los hechos ella era la única niña del cuadro. No había ni amigas ni compañeras que jugaran al fútbol, pero a ella le gustaba. "Para mí, viene de la genética, todo el entorno en casa era fútbol", cuenta ahora, después que pasaron más de 20 años de aquellas prácticas.

Sus comienzos fueron accidentados, porque un equipo rival presentó un recurso ante la Organización Nacional de Fútbol Infantil (ONFI) alegando que no había nada escrito que permitiera a una nena jugar con varones. Era 1997, el fútbol femenino estaba muy lejos de ser lo que es hoy, y en Flores era algo impensado. Hasta que le permitieron jugar, estuvo casi un año sin participar en competencias deportivas; su vínculo con el fútbol se limitaba a las prácticas semanales. Le encantaba el deporte, por eso también jugaba básquetbol, handball y vóleibol.

Al igual que su hermano -y a diferencia del estilo rústico de su padre-, como futbolista siempre fue habilidosa. Pero a los 13 años, cuando dejó las categorías infantiles, volvieron los problemas, porque no podía jugar en equipos de hombres y ella seguía siendo la única futbolista en sus pagos. A través de conocidos de sus padres, logró probarse en la selección uruguaya sub-20. Tenía 14 años, era mucho más chica que sus compañeras, en edad y en físico, pero no quiso perder la oportunidad. En aquel entonces el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) tenía un equipo de chicas del interior que le abrió las puertas. Les pagaban los pasajes para viajar a Montevideo el fin de semana y las alojaban en dependencias del INAU. De lunes a viernes, Juliana entrenaba en un equipo de hombres en Flores, siendo la única chica. Era una práctica intensa, que le permitía fortalecerse para disputar partidos con mujeres más grandes que ella. No se sentía discriminada, para ella el fútbol era algo natural desde que era una niña, pero sabía que había comentarios discriminatorios de gente que no terminaba de aceptarlo. "Ahora se está naturalizando, las cabecitas están cambiando", asegura. A diferencia de Gonzalo, Juliana siempre tuvo claro que quería terminar el liceo, porque sabía que el fútbol profesional no era una opción de vida para las mujeres.

LA VUELTA. Mientras tanto, en Flores, la familia Castro observaba cómo Gonzalo iba afirmándose como jugador. Lo veían menos porque no tenía más de un día libre, y cuando tenía tiempo lo dividía entre Trinidad y Durazno, donde visitaba a su novia. En aquella época, para los Castro no era sencillo viajar a Montevideo, por razones económicas. Mario encontró una alternativa, apelando a su experiencia en la cocina y a su especialidad en la comida de olla: comenzó a vender cazuelas para financiar los pasajes para él, su señora y Juliana. De esa manera, la familia que antes recorría el país siguiendo al padre futbolista, ahora lo hacía detrás del hijo con talento y un futuro promisorio.

Un día de agosto de 2007, el Chory se encontraba descansando en su casa de Trinidad. Estaba durmiendo en el cuarto de Coca -su abuela de 93 años, a quien adora- cuando sonó el teléfono. Del otro lado, alguien del grupo Casal -el que lo representa- le decía que armara las valijas, que al día siguiente se iba rumbo a España. Se subió al avión, dejó atrás el frío uruguayo y se instaló en el calor mediterráneo de Mallorca. Su novia viajó después, porque estaba estudiando Educación Física. Al principio ella iba por tres meses, porque no tenía papeles, hasta que se casaron en 2009 en suelo español. Dos años después, en una visita a Uruguay, celebraron con la familia y los amigos; se habían puesto de novios en 2001 y siempre habían dicho que se casarían en 2011.

Después de cinco años en Mallorca, el Chory y Luciana volvieron a armar las valijas y emprendieron viaje al norte, porque se convirtió en jugador de la Real Sociedad de San Sebastián por tres años y medio. Si bien recuerda con mucho cariño los 11 años que estuvo en España, tiene especial afecto por esa ciudad, porque ahí nacieron sus hijos.

Luego, Gonzalo volvió al sur español para jugar durante dos años y medio en Málaga. A esa altura, él y su esposa ya estaban pensando en la vuelta a Uruguay. Si bien él tenía otras opciones, siempre supieron que regresarían. De hecho, él pretendía volver a Nacional y hacerlo en buenas condiciones físicas. Evaluaron las opciones y entendieron que era un buen momento, porque los chicos estaban en una edad en la que el cambio de país no sería complejo y porque él estaba en condiciones de seguir jugando. A esa altura, el Chory se había hecho un nombre destacado como futbolista en España y también en Uruguay, donde además de su pasaje por Nacional había sido citado en varias ocasiones para integrar la Selección.

