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    ¿Cien años de tranquilidad?

    N° 1873 - 30 de Junio al 06 de Julio de 2016

    Cien Años de Soledad, la gran novela de Gabriel García Márquez, se inicia cuando un coronel, quien “promovió 32 levantamientos armados y los perdió todos”, enfrenta un pelotón de fusilamiento. El hecho sucede en la ficticia ciudad de Macondo, pero esto engaña a pocos lectores: la novela se trata de Colombia, país de origen de García Márquez.

    La semana pasada, la guerra civil en Colombia —el último conflicto armado que restaba en América Latina— llegó formalmente a su fin. Con más de 50 años de duración, cobró veinticinco millones de vidas y desplazó a seis millones de personas. Parece difícil de creer, pero la paz ha retornado al fin.

    Los pesimistas destacarán que todavía quedan muchos detalles por resolver, que los guerrilleros aún no entregan sus armas y que falta firmar el acuerdo final de paz. De todos modos, el apretón de manos que se dieron en La Habana el presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño Echeverri (el cabecilla de los guerrilleros, conocido por su nombre de guerra, Timochenko) marca el fin de una era trágica y el comienzo de una mucho más prometedora.

    A partir de la década de 1960, América Latina comenzó a sufrir de un caso grave de lo que Lenin llamó “El comunismo de izquierda: un trastorno infantil”. Vestirse de verde oliva y refugiarse en las montañas pasó a ser la cura para todas las enfermedades sociales. Movimientos guerrilleros nacieron y crecieron, con frecuencia solo para dividirse y dar origen a otros. En muchos lugares, especialmente en Centroamérica, la insurgencia violenta se volvió endémica.

    El derramamiento de sangre en Colombia comenzó incluso antes, en el período que se conoce simplemente como “La Violencia”, iniciado tras el asesinato en 1948 del candidato a la presidencia por el partido liberal, Jorge Eliécer Gaitán. La lucha entre conservadores y liberales concluyó con el advenimiento de la sangrienta dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, en 1953. Cierta forma de democracia regresó en 1958, pero la violencia continuó…hasta ahora.

    Desde luego, el ejemplo icónico del período de fervor revolucionario en América Latina fue la revolución cubana de 1958. La intensa mirada del Che Guevara bajo la estrella de su boina, plasmada en la icónica fotografía de Alberto Korda, movilizó a toda una generación.

    Casi seis décadas después, el sueño de la revolución cubana está hecho trizas. Su otrora orgulloso líder, Fidel Castro, se ha convertido en una figura patética, que vistiendo extravagantes ropas de deportes, aparece de vez en cuando para hacer declaraciones cada vez más incoherentes. Su hermano y sucesor especialmente escogido, Raúl, uno de los líderes políticos más grises y menos inspiradores que se haya visto, fue el anfitrión de la ceremonia de paz celebrada esta semana en La Habana.

    En los años 1970 y 1980, la contraparte de la infantil revolución de la izquierda fue la criminal represión por parte de la derecha. Las dictaduras proliferaron, extendiéndose desde Brasil y Argentina a Uruguay y Chile, y alcanzando a El Salvador, Guatemala y Honduras en Centroamérica. Ellas también hicieron promesas; las suyas basadas en la ley y el orden, y una conducción ortodoxa de la economía.

    Hoy día, en América Latina, tales promesas las creen solamente unos pocos lunáticos marginales. Cuando las cosas se ponen difíciles, ya nadie recurre a los militares. Como lo señaló hace poco el ex presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, en medio de una crisis política todos los brasileños conocen los nombres de los jueces, pero nadie sabe los nombres de los generales. Esto es progreso, aunque haya costado conseguirlo.

    Aparte de Cuba, el recordatorio más triste de los errores trágicos cometidos en el pasado en América Latina es Venezuela. Este país, gobernado desde 1999 por el populista Hugo Chávez y luego su sucesor, Nicolás Maduro, ha pasado de crisis política a desatado desastre humanitario: no hay alimentos en los mercados ni medicamentos en los hospitales. Según informa el “Financial Times”, de acuerdo a la Asamblea Nacional de Venezuela, “en 17 años de chavismo, se han hurtado o desperdiciado más de 425.000 millones de dólares de fondos públicos”.

    Ahora que ha terminado la tragedia de Colombia, pareciera que la tragedia de Venezuela está destinada a llegar a su fin más temprano que tarde, aunque todavía no se sabe cómo. Hoy el chavismo no inspira a nadie. Los regímenes que lo imitaron a través de América Latina han dejado de existir o se encuentran muy debilitados.

    En el mismo momento en que Europa, luego del brexit, tiende al nacionalismo y al populismo, América Latina va en la dirección opuesta. Con algo de suerte, la era de los guerrilleros en las montañas, de los airados demagogos de uniforme verde oliva, o de los aterradores generales de gafas oscuras, ha desaparecido de las Américas. Lo que se aproxima es la era del político prudente de aburrido traje azul, quien reconoce que los problemas difíciles no tienen soluciones fáciles, y quien, en vez de imponentes promesas, prefiere la doctrina del sudor y el trabajo duro impulsada por Churchill. Es posible que al fin estemos madurando políticamente.

    El propio Santos en Colombia, Mauricio Macri en Argentina y Pedro Pablo Kuczynski en Perú, son emblemáticos de esta nueva era. Los tres son gestores capaces y tecnócratas altamente calificados. Impulsar la economía sin populismo —y sin la inflación ni la crisis fiscal que siempre lo acompañan— es su principal desafío, y tal vez llegue a ser su logro más publicitado.

    Sin embargo, ellos no deben confiar exclusivamente en la destreza tecnocrática como clave de la legitimidad y del éxito en el ámbito político. Los latinoamericanos de hoy han perdido la ilusión con las promesas revolucionarias vanas, pero al mismo tiempo miran con escepticismo a sus instituciones democráticas liberales y a quienes las lideran. Ello es comprensible en una región donde la desigualdad de ingresos, la burocracia insensible y las prácticas empresariales poco transparentes, todavía constituyen importantes realidades de la vida diaria.

    El ciudadano de hoy, sea en Europa o en América Latina, necesita creer que sus líderes tienen el corazón bien puesto y actúan en favor de todos, incluyendo a los más vulnerables, en lugar de servir meramente a una élite adinerada. Los objetivos últimos de una política bien concebida son éticos, y se los debe describir en dichos términos.

    Cuando un líder gestiona una economía de ingresos medios de manera tan inepta —como lo han hecho Chávez y Maduro en Venezuela— que los ciudadanos pasan hambre, su actuar es inmoral. El hambre causa un sufrimiento humano evitable y eso está mal. Buscar el consenso, evitar la demagogia, aplicar soluciones incrementales y, por lo tanto, sustentables; nada de ello suena demasiado épico, pero todo es profundamente moral. Si los líderes democráticos de América Latina logran transmitir ese mensaje, entonces la era que inició el tratado de paz colombiano será duradera y feliz.

    (*) El autor fue ministro de Hacienda de Chile durante el primer gobierno de la presidenta socialista Michelle Bachelet y es Professor of Professional Practice in International Development en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Columbia University, Estados Unidos

    © Project Syndicate, 2016. (Especial para Búsqueda)