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Evaristo Carriego, el poeta admirado, entre tantos, por Jorge Luis Borges y Homero Manzi, escribió, en una fecha indefinida a inicios del siglo XX, un despojado aunque emotivo poema sobre el organillo, al que tituló Has vuelto. Inspiró varias letras de tango y su primera estrofa dice: “Has vuelto organillo. En la acera hay risas./ Has vuelto llorón y cansado como antes./ El ciego te espera/ las más de las noches sentado/ a la puerta. Calla y escucha. Borrosas/ memorias de cosas lejanas/ evoca en silencio, de cosas/ de cuando sus ojos tenían mañanas,/ de cuando era joven… la novia… ¡quién sabe!”.
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Carriego supo hurgar en los personajes del suburbio, en los paisajes de los barrios y buscó el rescate de la nostalgia; usó un lenguaje sin pretensión de cercanía con ninguna moda literaria de la época, pero lo atravesó de conmovedora ternura.
Fue el primero en reconocer el valor del organillo —nombre que rápidamente mutó a “organito” en Argentina y Uruguay— para dar alegría a las gentes a través de la música popular y para su expansiva difusión.
Curiosa historia, repleta de peripecias, carga el organillo: apareció en la lejana Asia, en la Edad Media, y llegó a Europa, primera escala España, aproximadamente a mitad del siglo XVIII. Inicialmente era un instrumento pesado, que ocupaba poco menos del espacio de un piano vertical clásico, y su popularidad, y viaje definitivo por el mundo entero, se produjo cuando, luego de sucesivas transformaciones, lo convirtieron en ambulante. Ha escrito Luis Alberto Sierra: “Puede ser tocado con los pies. Y para que suene la música basta girar un manubrio que hace mover sobre su eje un cilindro con púas, de diferentes formas y tamaños, que mueven unos mancillos que repercuten en unas cuerdas similares a las del piano, ubicadas en el interior del cajón”.
Obviamente, hubo varios tipos de organitos —y dejo de lado a partir de ahora el ibérico “organillo”—: en los más antiguos, cada uno de sus rodillos solía incluir diez músicas diferentes; los posteriores traían más partituras y se podía seleccionar la preferida a través del movimiento de una varilla con muescas.
Para medir la importancia de este instrumento, particularmente en la historia del tango, hay que recordar que convivió con el piano y los gramófonos, hasta sustituirlos en las fiestas populares, y se lo llamó, en las primeras dos décadas del siglo XX, “el rey de las esquinas”.
No ha sido un fenómeno rioplatense, pues en las tradicionales verbenas de Madrid aún se lo utiliza.
Pero situémonos, lector, en aquella difuminada época, previa a la aparición y desarrollo de la radiofonía. Hasta entonces se lo consideró el medio más accesible para difundir los tangos, al punto que en varios de ellos se lo menciona con cariño, caso de Sobre el pucho, de José González Castillo, El porteñito, de Villoldo, Ventanita de arrabal, de Pascual Contursi, Organito de la tarde, de González Castillo y su hijo Cátulo, y El último organito, nocturnal y onírico tema del Manzi —ya enfermo— con la colaboración de su hijo Acho.
Tengo la certeza, sin menospreciar la calidad poética de El último organito, de que el tango que mejor lo representa es Organito de la tarde, que tiene, además, su propia y peculiar historia.
Escribió la música un jovencito Cátulo Castillo en 1923. Un año después lo presentó a un concurso de autores organizado por la compañía fonográfica Glücksmann. El padre de Cátulo hizo más tarde una confesión inesperada: desde la primera rueda había comprado gran cantidad de entradas que venían con una papeleta para votar. Organito de la tarde quedó tercero, detrás de Sentimiento gaucho, de Canaro, y Pa’ que te acordés, de Lomuto. José González Castillo tardó meses en descubrir que le habían dado las entradas, que él repartía entre familiares y amigos, sin talón de voto.
Y fue ese hombre, frustrado por el fiasco de su maniobra, que afectó a su hijo, el autor, quien escribió la letra para el tango en 1925. El estreno oficial se dio en la revista La octava maravilla y correspondió nada menos que a Azucena Maizani. Después, y hasta hoy, el éxito.
Quiero cerrar, arropado por una profunda melancolía que no me interesa ocultar, otra vez con Carriego: “¡Adiós, alma nuestra! Parece/ que dicen las gentes en cuanto te alejas./ Pianito de dulce motivo que mece/ memorias queridas y viejas./ Anoche, después que te fuiste,/ cuando todo el barrio volvía al sosiego,/ —qué triste—/ lloraban los ojos del ciego”.