Su retorno al equipo tricolor el año pasado despertó expectativas en los hinchas. Aquel juvenil talentoso y superveloz volvía a casa luego de una década fuera del país, ya pasados los 30. ¿Estaría a la altura del equipo? ¿O sería uno de esos jugadores que apenas podían correr en la cancha? En el clásico del Torneo Intermedio, en setiembre de este año, el Chory terminó de responder esas preguntas con los dos goles del triunfo de su equipo, el segundo de ellos para encuadrar.

AGUA Y FRUTAS. Cuando Juliana terminó el liceo obtuvo una beca deportiva para estudiar en Missouri. Del centro del Uruguay se trasladó al centro de Estados Unidos, y el choque cultural fue demasiado fuerte. Le resultó una sociedad muy cerrada y el inglés era complejo, así que luego de un semestre volvió al Sur. Decidió estudiar en Montevideo la Licenciatura en Educación Física. "Con la ayuda de Gonza", aclara, se inscribió en la Asociación Cristiana de Jóvenes y terminó la carrera. El Chory no solo ayudó a su hermana en los estudios, sino que con su carrera en España colaboró económicamente con toda la familia Castro. Un conocido de ellos contó a galería que compró una casa en Trinidad que entregó a su familia, donde viven sus padres, abuela y el menor de sus hermanos.

Mientras estudiaba, y Gonzalo se consolidaba en el fútbol español, Juliana inició un periplo por varios equipos de la capital y Canelones: Rampla Juniors, River Plate y Sportivo Sauce. Ya era jugadora de la Selección. Desde hace años es futbolista de Nacional, y su la goleadora histórica, aunque cree que con la evolución que ha tenido el fútbol femenino en los últimos años, ese título no podrá ostentarlo por mucho tiempo más.

Juliana es un caso claro de cómo el fútbol de mujeres ha ido cambiando hasta convertirse hoy en una disciplina que cada vez tiene más seguidoras. Fue la "marimacho", como le dijeron alguna vez en Trinidad, también la joven que entrenaba sin que le dieran ni una botella de agua. Es optimista, y confía en que de ahora en adelante las condiciones vayan mejorando.

A diferencia de su hermano, ella entrena cuando puede, y no cobra por jugar. Solo recibe 100 pesos de viáticos que le da Nacional para el boleto, así como agua y frutas durante los entrenamientos. Espera con entusiasmo el proyecto que el club tiene previsto para impulsar el deporte femenino a partir de 2021.

DE PADRES A HIJOS. Gonzalo y Juliana recibieron a galería el 31 de octubre en la casa del futbolista en un barrio privado de Carrasco Norte, donde los hijos de él y los de familias vecinas recorrían las calles pidiendo caramelos. Sentados en un sillón de dos cuerpos, mientras comparten un mate, los hermanos hablan de un plan que tienen a futuro cuando dejen el fútbol: una clínica de recuperación de deportistas. En el caso de Gonzalo, eso se sumaría a otro emprendimiento empresarial que tiene, el Hotel Villa Toscana en Maldonado, junto al futbolista Sebastián Viera, exgolero de Nacional que lleva años jugando en el Junior de Barranquilla, Colombia. "A Seba lo jodo y le digo que voy a terminar siendo el recepcionista del hotel", dice sonriendo.

Antes, el Chory quiere terminar el liceo y luego estudiar algo relacionado con el deporte. Pero todavía falta. Aún le queda tiempo en Nacional y cuando sienta que ya no puede hacerlo, espera retirarse en el Porongos, porque quiere vivir la experiencia de jugar una liga del interior con el equipo en el que nació, futbolísticamente hablando.

Juliana también tiene otros planes en el horizonte. Además de su trabajo como profesora de Educación Física, hizo el curso de directora técnica y quiere probar suerte dando indicaciones fuera de la cancha. "Uruguay es un país machista, ¡mirá si una mujer va a dirigir un equipo de hombres! Pero en Europa hay mujeres en algunos clubes", aseguró.

Hay tiempo para que se concreten esos planes. Todavía siguen en actividad; él, como forma de vida; ella, por amor al deporte. Se mantienen bien físicamente y no tienen apuro en abandonar las canchas. El padre futbolista les transmitió el gusto por el juego a sus hijos, y ahora Gonzalo continúa la tradición con los suyos, con los que juega en el fondo de su casa en una cancha con arcos pintados con los colores de Nacional.